Críticas de espectáculos

The Mountain es una flor de mi jardín

No hay inicio. En The Mountain, de Agrupación Señor Serrano, nos sentamos en un proceso que juega al bádminton, si lo ves, y al béisbol, si le preguntas. Àlex Serrano, Pau Palacios, Ferran Dordal escriben y dirigen esta propuesta in fieri que no tiene principio ni fin, sino que está haciéndose y lo seguirá haciendo sin nosotras. Leída como una obra rizomática, su sonoridad y coloración verdosa irán cediendo espacio a una luz aparentemente única. Se desmiente cuando una figura nos pregunta sobre quién es ella. Anna Pérez Moya, Àlex Serrano, Pau Palacios y David Muñiz son los actores-operadores de esta multiplicidad dramática unida por fundidos a grises, a dudas. La verdad no será dicha (nunca lo ha sido), sino que podrá ser vista como recorte en tres pantallas, en dos o en una. Solo por eso, en su parcialidad. Por ello, no existirá un único foco, porque no hay verdad absoluta. La representación es una multiplicidad de estratos, con sus encuadres, sus códigos y sus imágenes parciales que se comunican y se destruyen y se reconstruyen a través de puntos de fuga: es un rizoma. Para describirla, es una composición que se extiende desde la conjunción ‘y’.

Estructuralmente, The Mountain es, al mismo tiempo, una plena discontinuidad con cualquier intento de representar una verdad lineal. La dirección de Serrano, Palacios y Dordal sitúa en la horizontal y a diferentes planos un tríptico compuesto de tres pantallas y dos mesas laterales, y una maqueta en el centro, y piezas y escenarios en las mesas, y encuadres posibles, no hechos todavía y posibles de hacerse en cada instante. Un rasgo intensivo actúa por su cuenta en cada intento de historia: un objetivo-cámara empieza a operar un encuadre en movimiento, creando unas imágenes-primer plano que suscitan una coherencia lingüística con la narrativa propuesta por la voz en off. Una figura está sobre la escenografía. Otra lanza partículas alrededor de la cámara, vuela y se posa sobre objetos-cadáver, inmóviles y captados en detalle en su nicho. La voz cuenta que el escalador G.L. Mallory murió en la nieve en 1924, antes de alcanzar la cumbre del Monte Everest. ¿Las imágenes que se proyectan en las pantallas y que se están filmando in fieri están representando a Mallory, la nieve y el contexto de su muerte? Las figuras de la escena se deslizan hacia el otro lateral del escenario. Una figura enciende un cigarrillo y la cámara inicia un recorrido perfilado por su cuello, su boca y su rostro. A la vez, la voz en off relata en primera persona unas cartas, afirmando ser Ruth, filósofa y esposa de Mallory. ¿Encuadre y voz cuentan una verdad? Vemos a la figura fumando y decidimos o no quién es. Y un mapa se muestra. La figura que fumaba ahora marca un recorrido por él, o quizá sean solo trazos a rotulador sobre un papel filmado in fieri (nuevamente su sentido recae en quien lo ve; no reposa establecido en la escena). El encuadre sobre la mesa, en esa escenografía montada a pequeña escala, es real. Está siendo visto por el patio de butacas. Es un hecho, y así lo muestra su secuencialidad en planos sucesivos en las tres pantallas. Y la niebla irrumpe desde el fuera de campo. Conecta con otro plano de imágenes que empiezan a proyectarse a su lado, en un metraje de la expedición, tan real como posible. Todas ellas son percepciones que se han creado en algún tiempo y ahora difunden sin pedirnos una significación inmediata, porque ayer o mañana ‘seguirá siendo jueves’, y ‘aún te quiero’.

Independientemente de la articulación dramática y su veracidad sobre el hecho contado, de si alcanzó o no el Everest, las cartas de Ruth reenfocan cómo certificar un hecho que ha sucedido realmente. No será por una imagen, ni por una voz. Hace demasiados usos que las palabras dejaron de cargar con el peso de un sentimiento vivido y verdadero. Ya no expresan, sino que piden una mirada acentrada, que haga rizoma y nunca se detenga a confiar en un discurso, pues toda verdad será siempre parcial. Fragmentada de lo colectivo, porque solo será real para el corazón que la ha sentido. Nunca externa, nunca demostrable absolutamente. Y pantalla en gris, y la narrativa y su discurso de imágenes tiembla en el fundido. Ahora la figura dice que es Vladímir Putin. Lo dice y a su vez su rostro encuadrado en pantalla adquiere por inteligencia artificial los rasgos de una cara reconocida por su megalómano genocidio, tan rusa que es inconfundible. ¿La imagen-rostro es verdaderamente Putin? Producida en directo, habla como él en un discurso esperable… pero ¿es real? Dirá que la confianza, si no es puesta en duda, no es confianza: es fe.

