Puente de Brooklyn

Nunca pensé

Cuando llegué aquí nunca pensé en la nieve, no se produjeron en mi cerebro las conexiones necesarias para hacerme pensar que un día la nieve cubriría por completo los coches, taparía los tejados o caería de manera perfecta y cautelosa sobre los toldos de los puestos vintage de Coney Island en un frío invierno como éste.

Nunca pensé que tendría que pagar un alquiler astronómico por un cuchitril con una sola ventana, a través de la cual ver la luz justo antes de cerrar la puerta para salir cada mañana. Meterte al metro de la Gran Manzana, que podría ser un coco. Si, si… un gran coco tropical o una chirimoya, esa fruta de invierno que me hace pensar en el pueblo de mi madre, donde los niños nacían en las casas-cueva en pequeños pueblos de Granada. Una jugosa granada que explotará en la distancia para quizás hacerme volver.

Nunca pensé en la soledad que cae pesada y cierta como la nieve y las múltiples formas que adquiere durante el largo invierno neoyorkino: helada, que cuaja mojada, que cuaja y se congela, que cae congelada, que se escarcha al tocar el suelo, que se moja al caer, que se hiela ipso facto, que no cae por que es agua…en definitiva, toda una amalgama de posibilidades: como el teatro.

Algo vivo que te ofrece un abanico infinito para crear, estés allá donde estés y tengas lo que tengas. Que te reta a buscar lo inesperado, pero que cuando llega se siente como algo normal. Como esas cosas que sabes que están, pero que no están hasta que no las ves, hasta que se manifiestan.

Nunca pensé en actuar en Brooklyn a los seis días de llegar aquí. Actuar con una máscara que construiría en apenas unas horas, cosida y pegada a otras dos máscaras baratas, de esas del todo a cien, o como dicen aquí, de esas de la tienda de noventa y nueve céntimos. Esa máscara casera de perro combinaría perfectamente con otra de cerdo y crearía un personaje con máscara de conejo inquietante, a lo David Lynch; improvisada en unos días, me haría plantarme delante de un público en un teatro Off-Off Broadway, situado en uno de los barrios más caros de Brooklyn: Dumbo.

Acabas de llegar, te invitan por que intuyen tu energía chispeante, y ¿tú qué haces? ¿pensar en la nieve que está por venir? No!, te tiras a la piscina sin mirar ni pensar. Bueno, en algo si piensas.

En ese momento mágico de soledad ante el público, con una maleta que lleva una flecha dibujada con tiza, un símbolo que nace de tu mundo interior, que te ha acompañado hasta ahora y que decides compartirlo y hacerlo universal. No cae nieve en el escenario por que la producción no da para más. Ha sido un “aquí te pillo, aquí te mato”, pero caen ideas nuevas y las usas echando mano en directo de tu pócima infalible: escuchar al público.

Suena de fondo una canción de una película de Fellini. Y en la búsqueda de la provocación, el conejo, que se hace llamar Freddy Malaboca, y que lleva una camisa rosa pálido y unos pantalones azul claro, simula una masturbación después de pedir al público, micrófono en mano, que le insulte incesantemente hasta llegar al orgasmo. Un grupo de chicas gordas vestidas de comunión multicolor, y que beben vodka con refrescos, tiran cosas al escenario y gritan de manera irreverente.

En ese momento entiendes como actor que todo se ha deformado. Pero lo agradeces, por que haber cambiado la escenografía, la localización, el vestuario, y hasta tu nombre artístico, hace cambiar el significado de lo que aprecias y descubrirlo nuevamente.

Pero todo es pasajero, temporal y efímero. Aquello fue un conejo con una maleta, un pequeño número dentro de un show de cabaret-burlesque, compartiendo escenario con una contorsionista rusa, unas bailarinas que tocaban la tuba y un maestro de ceremonias con chaqueta militar pero sin nada debajo.

No entiendes de forma racional cómo has ido a parar allí , pero algo te hace confiar y decides que debes ser consecuente con lo que te has propuesto . Y un día , al cabo de los meses , en la loca ciudad y el barrio de ‘hipsters’ donde has decidido afincarte de forma indefinida, hasta que la granada de tu guerra interior, cargada con nostalgia explote y te haga volver, logras algo inesperado que llega a ti sin esfuerzo.

Nunca pensé que asistiría a unos ensayos privados con el Wooster Group, compañía que descubrí en mi primer Festival de Edimburgo, y me hizo entender que el teatro se trataba de inventar lo inesperado. O conocer a Robert Lepage, a través de unas clases en el Metropolitan Opera de Nueva York y acabar haciendo varias practicas teatrales con su compañía Ex_Machina, en la ciudad de Quebec, en Canadá; y otras tantas que han ido sucediéndome desde que llegué aquí.

Por cierto, allí arriba en Quebec sí que hace frío. Y nieve hay mucha, pero mucha, mucha nieve.

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