Entrevistas

Santiago Martín Bermúdez: «¿Qué hacemos aquí hablando de teatro y de las cositas que yo escribo?»

Carlos Gil Zamora entrevista Santiago Martín Bermúdez (Madrid, Lavapiés, 1947), dramaturgo, narrador, traductor, ensayista de música y ópera que será nombrado Socio de Honor en la 22ª edición del Salón Internacional del Libro Teatral que organiza la AAT.

PREGUNTA.- ¿Cuál fue el primer pálpito que te acercó al teatro?

RESPUESTA.- Curiosamente, siempre tuve el teatro al alcance. Cuando era muy pequeño, unos cinco años, acompañaba a mis padres y mis parientes al teatro, me llevaban sin problemas de edad, y me acostumbré a ver revistas. “Aquí no hay piernas, vámonos”, parece ser que dije una vez, a los cinco o seis años, y esa anécdota se ha repetido tanto en la familia que hasta veo el decorado de la comedia que provocó mi comentario: una  buhardilla que daba sobre los tejados de Madrid. No eran los vistosos modelos de las coristas, ni había canto, ni música. Tenía una vecina muy querida, que era como mi tía, y había sido nada menos que vedette de revista. Ay, la Manola, qué persona tan singular y tan querida. Por ella y su marido, un regidor maestro de regidores, conseguía entradas gratuitas, no me podía costear otra cosa. Pero el teatro me llegó a mayor velocidad a los quince años, cuando empecé a trabajar y tuve algo de dinero (muy poco, aquello eran salaros de miseria, y se vivía en una miseria veces llevadera).

P.- Entonces, tú trabajas desde muy joven.

R.- Sí. Empiezo a trabajar en diciembre de 1962, como botones, y me jubilo cincuenta y cinco años después, a los setenta años, con otra categoría muy distinta. Los estudios, el teatro, la escritura, la música, la cultura, todo eso viene después de 1962. Trabajar pronto tiene desventajas, porque las horas que dedicas a un trabajo alienante no las dedicas a cosas creativas. Qué risa me da decirlo así. Ahora bien, trabajar pronto tiene una ventaja: que conoces la realidad a edad muy temprana. La realidad, eso de fichar todos los días, cumplir una jornada, aguantar algún tirano (he tenido pocos, esa es la verdad, pero al principio sufrí un monstruo insuperable), llevar los niños al colegio, qué sé yo. La realidad es eso que no le gusta a nadie y que, a cambio, te impide enloquecer. Esta idea se la debo a José Luis García Sánchez, aunque él lo explicaba de otro modo y se refería a gente muy concreta de la profesión que, con el tiempo, o se hizo de un partido que te coloca en alguna administración local, la antigua comisión de festejos que ahora se llama cultura; o simplemente enloqueces al no aceptar eso que se llama realidad. Mis trabajos me los busqué yo, no fui a ningún partido ni a ningún grupo de presión, y la realidad la tuve ante mí desde mis quince años. Me rozó algún partido, pero nada más, tanto en el franquismo como en las primeras etapas democráticas. Por cuestiones de trabajo, estuve cerca del poder en varias ocasiones, pero nunca dentro de él ni nunca me proporcionó ventajas. Al contrario, destinos míos como el que cumplí en el INAEM no me favorecieron en absoluto, sino al contrario. Pero eso es la realidad. Y no creas que estoy saturado de realidad. La realidad siempre te da sorpresas. Por ejemplo, conocer a algunas personas excelentes incluso en el INAEM; y gente que he conocido en los últimos tiempos. Sorpresas te da la vida.

P.- ¿Cómo fue posible desarrollar en pleno franquismo un teatro tan marcadamente político y con autores de primer nivel?

R.- Recuerda que en los años sesenta la revista Primer Acto era una referencia importante, y se bandeaba en ese terreno de lo político como buena o malamente podía. Ay, lo que aprendí en sus páginas. Primer Acto costaba 25 pesetas, un dineral para mí. Pero un día decidí comprar el número de ese mes, con la obra Diálogos de la herejía, de Gómez Arcos, al que le habían robado el premio Lope de Vega. Desde entonces, no dejé de adquirirla, aunque tuviera que sacarlo de otros gastos. Aquella lectura me resultaba emocionante, formativa, se me abría todo un mundo, imagina a aquel chaval de dieciséis años, expectante ante el próximo número de Primer Acto, como hoy lo están muchos ante el nuevo modelo de teléfono móvil. Es difícil de explicar y comprender eso en una época como la nuestra, en la que hay acceso a tantos medios y hay libertad de expresión. Se dio teatro político con el franquismo tardío, y siempre con disfraz o disimulo, y no es que se engañara a la censura, es que ésta tenía más manga ancha. O bien eran obras extranjeras. Dürrenmatt, por ejemplo, al que trajo Tamayo en los cincuenta (La visita de la vieja dama, creo). Sucedió algo muy curioso a principios de los sesenta. Se iba a estrenar una obra de Dürrenmatt o de Max Frisch, no recuerdo. El traductor había firmado al pie de un manifiesto contra la represión en Asturias y el Ministerio de información y turismo canceló la representación justo el día del ensayo general. Así es como lo he sabido, pueden corregirme. No era la obra, no era el autor, era la circunstancia de las huelgas de la minería asturiana y la represión del régimen contra los mineros, que de repente golpeaban un estreno. El caso de Buero Vallejo es muy curioso. La izquierda no quiso saber nada de este dramaturgo de éxito que había sido condenado a muerte, nunca había vestido camisa azul o boina roja para convertirse en lo que era: lo era de antes. Lo solía montar gente de derechas, aunque no declaradamente franquistas. Hacía un teatro que llamaba al público por su fuerza y su arte, eso es todo.

