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Lo virtual, lo escénico y las vidas, según Susanne Kennedy

Creo que continúo sintiéndome joven, aunque el tiempo pasa y, en breve, el calendario hará que yo también pase del medio siglo. Pero creo que continúo sintiéndome joven, básicamente, porque continúo creciendo y estoy desbordado de ilusión por proyectos nuevos e, incluso, por cambiar el mundo. Alimento utopías y pese a las decepciones y a la incomprensión que me puede generar la actualidad bélica, social, política e incluso artística, no me desanimo y me parece que hay mucho por hacer y que, si queremos y ponemos voluntad y cuidado, podemos alcanzar un mundo mejor.

Sin embargo, cada vez, como acabo de señalar, tengo más años y esto comienza a hacérseme patente, por ejemplo, como profesor de dramaturgia desde hace casi dos décadas. El arco temporal que me separa de mi alumnado se va haciendo, cada vez, más grande. Yo tengo cada vez más años y mi alumnado siempre está en torno a los veinte.
El tiempo es la vida. Obviedad que no por obvia deja de ser cierta y que conviene recordar, como hace, en los momentos finales de ‘ANGELA (a strange loop)’ de Susanne Kennedy y Markus Selg, Dramm, en ese personaje alegórico del más allá, que toca un violín electrónico y canta.

Viene a cuento esta frase, este espectáculo y esa canción de Dramm, porque los usos del tiempo y, por tanto, de la vida, están mutando por causa de la omnipresente influencia de lo digital y por cómo todo ello está cambiando las actitudes, las relaciones, la percepción, el pensamiento e incluso los cuerpos. La sobrenatural música en vivo de Dramm, en ‘ANGELA (a strange loop)’, abre una brecha en este espectáculo, en el que el universo virtual se hibrida con el escénico y en el que los diálogos, banales y desvinculados de situaciones que vayan a algún lugar, son pregrabados y, por tanto, ninguno de los actores y actrices habla en directo y ningún sonido viene del escenario, excepto la música y la canción de Dramm. De esa manera asistimos a un desfase sutil entre lo que escuchamos y lo que vemos, que contribuye a aumentar la extrañeza de lo que sucede en el escenario.

De un modo parecido aumenta la extrañeza que yo siento ante las actitudes y ante esa aparente falta de acción en una buena parte de mi alumnado joven, o sea, del que anda en la generación de los veinte años, pendientes de sus teléfonos móviles, cómplices de las Apps de inteligencia artificial y ausentes de los teatros. Con un porcentaje también considerable de problemas psicológicos y de salud, agravados claramente desde la pandemia y desde el aumento de lo tecnológico en nuestras vidas, desde que la tecnología mediatiza y ocupa nuestro tiempo, modificando nuestra manera de relacionarnos.

Las artes vivas parecen contestar o contrarrestar esa tendencia al aislamiento físico y energético de las presencias humanas tras pantallas y al poder de los algoritmos tecnológicos y su manipulación desde grandes empresas multinacionales. Parece que las artes vivas, partiendo de las presencias humanas y de su elocuencia y manera de afectarse, nos invitan a detenernos y concentrarnos en el encuentro y en la necesaria retroalimentación que nos puede hacer crecer. Frente a esos ojos que miran a una cámara y a una pantalla y hablan a un micrófono, interaccionando con un dispositivo electrónico, ante estímulos visuales y sonoros sintéticos, artificiales.

Sin embargo, en las denominadas artes vivas, porosas a los cambios sociales, políticos, económicos y, por supuesto, tecnológicos, también han ido penetrando, de manera creciente, estos supuestos avances, la inteligencia artificial, la robótica, y los dispositivos electrónicos, con diferentes funciones. De lo que yo he podido ver, desde aquel increíble y poético ‘Stifters Dinge’ (2010) de Heiner Goebbels: “un diorama audiovisual de múltiples capas, una pieza/instalación/actuación teatral postindustrial interpretada íntegramente por máquinas”, hasta ahora, pasando por el teatro de Robert Wilson, quizás ‘ANGELA (a strange loop)’ de Susanne Kennedy y Markus Selg es una de las propuestas más inquietantes.

