La tercera escena

Teatros deshabitados, pero vivientes

De todos los ámbitos que los humanos transitamos, y en los que nos desarrollamos y convivimos, los que más me inspiran son los que tienen vocación de convertirse en templos de la creación, los que se han consolidado, o están en vías de hacerlo, como centros de acogida del hecho artístico en general y del teatral en particular. Me refiero al θέατρον théatron, theātrum o teatro, nombre por el que conocemos al espacio físico, al marco donde toma forma, donde es engendrado y donde nace el arte del teatro.

 

Esos sitios destinados al hecho teatral tienen, entre otros, los dones de la adaptabilidad y de la ubicuidad. Pueden construirse y habilitarse en cualquier parte y en muchas al mismo tiempo y bajo variadas configuraciones, hechuras y estructuras. Allí donde haya un teatro arraiga necesariamente el arte en el más amplio sentido de la palabra, y por ende la cultura. “En una pequeña o gran ciudad o pueblo, un gran teatro es el signo visible de cultura”, dijo el actor Laurence Olivier, que de teatro y teatros algo sabría.

Me gustan estos espacios, sean grandes o pequeños, suntuosos o humildes; tanto los que tengan su propia solera e historia como los que aspiren apasionadamente a tenerla. Los espacios en los que se oficia periódicamente la liturgia teatral, se encuentren en lugares cubiertos o al aire libre, tienen un alma propia y una carga emocional y sensitiva única.

He asistido a puestas en escena y a espectáculos, representados en escenarios con grandes dotaciones técnicas en edificios suntuosos; en tablados, plataformas o estrados con humildes recursos; en ámbitos destinados habitualmente a otros usos; o en el propio suelo, sea este de madera, piedra o tierra, en la calle, plazuelas o parques. He visitado teatros ”apagados” entre representaciones, visto patios de butacas desiertos, escenarios desnudos, sin luz ni artificios. Pero aun deshabitados, me seguían pareciendo espacios vivos, incitantes, fascinantes. Incluso en estos días, de reclusión obligada, no he podido resistir la tentación de avivar mis recuerdos visitando virtualmente teatros que en estos días han cerrado sus puertas. He abierto teatros, como el Arriaga de Bilbao, el Cervantes de Málaga o el Romano de Mérida entre otros, para mí solo, parapetado tras la pantalla de un ordenador. Pero no es lo mismo, a la existencia aparente le falta el olor y el calor de lo tangible. 

Cuando se accede a un teatro vacío la primera sensación que produce es la de entrar en un espacio huero, aletargado, latente. Pero sus paredes, impregnadas de una amalgama de emociones encontradas, experiencias vívidas, sueños rotos o triunfos embriagantes, parecen querer decir lo contrario. En los ambientes encerrados entre muros, a veces se puede percibir una extraña mezcla de aromas, de mixtura de esencias, que recuerda a la vez a los miasmas de las creaciones malogradas y a los dulces efluvios de las producciones que alcanzaron el éxtasis del éxito. 

Un patio de butacas vacías, se parece a un desierto yermo. Pero en esos asientos siguen arrellanadas las emociones, las risas sanadoras, los llantos liberadores de la angustia que los produce, las frustraciones, la rabia, e incluso los restos de una forma estática de energía, generada por esa sobre excitación neuronal que se produce al asistir a un espectáculo instigador de perturbaciones emocionales. 

Cuando subes a un escenario, a esa caja escénica, de paredes vestidas de negro, en realidad entras en el alma de un teatro, en un espacio mágico donde se solemniza, en cada momento de una representación, ese culto laico del ritual teatral. A veces, entre las notas del silencio, podemos percibir esa sutil melodía del bullir de esa gran marmita que, bajo las tablas, cocina a fuego lento la pócima que los espectadores beberán, a la hora de la próxima representación que tomará forma sobre el tablado.

En los espacios al aire libre, donde hayan nacido y se hayan reproducido eventos teatrales con cierta frecuencia, también se puede advertir una sutil presencia, un hálito de vida. Se puede percibir ese soplo suave y apacible producido por el grácil aleteo de las sílfides, el deambular de los espíritus errantes de las musas que intentan recrear el perdido santuario délfico, u oír el chirrido de las ruedas del carro de Tespis, padre de la farándula. Aún sin muros ni paredes los espacios abiertos, son nidos inspiradores.

Pero es verdad que el estado óptimo de esos espacios escénicos, se produce cuando son habitados. El momento culminante se desencadena cuando se dan cita en esos espacios dos fuerzas provistas de una gran potencia sensitiva. Por un lado, sobre la escena, ese grupo de personas confabuladas para concebir y engendrar la creatura escénica, y por otro, en el patio de butacas, un público ávido de emociones que se entrega al disfrute de ese festín creativo. Estos dos simbiontes sacan provecho mutuo del hecho teatral y dan a los teatros su razón de ser. 

La traumática e inédita experiencia del obligado confinamiento, y el cierre necesario y repentino de esos espacios, situó a las artes escénicas ante unas perspectivas de futuro inquietantes, con repercusiones y consecuencias dramáticas, en algunos casos a corto y medio plazo, de las que tardaremos en recuperarnos. Durante esa reclusión, actores y espectadores han tenido que recurrir a fórmulas ingeniosas de acercamiento o de reconocimiento mutuo. Lo “digital “y lo “virtual” se impuso, la imaginación (más importante, en tiempos de crisis, que el conocimiento… como dijo Einstein) y el fuego interno de la creatividad se manifestaron especialmente relevantes. Nunca es lo mismo si esa comunicación no se produce en “carne viva” en los espacios que le son propios e imprescindibles… los teatros. Pero, como dijo Luis Coloma en Pequeñeces, “a buena hambre no hay pan duro”. 

Y ahora, que ya solo queda avanzar para salir de este túnel, ambas partes se esforzarán en recuperar esa vida en común de mutua conveniencia, en restablecer ese pacto de fingimiento mutuo entre actores y audiencia, y es que como parece ser que sostuvo Borges, “la profesión de actor consiste en fingir que se es otro ante una audiencia que finge creerle que fingen ser otros, frente a una audiencia que finge creerles”. 

Estos dos comensales, invitados al banquete teatral, que están condenados a entenderse, mantendrán e incluso incrementarán sus encuentros que los harán mejores; los unos exprimiendo al máximo su facultad de crear e imaginar, y los otros “abrazando” lo que se les ofrezca con la ternura del que estrecha entre sus brazos a un ser querido tras semanas de ausencia. 

Pero, nada será posible si las puertas de estos espacios de creación y cultura siguen cerradas. No seamos encubridores de aquellos que quieran convertir esa luz al final del túnel, en los faros de un tren que se lleve por delante esos depósitos de sensibilidades ahora clausurados por imperativo viral. Los ámbitos de creación escénica, y sobre todo aquellos de iniciativa pública y privada que prioricen la difusión cultural al comercio del arte, necesitarán que las administraciones competentes hagan un aporte extraordinario, implementen medidas de rescate de aquellos espacios que necesiten ese salvavidas urgente. Exijámoslo cuanto y donde podamos. Pocas veces he deseado, como en este caso, que no se haga realidad aquello que espetó Lorca en su conferencia «Charla sobre teatro«… “Un pueblo que no ayuda y no fomenta su teatro, si no está muerto, está moribundo”.

Hagamos que esos espacios puedan recuperar esa energía arrebatada por la ponzoña que nos acecha estos días. Hagamos que recuperen ese hálito de vida ahora pendiente de un hilo al que se acerca inexorablemente la tijera de Átropos. Habitemos de nuevo los teatros.

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