P.- ¿En qué momento aquel muchacho de la calle Tribulete de Lavapiés, decide hacerse dramaturgo?

R.- Tribulete, sí. Mi barrio, Lavapiés. Por cierto, nací a unos pasos de la sala Valle Inclán, el cine Olimpia entonces, uno de los cines a los que iba constantemente con mis amigos a ver programas dobles: por ejemplo, una de Lola Flores y otra de propaganda gringa contra la guerrilla de aquí o de allá, o un western sobre lo malos que eran los indios; además del correspondiente NODO con Franco siempre presente.

Allí viví unos veinticuatro años. Cuando empecé a ir al teatro ya era todo un lector. Es lo que sigo siendo, sobre todo, un lector. Quien te diga que primero es escritor y luego es lector… no confíes en él (o ella). Y me gustaba leer los clásicos. Con mi primer dinerito, y vendiendo mis colecciones de tebeos (ay) compré el tomo de Aguilar de las Obras de Cervantes, y algo después el primero de Lope. Mis padres me habían comprado antes el tomo de Shakespeare por haber aprobado el bachillerato elemental, que era lo que se aprobaba a los catorce años si no te habían dirigido por la vía muerta de la enseñanza que se paraba a esa edad, cuando ya podías ingresar legalmente en el mundo laboral. Pese al medio limitado en que vivían, mis padres tuvieron  la lucidez de mandarme al instituto de San Isidro (donde, por cierto, vi varias funciones teatrales inolvidables para mí) para hacer el ingreso, mientras la mayor parte de mis vecinos se quedaban en aquella vía muerta que, en rigor, negaba el paso a un superior nivel de educación. Ya había clases dentro de las clases inferiores. Tras la reválida de bachillerato elemental,  no seguí estudiando, pasé a trabajar y a aprender cosas de secretariado, contabilidad (qué horror), mecanografía (que me ha sido siempre muy útil, escribo a una velocidad endiablada), idiomas (eso, sí).  Mientras, trabajo, estudio y estudio, escribo mis primeras piezas, ingenuas y alto tontas tal vez, paso como actor y cooperativista por el teatro independiente ya con casi veinte años, llego a Los Goliardos, no sé si les suena a alguien que tenga menos de cincuenta, pero lo dejé, no sé si por cobardía o porque me doy cuenta de que me puedo pasar la vida dependiendo, como dice el bolero, “de los caprichos de tu corazón” (el de un director).  Por entonces, hice bachillerato superior y Preu, con retraso por edad, claro. Y fue Angel Facio, director de Los Goliardos, quien me convenció de que, dadas las cosas que me interesaban, estudiara Ciencias Políticas, no Filosofía y Letras, como yo pretendía entonces. Estudié la carrera con verdadero entusiasmo, mientras trabajaba; iba al turno de tarde. Entusiasmo, pese a ciertas asignaturas desagradables, pero con algunos profesores sensacionales, con catedráticos como don Luis Díez del Corral y José Antonio Maravall, nada menos; con Antonio Elorza, con José Álvarez Junco, con Mari Carmen Iglesias, con José Ramón Torregrosa, José María Maravall, qué sé yo, muchos más. En pleno franquismo, no hay que olvidarlo, incluso recibí clases de Antoni Jutglar, desterrado en ese momento a Madrid. Eso sí, te diré que, en efecto, me interesa mucho la política, pero no practicarla en un partido. Es mejor equivocarse uno solo, fuera de un partido, que verte obligado a la consigna.

P.- Has dicho en varias ocasiones que eres un autor tardío. Explica un poco qué quiere decir eso en tu caso.

