Desde la faltriquera

Sobre la ceguera con Maeterlinck

Tolstoi, cuando leyó Los ciegos de Maeterlinck escribió sobre la «la preciosa vacuidad» del texto del dramaturgo belga y Andreiev en 1914 en Carta sobre el teatro ironizó hasta la saciedad. Desmesuradas ambas críticas en la forma, lógicas en el contenido, porque Maeterlinck se proponía escribir otro teatro, donde la palabra no engendrara acción ni progreso narrativo, sino sugerencia y provocación en el imaginario del director y el espectador.

Materlinck escribe piezas autorreferenciales, desligadas de referencias cotidianas y situadas en territorios de la abstracción, con otra formulación del tiempo que lo expande hasta convertirlo en un centro estático y con extrema depuración del lenguaje expresivo, pues no le interesa la creación de conflictos dramáticos por exposición argumentativa, sino la utilización de la palabra más por su valor fonético o rítmico (de ahí la abundancia sintagmas repetitivos o de frases con cadencia musical) que por su cualidad expresiva. Se oponía al «realismo garbancero» trasladando a la escena conceptos que las artes plásticas o la música ensayaban en sus respectivos dominios.

La abstracción conceptual, la depuración expresiva, la plasmación del instante o de la impresión causada por un estímulo y la apertura hacia mundos interiores significados a través de la metáfora o el símbolo, alentaban la creación teatral. Quería reformar el teatro con otros textos, que requerían la síntesis decorativa con telones estilizados, la escasa utilización de elementos corpóreos, las nuevas posibilidades que abría la iluminación eléctrica y una interpretación donde el actor liberara a su personaje de cualquier relación con el mundo. El propio Maeterlinck propone remplazar al actor por el títere o la sombra chinesca, para que el espectador se desligue de toda racionalidad y referencialidad, y se deje llevar hacia los pagos del inconsciente y la emotividad.

Su teatro o es intenso, emotivo y sugerente o es muy aburrido. Maeterlinck no dice, no posee un discurso lógico, sino que debe remover la sensibilidad creativa del director de escena que no tiene por qué comprenderle; le basta con dejarse atrapar por ese mundo sensorial y sinestésico y poseer un rico imaginario para trasladar a símbolos el universo interior. Por estos y otros motivos concebir un espacio y vestuario único, dar unidad a obras muy variadas del escritor belga e intentar explicarlo racionalmente como se ha propuesto el Centro Dramático Nacional con Trilogía de la ceguera, supone enfrentar a tres directores (Vanessa Martínez, Antonio Guijosa y Raúl Fuertes) a la pelea contra los molinos de viento en la escenificación respectivamente de La intrusa, Interior o Los ciegos.

Es cierto que la formación académica (actoral, dramatúrgica y de escenificación) en España está en exceso arraigada al naturalismo y que al director medio le cuesta una enormidad encontrar signos y un lenguaje sensorial para la puesta en escena. El espectador, además, difícilmente se deja trasladar de lo tangible a lo sensorial. Sin embargo, es necesario abrir el horizonte de expectativa, porque de lo contrario no apreciaremos a D’Annunzio, Tagore, Claudel, Gertrude Stein, Giraudoux (algo intentó Alonso Mañas con este último) o a algunos de los continuadores evolucionados de hoy con otros códigos, Viripaev, Fosse, Churchill; o directores de escena que transitan este estilo, Claude Regy, que frecuenta a Maeterlinck, el canadiense Denis Marleau, que montó Los ciegos hace una década o el enervante para muchos Marthaler, que cometió la osadía años atrás de concebir un espectáculo titulado Maeterlinck con un trabajo dramaturgístico espectacular: contar la fábula de la reina y los zánganos, adaptada a la realidad contemporánea, a través de símbolos, su peculiar manera de entender la escenificación y con textos de las obras completas de Maeterlinck.

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