‘ANGELA (a strange loop)’ es una producción de Ultraworld Productions de Berlín, en coproducción con: Wiener Festwochen de Austria, Kunstenfestivaldesarts de Bruselas, Holland Festival de Amsterdam, Festival d’Avignon de Francia, Festival d’Automne de París, National Theatre Drama / Prague Crossroads Festival de la República Checa, Festival Romaeuropa de Italia, Volksbühne am Rosa-Luxemburg-Platz de Berlín y Teatro Nacional São João de Oporto. Coloco aquí a todas estas instituciones coproductoras porque creo que pueden darnos una idea de que el proyecto teatral de Susanne Kennedy y Markus Selg, así como su concepción teatral, deben tener algo de interés en diferentes niveles. Fui al TNSJ do Porto (16 de marzo) para conocer a este dúo de creadores y me encontré con un teatro en el que la realidad virtual (el mundo digital, con todas sus ficciones paralelas) y la realidad escénica se cruzan, para dar una atmósfera de extrañeza, alucinación y enfermedad.

Ángela es una joven dependiente de su móvil, una “influencer”. Entramos en la sala y ella ya está en el escenario, que representa su habitación, aunque con elementos extraños por su color fosforescente en las puertas y otros aderezos, y por la apariencia de plató de televisión. Ella está allí, tirada en su cama, móvil en mano.

Su habitación es como una sala con cocina y con el colchón en el suelo, en el lateral derecho. En realidad, es como un plató en el que, gracias a la video-proyección, acontecen transformaciones, se reflejan estados de ánimo y se nos presenta una realidad alterada y, por momentos, incluso vaciada. A Angela le visitan su novio, su amiga, su madre y un personaje femenino, performado por Dramm, que como ya he comentado resulta alegórico del más allá, de los universos paralelos por los que Angela deambula. La relación entre ellos es aparentemente fría y desafectada, como si estuviesen vaciados de ilusiones y de voluntad, como si estuviesen narcotizados. Entran y salen, sin que sepamos de dónde vienen ni a dónde van, se desplazan, se sientan, gestualizan, mueven sus bocas, pero sus voces se escuchan amplificadas, igual que todos los pequeños sonidos producidos por sus pequeñas actividades y las de los elementos del espacio: el masticar, el abrir/cerrar las puertas, el arrastrar una silla, las carcajadas emitidas como las interjecciones que aparecen en el bocadillo de un cómic, etc. Sus voces se sincronizan con el movimiento de sus labios, pero existe un mínimo desfase que genera un efecto extraño. A veces pueden parecer autómatas, groguis o incluso un poco zombis. En general, esas relaciones desafectadas y distantes, así como el dispositivo audiovisual y sonoro, y algunas repeticiones en bucle, nos llevan a un estado de cierta angustia y, en todo caso, de desencanto e infelicidad.

El viaje lisérgico que propicia la realidad virtual, en este espectáculo, nos traslada a paraísos distópicos e incluso entronca con una especie de parodia de lo arcaico, cuando Angela da a luz a un muñeco que viene dentro de una pequeña burbuja, ante un tótem formado con la repetición vertical de esculturas de una figura femenina sedente que se abraza las piernas, muy semejantes a las esculturas de civilizaciones antiguas o de tribus africanas, pero de color fluorescente. O cuando Dramm, caracterizada con un vestido transparente y con un carcaj a la espalda con el arco y el violín enganchado, en plan ciborg, a un hombro, se sienta, en el margen izquierdo, ante una hoguera de plástico, una hoguera de mentira, y narra, toca y canta.

Hay un halo ritual que me recuerda, también por el tratamiento del espacio sonoro y las acciones y reacciones anómalas, a ‘Paraíso’ de Romeo Castellucci, donde la realidad era sólo una apariencia que, sorprendentemente, podía despegar hacia lugares de pesadilla o de ensueño.

Aunque Susanne Kennedy, en la entrevista reproducida en el programa de mano, habla de la enfermedad de covid persistente, tras la pandemia, yo pensaba que esta enfermedad, o su metáfora, está más ligada a la desconexión de las personas dependientes del mundo digital (tiktokers, youtubers, instagramers, etc.). Una enfermedad derivada de la volatilización creciente de la interacción con elementos corpóreos y vivos, cara a cara. Una dolencia derivada del aislamiento y de la falta de contacto entre los animales mamíferos que aún somos. Vi en Ángela y en su contexto la sutil y larga enfermedad e incluso la desaparición o ausentamiento presente que, desde la pandemia, observo en las generaciones de veinte años que vienen a mis clases. Esa incapacidad para concentrarse, profundizar y disfrutar con lo que hacemos, aquí y ahora. Esa incapacidad para estar juntos sin la interrupción y segregación que promueven nuestros dispositivos electrónicos.

No parece que la constante conexión digital y su supremacía contribuyan a un mundo más alegre, motivado, feliz y emancipado. Sin embargo, las artes vivas, incluso en su hibridación con lo tecnológico, como es el caso de ‘ANGELA (a strange loop)’, sí que consiguen inquietarnos y movernos.

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