R.- Cuestión de madurez, aunque no solo. Con el tiempo me convierto en un dramaturgo y un narrador; también en traductor. Pero dejé de escribir teatro a los veinte años, o menos; nunca traté de colocar ninguna de aquellas piezas, siempre las consideré tanteos, y algunas eran imposibles en aquella época, eran panfletos, incluso me negué a que montaran cierto monólogo mío, muy esquemático y muy inmaduro. Todas esas obras están desaparecidas, felizmente, qué vergüenza. Vuelvo a escribir a los cuarenta, desarrollé un proyecto que me acosaba hacía tiempo, la que sería Carmencita revisited. Ahí es donde realmente me hago dramaturgo y ya con una de mis marcas de fábrica: obra amplia, de unas tres horas; no tanto personajes como tipos humanos y políticos; una metáfora realmente política; un código: alejarse del pathos, defraudarlo, tono de comedia, que a algún imbécil le ha hecho escribir lo que yo mismo decía, con ironía: escribo como López Rubio y Oscar Wilde. Claro que me gusta López Rubio, pero caramba, tío, que no te enteras y vas de consejero áulico teatral, o quién sabe si de inquisidor: éste, sí; éste, no. Aquellas primeras obras del joven Santiago son una buena lección para el Santiago ya crecidito: lo que no hay que hacer. Llegué a ser dramaturgo en una época muy especial de mi vida, cuando fui destinado a Orquesta  y Coro nacionales de España, un año y pico de mi vida que en parte fue tortura y en parte aprendizaje acelerado. Ya habíamos fundado Scherzo, revista de música y ópera. Ya era un melómano, ya escribía sobre música. Mi paso por Orquesta y Coro lo considero un fracaso personal (tengo varios) en el que bregué con el adversario y con el fuego amigo. ¿Quién se va a imaginar que te mandan a cubrir una misión peligrosa y lo primero que sientes es que la gerencia del instituto dispara contra tu propia trinchera? Pues bien, de ahí pasé al INAEM, dada mi incompetencia, y entonces es cuando, de manera inesperada, me dan (por Carmencita) el accésit del premio Lope de Vega, que había sido declarado desierto durante años y años, y ese año también, excepto mi accésit. Sería una buena historia averiguar por qué, siendo director del Teatro Español alguien importante de la escena, se deje desierto ese premio durante más de una década (creo que no me equivoco), acaso era una manera de demostrar el eslogan favorito de entonces: “no hay autores”. Un miembro del jurado me dijo, cuando me conoció, que la obra no había recibido el premio principal porque no cumplía una de las cláusulas, la de la obligatoria “duración normal de un espectáculo” en nuestro país.

P.- Entonces, ¿el accésit te llega estando en el INAEM?

R.- Sí, y me sorprendió muchísimo. Gratamente, claro, pero con bastante estupor. Nadie me conocía en aquel jurado, y era con plica. Es decir, me hago dramaturgo cuando estoy en el INAEM, que es uno de los puntos en que se podía observar el descrédito del teatro y el desprecio al dramaturgo, personal en algunos casos, mas también institucional, y no me  pidas detalles. Es la época en que desde algún diario ilustrado y de calidad se pone como crítico a un fracasado que había perdido todos los trenes, y que azotaba como a delincuentes a los dramaturgos y, en general, a todo el que pisara un escenario; salvo si era allegado o respetado por él  en virtud de causas ajenas a lo artístico. Pero sus reseñas venenosas se leían, y muchos reían la maldad en contra del colega, y se dolían cuando les tocaba a ellos. Es una época en la que los innumerables espontáneos que acuden a las letras sin tener porqué ya no escriben tanto una comedia como una novela. Escribir una mala obra de teatro es muy fácil, escribir una mala novela lleva tiempo. Pero el teatro ya gozaba entonces de un considerable desprestigio (transcríbelo bien, por favor; lo dije una vez, y me pusieron “considerable prestigio”). Es decir, me meto a dramaturgo sabiendo dónde me meto. Como funcionario de un cuerpo superior, pude marcharme a otros destinos administrativos cuando mi vida en el INAEM se hacía difícil, por decirlo finamente.

P.- Llegas a la ópera de manera orgánica, pero te conviertes en un especialista, en un libretista, fundas y diriges la revista Scherzo, cuéntanos esa convivencia con ese complejo mundo donde las producciones son de un coste desorbitado y tu vocación irrenunciable de dramaturgo de textos viables para la escena.

 R.- Si lo miro con perspectiva, lo de la ópera vino por sus pasos contados. Con cierta lentitud, pero llegó porque tenía que llegar. Sí, llegó una vez que, con mi turbio y juvenil pasado teatral en Goliardos y otras guaridas, me convertí en un melómano, incluso fui a clases de piano ya crecidito, pero el piano exige de ti cada vez más horas,  no era compatible con mi vida de trabajo y estudio. El melómano conoció a alguien que ha sido importante en subida, Angel Mayo, que me introdujo en la revista Ritmo, de la que era subdirector; allí empecé a escribir, inseguro y atemorizado ante lo mucho que sabían todos aquellos que colaboraban allí. Me sentí impostor y aprendiz. Me faltaban muchos años para leer un librito muy recomendable, Le sentiment d’imposture, de Belinda Connone, que recomiendo a todo el mundo: excepto a los que viven de la impostura, pues podría alterarles el negocio por la mala conciencia (al menos, a los que tengan conciencia).

