El factor indefinible

Perturbación y desconcierto

Las palabras “perturbación” y “desconcierto” podrían reflejar, en buena medida, algunos de los aspectos más esenciales del ser humano contemporáneo. La relación que mantienen estos dos conceptos y su enorme presencia, hoy, afectan a una buena parte de la sociedad tan politizada en la que vivimos. Es posible comprobarlo en muchas sesiones del parlamento, en los debates de televisión, en cualquier momento cotidiano de nuestra vida. 

Estos dos conceptos aparecen en escena porque el sentimiento de hastío de las sociedades contemporáneas y la sensación de peligro inminente de las pandemias actuales provocan reacciones de una intensa crueldad y desesperación. Me pregunto si, en estos tiempos de muerte y desolación, también de resiliencia, alguien como Gilgamesh seguiría buscando la inmortalidad o si el príncipe Siddharta preferiría hacerse un “selfie” o echar una partida a un videojuego a encontrar la iluminación. 

Trastornar el orden establecido en la escena mundial o en la escena teatral, perder el juicio, generar inquietud, impedir el orden del discurso… todo ello lo refleja la perturbación. Recibimos tanta información, o tanta desinformación, que vamos siendo capaces de comprender mejor la realidad fragmentada que si estuviera bien organizada. La perturbación vista desde dentro crea, precisamente, discursos breves y profundas sensaciones poéticas. Y ¿qué sucede cuando perturbamos la imaginación? ¿La imaginación necesita ser perturbada? ¿La vencemos? ¿La ampliamos? ¿Ampliamos, acaso, nuestra libertad, nuestra visión “conmovedora”? ¿Ampliamos la visión del espectador? Crear desde la perturbación es hacerlo con dolor. El dolor de verdad inspira, sí, pero también es como hacerle una visita a la muerte. Por su parte, el desconcierto refleja la desorientación, la perplejidad, el desorden, la descomposición de nuestro tiempo. Llegados a este punto, recuerdo aquellas palabras de Sócrates a Simmias en el diálogo “Fedón”, de Platón: “Los que de verdad filosofan, Simmias, se ejercitan en morir, y el estar muertos es para estos individuos mínimamente terrible. […] todo lo que vive nace de lo que ha muerto […] en realidad se da el revivir y los vivientes nacen de los muertos y las almas de los muertos perviven”

La historia del teatro nos ha brindado decisivos momentos de gran perturbación y desconcierto, sobre todo desde el “Grand Guignol” pasando por el “teatro de la crueldad” de Artaud hasta llegar al “teatro de la muerte” de Kantor o al “teatro butoh”, por citar algunos modelos del siglo pasado que aún permanecen vigentes. Todos dialogan con la pérdida de muy diversa forma y consiguen generar en el espectador instantes únicos. La perturbación provoca el desconcierto, es verdad, pero también genera conciencia del fin. Al mismo tiempo, la perturbación es una reacción, un estado, como el desconcierto; son parte del “estado colectivo” de perplejidad que afecta a nuestra sociedad contemporánea. Si el teatro actual deseara mostrar con honestidad la época en la que vive, debería contener, de manera bien visible, al menos, estos dos conceptos esenciales y revisar los modelos citados.

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