Puente de Brooklyn

Shaman

Ser un chamán requiere observar a la gente con pureza y hablar mirando a los ojos.

Dentro de cualquier ser humano con el que te comunicas hay información válida para ti; así como dentro de ti, el otro siempre puede encontrar un mensaje para sí mismo.

Una retroalimentación expresiva cargada de sentimientos, experiencias pasadas y visión de futuro.

Todo a la vez.

Cuando leí por primera vez al conocido y sabio Alejandro Jodorowsky, supe que la carga de su discurso era pura y que me valía para entender y explicar cosas que pasaban dentro de mí.

Una forma de expresión que puede «tocar» a cualquier persona con un poco de sensibilidad artística.

Jodorowsky y la terapia del pánico, muy usada por él y desarrollada junto a Fernando Arrabal en los años setenta, me instigaron a embarcarme en mi primer «one man show» al otro lado del Atlántico.

Cualquier excusa era buena para crear, pero nada mejor que mis propias experiencias.

Me aventuré a usar textos que yo había escrito en forma de monólogos, y no escoger autores conocidos o el trabajo de otros.

La idea del proyecto era indagar en «momentos» de mi vida. Darles forma y expresión artística, pero a la vez usar esa oportunidad para hacer algo como «curar» posibles traumas a través del acto teatral.

Sí, ya imagino lo que estás pensando. Muy chamánico todo, muy mágico y todo eso…

Pero muy al borde del fracaso, sobre todo por lo experimental de la idea.

Trabajar y exponerte ahí fuera usando material tuyo, muy tuyo, con un presupuesto total para el proyecto de zero dólares (sí, zero con zeta) era casi un suicidio teatral.

Dramatizar momentos autobiográficos delante de un público, convirtiéndolos así en ficticios, para dejar que se esfumaran los fantasmas del pasado a través de los objetos, las luces, el público y mi voz… en definitiva, ser mi propio chamán.

Tuve la arriesgada idea de crear «Shaman: a real panic therapy», totalmente solo.

Yo actor, yo director, «yo todo»…

Pero claro, la realidad de la producción cayó por su propio peso y enseguida entendí que necesitaba ayuda y colaboradores. El «yoísmo» me servía al principio para concebir la idea y conectar conmigo mismo, pero el teatro es un acto de compartir. Se comparte de principio a fin, antes y durante.

Creo que es casi imposible crear y ejecutar un espectáculo completamente solo.

Esa autosuficiencia que buscamos muchos creadores es casi una utopía fruto del ego.

Un ramalazo natural que surge con afán de control pero que en algún momento del proceso te hará pensar: ¡Mierda! yo solo… es que no puedo.

En mi caso ese pensamiento vino al principio. Y rápidamente me aproveché de la situación real que me ofrecía un escenario como el de Nueva York: estrés, todo el mundo super «busy», ocupado, con prisas…

El planteamiento fue claro gracias a la ayuda de mi paisana y compañera Gema Galiana.

Ella venía de estar sumergida en el mundo grotowskiano, de pasar frío y amor en Polonia junto a Anthony, su amigo americano; y con un simple comentario me echaron un cable:

«Si no puedes conseguir un director que se comprometa, consigue a cinco que te ayuden un poquito cada uno».

«Shaman» sería entonces un espectáculo unipersonal multi-dirigido, donde cada colaborador dirigiría una parte de unos 10 minutos cada uno. Mi tarea final sería poner todas las partes juntas creando las transiciones y dejar que cada uno de ellos sacara su propio punto de conexión con mi historia, compartirlo y jugar con ello.

Esa fue la parte más dura de aceptar, pero entendida como un acto de amor puro para con el compromiso que ellos habían decidido hacer conmigo:

Dejarles entrar en mi historia para reinventarla y crearla juntos.

Una vez que ya había decidido de qué se trataba realmente mi historia y cómo contarla, una sucesión de coincidencias que tuvieron lugar con el concepto SHAMAN, me hacen creer hoy que aquel espectáculo tuvo realmente un efecto especial.

Justo la semana que había cerrado los ensayos y primeras reuniones con los colaboradores, tuve que escaparme a Canadá para observar el proceso de creación de la primera parte de la Tetralogía que Robert Lepage empezaba a montar.

El espectáculo se delimitaba en una monstruosa escenografía circular (con monstruosa entiéndase gigante) diseñada únicamente para espacios circenses, y de la que saldrían y desaparecerían los personajes de la trama inspirada en los cuatro palos de la baraja de póker.

Recuerdo entrar al espacio por primera vez, y ver en un lado una pizarra blanca enorme con placas escritas con rotring representando cada una de las escenas.

Me pareció leer la palabra Shaman en varias de las placas imantadas. Me acerqué a confirmar y, efectivamente, así era. La palabra Shaman aparecía en el planning de escenas del espectáculo como unas nueve veces.

Me sentí pequeño, joven en la materia y especial. Sentí como si una parte de mí estaba allí y a la vez que algo de lo que había descubierto en mi proceso de producción íntimo, estaba esparándome a lo grande, como un mensaje privado, diciéndome:

vas por el buen camino, ¡sigue asi!

Como una especie de señal puesta para mí. Como si Jodorowsky me hubiese guiado hacia cada pista en el camino, impulsando a la siguiente, para estar hoy aquí escribiendo este «one man show» al otro lado del Atlántico.

¡Y que siga!

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