Me guiaron bien personas como Arturo Reverter, Enrique Pérez Adrián (son dos de los nueve fundadores de Scherzo) y, en especial, José Luis Pérez de Arteaga, una cabeza privilegiada, y que conste que los otros dos no son mancos. José Luis se nos fue hace más de cinco años, y eso fue algo más que lamentable. Para mí, fue una guía fundamental y muy buen amigo. Era tres años más joven que yo, y le decía aquello de Valle en Luces de bohemia: “si menor en años, mayor en prez”. Risas, claro.

En 1985 nueve locos fundamos Scherzo, y ahora cumplimos treinta y seis años, aunque lamentablemente algunos murieron. Es muy difícil permanecer en un medio así, una revista como ésa, que no reparte beneficios jamás (no los hay), que es tan exigente y rigurosa, que además tiene nómina, no tiene esclavos. Espero que podamos cumplir los treinta y siete. Pronto empecé a dedicarme a unas escuelas concretas, como la música rusa y la música checa, como Bartók, con mi especial interés por lo que llamo el avispero de Europa Central; es decir, miré con ojos políticos y no solo musicales. O la música francesa alrededor de Debussy y Ravel, antes y después. La música de todo el siglo XX; ahí me formé, primero, en los grandes nombres de la primera mitad del siglo: la Escuela de Viena (Schoenberg, Webern, Berg), Béla Bartók, Igor Stravinski. Mi manía con Stravinski (no diré especialización) me llevó a escribir dos libros sobre este compositor; primero, uno breve, en 1986. Después, uno de más 500 páginas, que se publicó en 2001 (Península). Empecé a enamorarme de la música de Janáček, compositor checo cuyas óperas son el centro de mi libro El siglo de Jenůfa. Las óperas que cambiaron todo, de 2016, un libro de mil páginas sobre la ópera de la primera mitad del siglo XX. Tardé algo en empezar a entender la impostura e incuso la codicia de la generación de la vanguardia de posguerra, al margen de que esta generación diera algunas obras importantes, si bien su ejemplo ha sido nefasto. No es el momento de verlo ahora.

Lo cierto es que, si mezclo mi interés teatral con la música, la llegada a la ópera es inevitable. Al principio, lo veía como se veía todo entonces: la ópera es un género súper burgués, qué asco. Pero la propia ópera, sin necesidad de que nadie me forzara, fue la que me sedujo. ¿Cómo no te va a seducir Mozart con Don Giovanni o Musorgski con Borís Godunov, o Wagner con Tristán, o Verdi con… con cualquiera de sus veintiocho óperas, unas mejores que otras? Entonces no teníamos cientos de óperas a mano, como hoy día, en la red; pero había muchos discos, muchas referencias, y con el tiempo el repertorio se iba enriqueciendo. Los amigos nos prestábamos los discos, y algunos hasta los traían de Londres. De una de las óperas a las que más tiempo he dedicado, Pelléas et Mélisande, de Debussy, tenía una gran cantidad de ejemplares en formato CD e incluso LP. Hoy… incontables, como de otras óperas y otras obras musicales. Me invitaron a dar conferencias personas como el entrañable,  muy culto y aun así sabio, Santiago Salaverri, que acaba de dejarnos, un ser extraordinario. Y he dado conferencias en muchas partes, tanto en el Real como en el Liceu, y más foros. Por cierto, ¿sabías que mi pieza Dalila y los virtuosos se leyó en semimontado en la sala Gayarre del Teatro Real, dirigida por Denis Rafter? Sorpresa. Seis personajes, cantantes de ópera, gente así.

