Zona de mutación

Sobrerrepresentación

El experimento de Milgram o el de la cárcel de Stanford, donde los conejillos de Indias debían jugar roles, pone en el tapete una reversibilidad de la representación que vuelve sobre sí misma, no sólo hasta anularse como tal sino hasta servir de verificación científica de conductas humanas sometidas a distintas condiciones prediseñadas. El escamoteo que se hacía a los participantes del objetivo final, o del dimensionamiento acabado de la totalidad del ejercicio, sujeto a que tal parcelamiento desatara, dentro de ese juego de roles, reacciones impensadas, no anula que bien se las pudiera calificar de genuinas y verdaderas. Más allá de la demostración de hasta qué punto son capaces de llegar los seres humanos, cosa que a esta altura de los acontecimientos no será causa de ninguna sorpresa especial, está el hecho operativo del mecanismo representacional como artilugio paradójico capaz de transgredir su emplazamiento lúdico-cultural, para llegar a ser un instrumento nada menos que de verdad científica. Es cierto que a partir de la dramaturgia histórica, en particular la tragedia, se ha llegado a instrumentar ‘el complejo de Edipo’ en el psicoanálisis, obviando por ahora la filípica de sus conspicuos detractores, sin dejar de asentar a modo de ejemplo cómo la expectativa científica, en este caso psicológica, halló en la materia teatral la carne para sus argumentaciones. Lo cierto es que dicha dramaturgia bajada a la operación actoral de los roles, se acepta como una vieja convención, un mimetismo, y de ahí una ‘mentira’. En qué punto de este proceso la sustancia dramática y su juego se curva para ser la compacidad de una sóla pieza que nutre a lo verdadero. Podrá pensarse que el quiebre radicaría en aquello que los investigadores no les confían a sus actores, y tratándose en estos experimentos de gente sin experiencia teatral, la caída en la celada que hace del juego verdad se ve favorecida por la simple ausencia de una conciencia de la citada convención. El ‘mecanismo representacional’, sin embargo, aparece funcionando en estos experimentos como un catalizador de las conductas que van hacia el inequívoco desenlace de la violencia, exponiendo aspectos que serían inimaginables si fueran extraídos a través del artificio propio del arte.

Esta sobredemanda que se le hace a la representación es la que cambia en pleno movimiento la calidad de lo que empieza como juego y termina como algo en serio. Sería como que entre los cortinados del teatro, aparecieran los cadáveres reales de Polonio, Laertes, Claudio, Ofelia, etc. La sobrerrepresentación incide sobre lo que define la actuación, saliendo del arte y, según estos experimentos, no tanto hacia la vida real como hacia un mundo de instancias programables según patrones de objetividad. La sobrerrepresentación propende a ser un arma científica o por lo dicho, algo que se diferencia tanto de las reglas cotidianas como de las del arte, para instalarse en un terreno mensurable objetivamente. Si bien el científico no podrá prever hasta las últimas consecuencias la dirección que tomará el ‘operador escénico’ sí será capaz de asegurar un éjido dentro del cual, lo acabadamente experimental hará posible que la conducta del actor brinde una verdadera experiencia de límites conductuales.

El despojamiento de la conciencia del representar pareciera en la perspectiva de los científicos que guiaron estos ejercicios, el acto de mutilación de algo inmanente a las capacidades humanas. En cuyo caso se podría hablar de una capacidad representativa innata, prelinguística a las que las disciplinas científicas estarían descontando como componente del psiquismo, obviando el dispositivo cultural milenario que ha facultado al hombre en las artes escénicas.

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