Críticas de espectáculos

Magnífico espectáculo

«Alfonso X, la última cantiga», representado por la compañía extremeña María de Melo Producciones (de Almendralejo) en la Muestra Ibérica de las Artes Escénicas de Extremadura (MAE), es un gran trabajo compendiado, creativo y de imaginación cultivado en el espíritu de la investigación literaria y la experimentación escénica sobre la interesante vida y obra del toledano Alfonso X «el Sabio» (señor de la Corona de Castilla/León y de los demás reinos con los que se mencionaba entre 1252 y 1284), considerado el monarca de las artes y las ciencias más esplendoroso e influyente en el mundo de la cultura de la Edad Media.

Este trabajo, realizado por Jesús Lozano Dorado como dramaturgo, director y actor sobresale, en primer lugar, por la simplificación laboriosa y profunda que realiza en una obra teatral, con singular belleza poética, de la abundante documentación de archivo de este personaje, de imagen tan nombrada, tan ensalzada y tan erudita, que es difícil de aprehender (como da a entender el historiador Adolfo de Mingo en su libro «Alfonso X el Sabio, el primer gran rey») y que, quizás por ello, nadie se había atrevido a llevarlo debidamente a la escena. Sobre este rey sólo conocía una pieza menor representada el pasado año en el Teatro Rojas de Toledo («El rey sabio», monólogo juglaresco de Juan Gamba, autor e intérprete, en el que se dan unas pinceladas humorísticas superficiales sobre su vida, pasadas por el tamiz de las anécdotas y los tópicos de la historia).

De Alfonso X, sabemos que pasó a la posteridad como un rey ilustrado, un poeta sensible, un economista contrario a las costumbres suntuarias de la nobleza, un historiador y astrólogo y como aficionado a la música y a las trovas, tanto sacras como profanas, al tiempo que como guerrero victorioso y conquistador. Pero también como un gobernante controvertido, obsesionado por querer obtener del Papa Gregorio X el nombramiento de Emperador del Sacro Imperio Romano Germánico. Y que estaba rodeado de expertos en diversas áreas, desde científicos hasta poetas, pasando por magos y eruditos de varias disciplinas. Su reinado, ha quedado para la historia como una época de éxitos militares y políticos y como un periodo en el que florecieron las artes y las letras. Durante aquellos años crecieron las ciudades, se construyeron grandes catedrales y dieron sus primeros pasos las universidades. La fecunda actividad cultural que se registró abarca la ciencia, la traducción de obras orientales y el impulso a la cultura a través de la colaboración entre cristianos, musulmanes y judíos.

De tantísimos acontecimientos sobre la vida y obra del monarca (tal vez alentados, entre otros, por la lectura de «Alfonso X el sabio, humanista y científico» de H. Salvador Martínez, reconocido estudioso del monarca), explicados desde el ocaso de su existencia cuando se afincó en Sevilla -gastado por la edad, la enfermedad, los desengaños y la soledad- abandonado por gran parte de su familia y de la nobleza, Lozano Dorado hace una excelente radiografía literaria de su amargado final en una dramática lucha consigo mismo –expresión de su último canto desarrollado en siete cuadros, esencialmente a través de distintos monólogos y por algunos diálogos con la reina, la juglaresa y la guardia real-, evocando los momentos más elocuentes de la ilustración historiográfica y la emoción humanista con mutación de ánimos (inquietados por la duda, que mueve a la reflexión hamletiana del «To be, or not to be…»). Todo precedido por partituras de sus cantigas, lujosas muestras de la música de la Península en el siglo XIII. Y con un lenguaje dramático poético, enormemente certero, poderoso, sobrio y seductor (logrando un texto de lo mejor que se ha escrito actualmente en la historia del teatro extremeño).

En segundo lugar, sobresale la puesta en escena de Lozano Dorado que consigue artísticamente que el mensaje histórico de la obra sea legible en el lenguaje actual, en ese trasfondo que persiste y busca sus medios para desvelar la naturaleza y la condición humana expresada en todos los tiempos. En el montaje, escenográficamente sólo con un trono de sillón barroco (que al final se convierte en reclinatorio), la decorativa presencia casi constante de los músicos y actores (equipados por los regios vestuarios de la época, de Inma Cedeño) y la apropiada y sugerente luminotecnia (de Samuel Cotilla), logran perfectamente una depurada ambientación catártica de la tragedia que fluye en la intensidad gradual y evolutiva del clímax, que culmina en la conmovedora muerte del monarca, rememorando sus generosos deseos de gobernante y sus decepciones.

En tercer lugar, sobresale la interpretación de Lozano Dorado (en su rol regiamente caracterizado del rey Alfonso X) bordando pletórico de vigor su historia en una tormenta de dudas. Logra impecable sintetizar lo mejor de sus gestos, movimientos y potente declamación en una labor impresionante de intensidad emocional. Su trabajo relevante y muy agotador me recuerda al de aquellas auto-direcciones teatrales con intervenciones magnificas de José Luis Gómez en algunos de sus espectáculos. Y en la forma de narrar al gran nivel con hálito creador -tantas veces valorado- de José Vicente Moirón, palpitante de inflexiones de voz en monólogos poéticos.

En los otros papeles los actores y músicos laten diferentes a un ritmo de actuación equilibrado. Destaca una soberbia escena de confrontación conyugal entre el rey protagonista y su esposa la reina Violante de Aragón, interpretada por Inma Cedeño, donde la actriz vibrante de energía corporal y declamatoria da réplica al monarca de Castilla/León sujeto a su destino. Marina Haberkorn (la juglaresa) y Enrique Pastor (el guardia real) desdoblándose, actúan con desenfado y comicidad en sus limitados roles. La extraordinaria música en directo de las cantigas –interpretadas por Enrique Pastor, Pablo Cantalapiedra y María José Pire con instrumentos de aquella época- contribuye a subrayar y lucir la emoción evocadora de tan interesante espectáculo.

La representación que se sigue con un silencio hierático recibió cálidos aplausos.

José Manuel Villafaina

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