Así, la ópera del siglo XX, con mis amores especiales (Debussy y Mélisande, Berg y Lulu más Wozzeck, Janáček con Jenůfa, Katia y la zorrita Bystrouska, Richard Strauss y Elektra, el Barbazul de Bartók…), forma parte de mi imaginario, y es muy posible –no lo sé- que influya de algún modo sutil en mi narrativa y en mis piezas teatrales. En mi novela Canciones del teatro oscuro hay mucha música, pero no es ópera ni clásica, es la copla; toda la novela está impregnada de coplas, y el protagonista es un pianista, pero de jazz. No sé, es posible que solo haya dos tipos de música, la buena y la mala, y que coplas, boleros, tangos, blues, todo eso, formen un continuo con lo que llamamos clásica. Es otra cosa y otra manera, pero hay una continuidad. No digo identidad, insisto en lo de continuidad. Hace poco escribía sobre el pianista Alexandre Tharaud y destacaba un disco suyo que era un homenaje a la cantante francesa Barbara: un montón de colaboradores homenajeaban a Barbara, con Tharaud en el centro. Paréntesis: Tharaud vendrá a nuestro ciclo (el de la Fundación Scherzo) el año que viene. Barbara es una de mis voces francesas favoritas en ese tipo de canción popular, junto con Brassens, Edith Piaf o Jacques Brel. Todos muertos, me dirán. Bueno, verás, fueron mis mayores. En ópera he descubierto un importante sentido de la dramaturgia. La dramaturgia es la música, el libreto es un apoyo; a veces es un estorbo, pero hay grandes libretistas en la historia, como Felice Romani o Hugo von Hofmannsthal, por no hablar de Scribe, Barbier, Carré, Cammarano, qué sé yo. He insistido en la dramaturgia de la música en varias series de programas para Radio Clásica; una de esas series se titulaba, precisamente, Dramaturgia de la ópera, pero hay más. He escrito cuatro libretos, y ahora me proponen otro, ya veremos. Uno de ellos en francés, alrededor de la figura de Nadia Boulanger, maestra de compositores e instrumentistas. La ha compuesto, y ahora la está orquestando, el compositor Antoni Parera Fons. Tenía que ser en francés, no puedes hacer cantar a Nadia en inglés, en castellano o en catalán. Ahora que está tan encendido el debate sobre si España ha de pedir perdón por la conquista de México, te diré que en 2015 terminé por encargo, como siempre, un libreto para la compositora mexicana Gabriela Ortiz, que en este momento la compone. Se titula Yanga. Yanga fue un cimarrón, un rebelde de raza negra que trajo en jaque a la autoridad del virreinato. Es sabido que España no dominó nunca la mayor parte de los territorios que se adjudicó, tanto en México como en el resto del continente, y con excepción tal vez de las islas del Caribe. Poco se sabe de Gaspar Yanga, pero hemos llevado a cabo una rescate con mucha documentación (en una obra literaria o dramática, documentación es eso que no tiene que notarse y en lo que jamás debes insistir, pero que está latente) y una dimensión poética en la que cabe lo irracional, lo mágico. Es una visión de la colonia, del virreinato, entre finales del siglo XVI y comienzos del XVII. Sin concesiones y, desde luego, sin tesis.

Hice dos libretos para mi amigo Paco Cano, Solimán y la reina de los pequeños, ópera infantil que se ha puesto dos veces, en Sevilla y en Madrid; y Penas de amor prohibido, un esperpento, una comedia mía que fui escribiendo de manera paralela, como libreto y como ópera. La comedia se estrenó en San Juan de Puerto Rico, en 2005 (un elenco de casi treinta, dirigido por Roberto Ramos Perea, espléndido autor y director, incluso actor). La zarzuela (más que ópera) estuvo a punto de ponerse en el Teatro de La Zarzuela, precisamente. Teníamos ya director de foso, director de escena, productor ejecutivo, todo ello a iniciativa del director del teatro, Javier Casal. Pues bien, el entonces director del INAEM, Andrés Amorós, dio orden de suspender el proyecto, tratando e echarle las culpas a la Fundación Caja Madrid que patrocinaba entonces el teatro. ¿Qué te parece la historia? ¿Verdad que es bonita? Paco ha muerto, y puedo decir sin exagerar demasiado que en su lecho de muerte me encargó que hiciera lo posible por estrenar Penas de amor prohibido. Pasemos a otra cosa, por favor, no se me vaya a escapar un lagrimón, como en el tango.

Sí, por lo demás, me gustaría encontrar una editorial seria, no como la que me publicó el primer tomo, para seguir El siglo de Jenůfa, que estudia, como dije, la ópera de la primera mitad del siglo XX. Pero ahí se trataba de Debussy, Bartók, Korngold, Janáček, Shostakóvich, Prokófiev, Schoenberg, Berg, Szymanowski; faltaba el núcleo fundamental, junto a Berg, de la parte germánica, nada menos que Richard Strauss, compositor de quince óperas; de Franz Schreker, Alexander von Zemlinsky, Erich Wolgang Korngold (éste fue uno de los dos inventores de la música de Hollywood, él y Max Steiner) y hasta ese bichejo a veces genial que se llamó Hans Pfitzner. Es decir, lo que publiqué era solo medio libro, o tres cuartos, pese a sus muchas páginas. Estoy en deuda. Aunque, la verdad, no sé con quién. En tu pregunta, que respondo tal vez con abuso, hay algo importante, los costes de la ópera. Ya escribí, en un estudio para Primer Acto, que el coste de una producción operística media (y esto, a ojo de buen o acaso mal cubero) equivaldría al coste de toda la producción teatral de la Comunidad de Madrid, incluidos teatros públicos, privados y las salas que no sé si aún se llaman alternativas. Pero ¿qué haces? ¿Prescindes de la ópera? No, por favor. Lo lamentable es que una obra con cuatro personajes constituya por eso una superproducción.

