Mirada de Zebra

Mary Overlie y su brújula paradójica

Mary Overlie, la coreógrafa y bailarina estadounidense, la mujer que creó los Viewpoints, transformando así la manera de pensar, percibir y accionar la danza y el teatro en medio mundo, murió hace semanas. Mary y sus Viewpoints han sido desde hace 10 años una de mis brújulas esenciales para orientarme en las clases, en los entrenamientos, en las creaciones. Hablo de brújula en relación con Mary y los Viewpoints como si fuese una herramienta para no perderse, cuando quizá es lo contrario: una invitación al extravío consciente, donde la investigación no consiste en definir una serie de conceptos para tener una falsa sensación de conocimiento, sino en emprender una búsqueda personal profunda donde se desdibujan los límites que habitualmente separan el arte de la vida cotidiana, la danza del teatro, la belleza de la fealdad o lo significativo de lo banal. Mary Overlie, la persona que ideó esta brújula paradójica que te invita a explorar nuevos territorios mientras te pierdes lejos de lo ya establecido, ha muerto y hoy escribo con una extraña sensación de desorientación. Como tratando de encontrarme sin haberme perdido o con la sensación de estar perdido aun sabiendo dónde me encuentro.

 

Supe que Mary estaba enferma hace exactamente un año, en un laboratorio organizado en Alicante por Vértico donde, en una atmósfera de máxima confianza y cercanía, coincidimos doce personas de diferentes procedencias artísticas y geográficas para explorar activamente los Viewpoints guiados por su creadora.

Era el último día del laboratorio. En medio de un descanso, en una de esas conversaciones que se cobijan en las esquinas, por razones que ahora no interesan, me contaron algo que pocas personas sabían: Mary tenía un cáncer terminal cuyo pronóstico era tan funesto que, para incredulidad de los médicos, la paciente ya había superado en meses el tiempo de vida que le habían asignado. Al escuchar la noticia me quedé blanco e inmóvil, como la pared de aquella esquina. No podía encajar que aquel ser genial y juguetón tenía un certificado de defunción dentro de sí que, desafiando todos los vaticinios científicos, había ido aplazando a golpe de sonrisa y de una actitud vital abrumadora.

Acabado el descanso, nos volvimos a juntar en la sala de trabajo donde Mary, vestida con una camisa de flores muy colorida, comenzó a hablarnos. Mi mente seguía en blanco e inmóvil, se había quedado en aquella maldita esquina, pero saliendo a flote de alguna manera de aquel shock emocional, de las explicaciones de Mary pude entender que lo que a continuación íbamos a hacer era una última improvisación conjunta y que ella no tenía nada más que transmitirnos, que sabíamos lo suficiente para acometer una creación improvisada en grupo sin más consideraciones. Así que dejó de hablar y se fue, dejándonos solos. Después de recibir la noticia sobre su estado de salud, era imposible para mí no entender lo que acababa de suceder con un vuelo metafórico: yo, Mary, me voy y aquí os dejo mi legado para que lo hagáis vuestro.

Creo que en cierto modo todo el grupo entendió la transcendencia del momento a juzgar por el largo silencio que se instauró después. Pero, tras un rato donde uno percibe que el tiempo se condensa hasta casi poder tocarlo, poco a poco, las personas empezamos a entrar en el espacio y a improvisar, diluyendo la densidad del aire a través del juego escénico.

La sorpresa vino después cuando, inmersos por completo en la improvisación, apareció Mary Overlie por la misma puerta por la que se había ido, esta vez vestida en chándal y, con la naturalidad que le caracterizaba, se puso a improvisar con nosotros. Mary, que siempre había guiado las sesiones observando y haciendo indicaciones desde fuera, había cambiado su camisa de flores por un chándal negro y de repente era una más de nosotros, alguien ávido por jugar y crear en una expresión artística que diluye la danza en teatro, y viceversa.

Mary solía hablar frecuentemente de dos ideas esenciales en relación con su trabajo que siempre me han parecido difíciles de ser trasladadas a la práctica: la horizontalidad y el anarquismo original. Son dos conceptos particularmente escurridizos, quizá porque tienen un aroma más filosófico que técnico, de esos que uno nunca está convencido de haber entendido por completo, pero en aquel instante se plasmaban con rotundidad en su vertiente más cotidiana y humana: la maestra estaba con nosotros improvisando de igual a igual, diluyendo toda jerarquía, ofreciendo en silencio a cada uno un espacio de creación sin necesidad de reclamarlo y creando una atmósfera donde cada uno se sentía capaz sin necesidad de aprobaciones externas. La recuerdo hoy improvisando con su inseparable alegría y me da la sensación de que su danza era una forma de liberar su espíritu ácrata en aquel pequeño rincón de Alicante, de pisotear todo canon de belleza preestablecido, los informes médicos y sus oscuros augurios, y ese mundo autoproclamado cultural que durante años despreció sistemáticamente su investigación y su trabajo.

Escribo con miedo a hacer grandilocuente lo que es quizá sólo una anécdota, a que algo de mí se cuele en lo que no debería tener firma ni dueño, a que lo que entiendo como una apertura se confunda con exhibicionismo. Es el miedo que me ha impedido escribir sobre Mary desde que conocí su muerte. El mismo que ha mantenido durante dos meses esta página en blanco hasta hoy. La diferencia es que hoy encuentro un verso de la poetisa Dulce María Loinaz que dice “en cada grano de arena hay un derrumbamiento de montaña” y, quizá porque construyo de este verso una excusa, no puedo evitar vislumbrar la visión artística y vital que esconde esa aparente mínima vivencia, o en palabras de María Loinaz: no puedo evitar imaginar la montaña de la que proviene ese pequeño grano de arena.

Así que, haciendo más caso a María Loinaz que a mis miedos, continúo este intento de adivinar retazos de una ideología detrás de ese momento puntual, de esbozar parte del pensamiento de Mary a partir de una acción seguramente cotidiana para ella.

Vuelvo a aquel momento, a Mary, su chándal, su cuerpo moldeado por los años bajo su sonrisa de niña, sigo la estela que me deja su memoria… y encuentro ahí el aroma de un arte que transciende los lugares que habitualmente se le asignan, aquél que encuentra su sentido en coordenadas no definidas:

Un arte cuya esencia sólo se revela cuando el proceso se nutre de la materia emocional que se vuelca en un resultado, y el resultado es, a su vez, un proceso nunca acabado.

Un arte que se percibe pulcro cuando aquello que haces tiene una onda expansiva íntima, circunscrita al intercambio entre las pieles de las personas, y cuya huella no puede rastrear ninguna aplicación virtual.

Un arte que mantiene su pálpito cuando los focos que dicen que es tu momento ya no se encienden.

Un arte que continúa siendo significativo cuando el virtuosismo ya no es capaz de maquillar tus carencias.

Un arte, en definitiva, que se expresa en lo que haces hoy sabiendo que quizá mañana ya no puedas.

Mary tenía una montaña de la que atesoro un grano de arena y hoy imagino que me pierdo en ella con su brújula que juega a las paradojas.

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