Y no es coña

No lo tengo claro

Ni un segundo de duda retrata un pensamiento acerado, inflexible, inmóvil, que advierte de una actitud totalitaria. O al menos de una actitud intransigente. Los que tenemos la prerrogativa de opinar, analizar o destripar los trabajos de los demás, las políticas, o su ausencia, de los gobiernos, tendemos a adoptar una postura monolítica sobre cuestiones variables y que no pueden atraparse en el tiempo en un axioma o en un análisis coyuntural que la propia esencia del desarrollo y la evolución van transformando hasta convertirse en nuevos paradigmas cuestiones que se creían desechadas, obsoletas o simplemente arrumbadas por las modas.

Partir desde un impreciso no lo tengo claro debería ser un lugar obligado de arranque de cualquier argumentario en el que se juzgue trabajos que sean fronterizos con esquemas anteriores o que reproduzcan de manera inconsciente postulados que viene de muy lejos, aunque la actual propaganda lo convierta en el más desorbitado prestigio de vanguardia. Pongamos que hablo de lo fragmentario o, para mayor abundamiento, la auto ficción, convertida en una verbena costumbrista, en una pista de frenada de los descensos hacia la nadería ya que existen seres humanos que creen que su vida o la de su abuela es importante, aunque no pase de ser una vida accidentada, como miles de millones de vidas accidentadas y que si se cuentan de manera lineal, no es otra cosa que un ejercicio de autoafirmación, autoayuda y no aporta mucho a nadie más, que a su entrono. 

Probablemente la literatura del yo, la dramaturgia del yo viene de muy lejos, pero para que hayan transcurrido años, décadas o siglos y podamos sentirla próxima, se debe a su calidad, a su estructura, a que transmite un idea del mundo, una metáfora con la que podamos construir una alternativa a lo cotidiano. El yo es una plataforma, un disfraz, un recurso, una técnica de expresión, no un destino de principio al final que soluciona todos los problemas comunicativos. Quienes escribimos con asiduidad, sabemos que la inspiración, los argumentos, las figuras que utilizamos para expresarnos vienen de algún lugar de nuestra memoria, de nuestras experiencias, de nuestros traumas, conflictos internos, familiares, de la vida que nos ha hecho comprender situaciones o la imposibilidad de asumir ciertas situaciones. Pero viniendo de nosotros, no es el yo el que prevalece, sino que se diluye en una narración que busca una mayor amplitud de conexiones con los demás, con los otros, con los que te leen, los que ven, los que te escuchan.

Saltando a otras cuestiones, quienes acudimos cada día, repito, cada día a ver espectáculos de artes escénicas, allá dónde estemos y sea posible, empezamos a tener una idea confusa de la asistencia de los públicos en esta primavera exuberante y ayer domingo tuve una muestra concreta. Yo asistí en un teatro público a ver una obra que tenía cerca de medio aforo ocupado, mientras en otra sala del mismo edificio estaba repleto. La diferencia más obvia es que en la sala llena había cabeceras de cartel, famosos del audiovisual. Y eso es un reclamo previo, más allá de la bondad del espectáculo que se ofrezca con su presencia. Y esta circunstancia, que se puede comprobar de manera fehaciente y constante, nos coloca, de nuevo en la valoración de las obras de teatro por fenómenos que escapan a un criterio estrictamente artístico, cultural, filosófico. La taquilla debe ser un factor importante, por lo que significa de manera indirecta, la relación con la ciudadanía, pero se podría dar la vuelta a este concepto, para lo que sería necesario hacer una campaña para que los políticos sin formación, los cargos públicos sin ideas, los directores generales, las personas a las que les entregan un castillo en forma de edificio con varias salas de exhibición de espectáculos, se dedicaran a transmitir a la sociedad otros mensajes menos mercantiles, más culturales, más socialmente inclusivos. 

No lo tengo claro si esto es posible, si está ya la Historia condenando al futuro de nuestro teatro, danza, música y conciudadanas, pero insistiremos desde la duda. Es bueno tener las salas llenas. Pero mejor es tener las salas con espectadoras exigentes, rigurosas que obliguen a los programadores a ofrecer algo más que lo que le mercado proporciona. Y eso, perdonen la insistencia, se debe hacer desde otra organización general de los recursos económicos, de personal, cambiar lo que parece estar ya acabado y empezar a pensar en otras posibilidades. 

Y una sospecha. De repente el ministro al que no le gustó ser ministro de Cultura, aparece con su amigo y director del INAEM visitando las compañías de danza en su lugar de ensayos en Madrid. Un acto de propaganda. Pero, no lo tengo claro, si se trata de un posado para apoyar a la danza, o para que se le vea mucho antes de convertirse en candidato a la alcaldía de Barcelona. Todo es posible.

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