P.- Has sido Secretario General de AAT durante mucho tiempo.

R.- Fueron dieciséis años como secretario general, un trabajo a veces fastidioso, además lo tenía que compatibilizar con mi trabajo ministerial, de dedicación exclusiva (no excluyente, sobre todo si las actividades paralelas no eran remuneradas y tenían que ver con la cultura). Se trataba de dar presencia al autor: sí hay autores, claro que los hay, lo que no hay es… otra cosa. Mi trabajo con Jesús Campos en AAT ha sido una experiencia muy importante. Saber que hay gente tan eficaz, trabajadora y honesta como Campos es muy estimulante. Sobre eso podría escribir los versos más entusiastas esta noche. No lo haré, baste con eso. Hacíamos buena pareja; nos dividíamos el trabajo a la hora de pedir fondos a las instituciones, y lo hacíamos con unos talantes tan distintos y complementarios, que solíamos tener éxito. Eran tiempos de vacas gordas, así que eso se acabó. En general, las instituciones, las personas que las encarnaban, nos trataban bien. Aunque hubo casos en que, según supimos, se nos consideraba unos cara duras que iban a sacar los cuartos, ya ves. Hay instituciones a las que no puedes acudir a pedir unas perrillas, necesitan que las engañes con grandes proyectos, siempre muy caros. Y eso por no hablar de las muchas iniciativas que tuvo Campos, y que yo apoyé cuanto pude. Una iniciativa espléndida es este Salón del Libro Teatral Internacional, el primero de los cuales fue en Casa de América, año 2000, sin más interrupción que la de la pandemia del año pasado. Como es bien sabido, el lema que define el proyecto es El teatro también se lee. Sería justo que a Campos se le otorgara un año de estos el premio nacional de divulgación de la lectura, o como se llame.

P.- Con la perspectiva de tantos años en la AAT, ¿cómo ves la evolución o involución de la escritura dramática en España en lo que va de este siglo XXI?

R.- No creo que haya mucha gente que pueda responder honestamente a eso, porque hay mucho trabajo de calidad y mucho talento ocultos por las circunstancias. No tengo acceso a todos los textos ni a todos los montajes, ni capacidad para seguirlos.

En cuanto a lo demás, no sé, conozco el medio parcialmente. Tal vez conozco mejor el de la música y la ópera. Se escribe mucho y, aunque menos, se estrena mucho. Hay mucho talento, tanto en jóvenes como en, digamos, generaciones anteriores. Lo malo del teatro, para un dramaturgo, es la irrelevancia de lo que escribe, incluso cuando se estrena. Se hace más teatro que nunca, diría yo, pero raras veces produce un fenómeno social artístico. Por una parte, hay festivalitis, y no me hagas explicar lo que es eso, porque lo sabe todo el mundo. Ahí se cuelan, e incluso llegan a tener prestigio en el exterior, las propuestas impostoras: “oh, transgresores españoles, I like”. Por otra parte, la iniciativa privada perdió la batalla hace tiempo, salvo excepciones, normalmente comerciales, y conste que no desdeño lo comercial, lo desdeñaba antes, ahora lo veo como un criterio no deseable, pero al menos es un criterio. En el teatro no descaradamente comercial se monta para ir tirando, tal vez, pero poco más. Lo curioso es que muchos dramaturgos se conforman (yo me conformo, qué quieres que te diga) con un estrenito concreto unos cuantos días. Pero qué van a hacer. Aun así, desde que empecé a escribir en plena madurez he visto la aparición y auge de algunos dramaturgos, como el caso excepcional de Juan Mayorga, como José Ramón Fernández, como Blanca Domenech, como Antonio Alamo, como Diana de Paco. He visto surgir y elevarse a Javier de Dios, dramaturgo, director de escena y hasta director de musicales; por ejemplo, en el Teatro de la Zarzuela. He visto formarse y perfeccionarse a Juana Escavias. Me interesan cosas como la experiencia de David Barreiro y su ciclo de Las ciudades, que suena a Baroja, pero que no tiene nada que ver. Yo tengo una especie de trilogía de las ciudades, pero en narrativa, no en teatro. Siento admiración por algunos de los dramaturgos de la junta de AAT, pero no los nombraré, Dios me libre, puede parecer que es por el honor que me hacen con el nombramiento. Pero a alguno de ellos se les han concedido premios en los que estuve de jurado, eso explica mi admiración, que es anterior incluso a conocerlos. De los más jóvenes, no sabría decir, y ahí temo que mi desconocimiento destaque algunos nombres en detrimento de otros. Me gustaría conocer la obra de Carolina Touceda, por lo interesante de la propuesta, pero no la he visto. Reconozco en general un gran atrevimiento, sin necesidad de la coartada vanguardista o de nueva tendencia. Aparte de lo inevitable de la impostura en cualquier arte (hay que leer lo que dice Tom Wolfe sobre la vanguardia plástica en Estados Unidos en La palabra pintada, Anagrama), hay un peligro, tal vez menor: escribir para gustar a los miembros de un jurado, de un premio. Eso baja el nivel de las obras para adaptarse al nivel y exigencias de lavado de conciencia de los miembros del jurado; pero esas obras, después, premiadas o no, empiezan a probar suerte en los escenarios, y el nivel desciende poco a poco. He sido jurado muchas veces, y sé que suele haber un sesgo, diferente cada vez, que muy a menudo desconoce lo que roza la excelencia, cuando la hay. En cualquier caso, he podido comprobar en esas experiencias que presentarte a un premio, si es limpio, es exponerte a que te juzgue alguien inferior a ti. En especial cuando hay una preselección, que se encarga a gente con una preparación no siempre adecuada (también conocí el caso de una pre-seleccionadora que era superior a cualquiera de los miembros del jurado, curioso, ¿no?). Si el premio no es limpio, entonces no hay discusión posible, te has presentado para hacer bulto, aunque no lo sepas. Esto se da sobre todo en narrativa.

P.- Aseguras que en muchas ocasiones ganar un premio de literatura dramática, es contraproducente, explícanos esta paradoja…

R.- No es una paradoja. Recibí felicitaciones y parabienes, muchos. Pero… Yo soy un intruso, un señor que a finales de 1988, con cuarenta y un años, irrumpe con un pequeño premio. Y cuando obtuve el Lope de Vega por No faltéis esta noche sufrí lo mío, incluso con amigos cercanos. Y eso desde el anuncio del galardón hasta el propio estreno en el Teatro Español de Madrid. ¿Qué viene a hacer ese tío aquí, si no estaba en las trincheras? Mis trincheras en Goliardos son prehistoria. Nada, no es vanguardia ni nueva tendencia, ni nada. No me hagas dar detalles, te pido de nuevo. Cuando me dieron el premio nacional en 2006 hubo reacciones que me avergüenzan. Entonces era Secretario general de AAT, y algunos quisieron suponer que me premiaron por eso. Caramba. Hay quien considera que “es vanguardia lo que yo diga que es vanguardia”. Como cuando al alcalde antisemita de Viena Karl Lüger le reprocharon algunos de los suyos que hacía negocios con judíos: “yo soy quien dice quién es judío”, respondió Lüger. Es famosa esta cita. Lüger murió en 1910, pero la semilla había fructificado.

P.- ¿Cómo crees que te ha tratado el sistema de producción teatral vigente?

R.- Vaya, ahora vendría la hora de la queja, del escritor quejumbroso, del Don Juan defraudado por una dama: ay, nadie me quiere.  Escribía Gregorio Morán hace poco: “No existe vida fuera de la subvención. Lo que queda al margen pertenece al difícil arte de la picaresca y el exilio interior”. No se refiere al teatro, pero creo que vale. Y te leo una cita de David Mamet en la traducción mexicana de su libro Directing film, Dirigir cine: «No soy nadie más que aquel muchachito, aquel estudiante inseguro que por fin ha dado con una idea en la que puede creer y que siente que, a menos que se aferre a ella y le dedique la vida, estará perdido.» Exactamente eso, exactamente. Pase lo que pase. Me aferraré. Por otra parte, como decía Clint Eastwood hace bastantes años, no confíes en ninguna institución, sé tú mismo la institución; cito de memoria, claro está, pero no eran palabras muy distintas. Eso es lo malo, que yo no he creado institución privada alguna. No produzco, no dirijo, no gestiono. Podría ser actor, y lo digo porque lo fui, pero ni siquiera de eso puedo estar seguro, tengo poquita voz, poco volumen, y  tengo una edad. Me admira y me produce envidia el ejemplo de Caroline Guiela Nguyen, de quien vimos Saigon en el CDN hace casi tres años, y de la que acabamos de ver Fraternité. Pero eso exige un esfuerzo y una capacidad de las que me he sentido siempre incapaz. Y una confianza en sí mismo y en el equipo que formas. Así que si no veo en pie obras mías como El vals de los condenados o Los atletas ensayan el escarnio, la responsabilidad recae sobre todo en mí. ¿En virtud de qué tiene alguien la obligación de montar esas obras mías? Estoy en mi casa, tan feliz (es un decir), y pienso: hay que ver, qué obras tan bonitas escribo, ¿cómo es que no me las piden, cómo es que no me las quitan de las manos (de los archivos, digamos)? ¿Será que el buen paño ya no se vende solito en el arca? Como diría un personaje de Valle, creo que la Sini: “me risa me escacho”. Risa de mí mismo, claro está. Pero, como dice Mamet, me tengo que aferrar a eso. Soy escritor. He trabajado para la corte, pero no soy nada cortesano, no sé vender la moto; como cantaba Brassens: “a cualquier tipo de exhibición mi naturaleza se opone”. Por lo demás,  como escribe la maravillosa poeta  Wislawa Szymborska, en su familia no hay escritores, ve a su hermana y habla una prosa excelente, pero no la escribe, y a nadie en la familia le ha supuesto problema alguno eso de no escribir. No quisiera crearle quebraderos de cabeza a nadie para que “me trate bien”. Nadie es responsable de mi capacidad de desarrollar fantasmas. Pero yo sí tengo que aferrarme a ellos. Por fortuna, escribo en varios géneros y de varios temas. Y en dos idiomas. “Eres un sobrao, Santi”, me dijo alguien, de coña, como si en nuestro medio hubiera gente que piensa así de mí (pobre de mí). Tal vez  es disimulo e incluso pudor, por mi parte; lo que no soy es un quejica ni echo culpas a nadie. Ah, por cierto, te recomiendo una novela de la espléndida escritora mexicana Cristina Rivera Garza; se titula Nadie me verá llorar (Tusquets).

P.- De todas tus obras no estrenadas, ¿cuál crees sería importante que se pusiera en pie?

R.- ¿Importante? ¿Para quién? Para la sociedad, tal vez ninguna. Para mí, sí. Me gustaría que se estrenase, en el formato que fuera, Las Gradas de San Felipe, por la que me concedieron el Premio Nacional de literatura dramática: tres horas, muchos personajes, Madrid en siglo XVII, lenguaje que finge el castellano de aquellos tiempos, tramas ágiles y a veces vertiginosas, secuestros, peleas, crímenes. Imposible, ¿verdad? Me gustaría ver alguna de mis obras políticas, que no son contra la corrupción ni contra esto o lo otro, sino que tratan de la polis, de los grupos políticos, de la historia y de lo que se considera el futuro. Tengo una especie de trilogía, cada una con una danza, por ejemplo, El tango del emperador, tema austriaco y judío, ¿a quién le va a interesar esto? Si viniera firmado por Stoppard, tal vez, y ni aun así… A nadie, seguramente a nadie. Y solo requiere un elenco de siete. Me gustaría Tiresias, aunque ciego. Tenía el compromiso de Mérida, con cortes, porque es muy larga. Hice los cortes, me fie de la palabra. Cambió el director y pusieron a un tipejo tan elegante que tuve que enterarme que no se ponía porque alguien ajeno al Festival me llamó por teléfono. Casos como éste he tenido varios, pero es un bonito ejemplo, ¿para qué más? Durante el estreno de la última obra mía que ha subido a las tablas… me marché a la mitad. Qué espanto, la considero no estrenada. ¿Y qué hiciste que no fuiste a los ensayos?, me preguntan. No sé, pereza o confianza. Mejor no probar de nuevo sin garantías. Aunque te mueras de ganas.

P.- En la primera parte de tu estudio en Las puertas del drama sobre teatro político, en especial Stoppard y Kushner (http://www.aat.es/elkioscoteatral/las-puertas-del-drama/drama-55/epica-y-politica-un-teatro-con-parada-en-kushner-y-stoppard/), dices algo que puede aumentar tu supuesta fama de sobrao: ..”si alguien cree que el autor de este escrito trata de colocarse junto a Stoppard y Kushner… acierta”. ¿De veras lo crees?

R.- Disculpadme todos, pero lo creo. Si miramos el texto, sigue así: “es más quimera que inmodestia”. Y sigue: “en la vida cultural española, y en la teatral de manera muy concreta… manca finezza.” Ay, Santi, ¡mira que usar una frase de Andreotti que se refería a la política española! Dejémoslo así, y ahora permíteme, para terminar, que sea yo quien haga una pregunta, no sé si retórica.

Con la que está cayendo, con la dramática cantidad de jóvenes sin trabajo, sin vivienda y sin descendencia; con lo que prevén los colapsólogos, con el Supergranhermano de Internet y el posible patatús de la red, con la amenazadora carestía in crescendo de energía y alimentos, con el calentamiento que se llama suavemente cambio climático, con el avance de las derechas derechonas y el retroceso de las libertades (lo que no impide que proclamen libertad en voz cada vez más alta), con la amenaza a la libertad de China, Rusia, Brasil y las pequeñas dictaduras disfrazadas de democracia en Europa Central, con la que se prepara en Estados Unidos (dentro, y ojalá no sea muy gordo), con la que se prepara en el Pacífico… ¿qué hacemos aquí hablando de teatro y de las cositas que yo escribo?

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