Y pantalla gris, inestable y pensativa. Orson Welles aparece en dos tiempos, en uno pasado y en otro más reciente, tras diecisiete años del primero. Su imagen filmada es proyectada, y habla sobre el asalto a la confianza de la sociedad americana que había supuesto la narrativa guionizada de una invasión extraterrestre retransmitida por radio. Arrepentido o no, artista in fieri o consumado, esas dos series de imágenes-rostro de Welles se muestran en la escena. Se comunican por unas líneas de fuga: la cámara-objetivo, nuevamente, crea una serie de imágenes encuadradas de esa realidad narrada por radio, pero evadidas de ese contexto pasado. Son creadas con las maquetas superponibles (diseñadas con talento y una visión estética y optimizada del espacio, por Lola Belles y Àlex Serrano), operadas y en movimiento de desterritorialización, de fuga hacia un nuevo escenario. El raccord rompe su ontología de continuidad. Son imágenes en movimiento, parciales en cuanto no muestran en encuadre el contexto completo en el que son tomadas.

Nuestro ojo decidirá más tarde qué ha visto y si era una historia verdadera o si eran series de imágenes parciales, de encuadres creados en escena y autónomos de cualquier narrativa, verdaderos por su inmanencia, en su contexto y no en otro, fuera de toda reproducción de realidad, sea maquetada, por radio o por cartas. ¿Se corresponden estas imágenes espectaculares con la narratividad del texto? La correspondencia implica verdad del relato. Y antes, suscita la duda. Cada serie de imágenes proyectadas era un raccord inmediatamente confiado en el momento en que era consumido a través de los medios de comunicación. Una intensidad arde ante esta apariencia. El cuadro original nunca es visto, porque los ojos siempre eligen un recorrido a partir de una de sus partes. Entonces, la verdad absoluta nunca podrá alcanzarse, porque no está prefijada, sino que se mueve por el rizoma, siempre haciéndose, in fieri.

Así visto y leído, The Mountain es un texto dramático vestido de polisíndeton, borroso y confuso como la niebla… y como la verdad. Es rizoma unido por conjunciones, que no cesa de conectar circunstancias relacionadas con las artes (el teatro, el cine), con sus recursos técnicos y expresivos, con su comunicación y transducción a través de la palabra, su coherencia con la imagen mostrada en los encuadres que consumimos masivamente en los medios de comunicación y que compromete la veracidad de los hechos por el uso sesgado e intencional de un lenguaje visual y sonoro con fines socioeconómicos y profundamente politizados. El arte se rebela de este calco distorsionado y hegemónico. La expresividad puede encontrar una poética en la realidad, una verdad diversa. Pero se necesita voluntad de querer percibirla sin nitidez, fluyente y haciendo rizoma con la conciencia que la sienta. De ahí que esta propuesta plantee un juego de imágenes, unas producidas en nuestro presente y otras importadas de un tiempo ya consumado, ya montado sobre unos decorados que no hemos visto y en los que deberíamos confiar o no. Unas se liberan del calco, de la presión de ser fiables por el hecho de ser proyectadas en pantalla. La ilusión se agrieta a medida que el espectador es consciente de este acto libre de la imagen con respecto de la narrativa que intenta envolverla. La hegemonía del significante queda puesta en entredicho, porque los propios signos verbales del escenario pueden no ser suficientes para hacernos creer una historia parcial, irreal y de encuadres montados con maquetas y diseños bidimensionales. Vemos a los operadores que los manipulan. Vemos al cámara que hace travellings por la maqueta, y vemos a la vez la imagen que produce y que podría ser lo representado por el texto narrativo. ‘La montaña de la verdad está vacía’. Sobre el escenario florecen verdades in fieri, heterogéneas desde planos generales, planos detalle y travellings.

Siempre en rizoma, The Mountain y las conciencias atentas elegimos extender el cuadro por sus líneas de fuga, de suerte y de cadera que versan sobre realidades pasadas o que se están haciendo a nuestra vista. Irrealidad de cada imagen que se afirma verdadera. Sabemos que esta puede ser parcial y recortada de un fondo creado con texturas. Este calco se erige erecto e hinchado en el centro del escenario, y en lugar de una verdad inalcanzable, percibimos un volumen que no hace más que girarse y decir que el signo-montaña está vacío. Ta ligne de hanche [tu línea de cadera] | Ma ligne de chance [mi línea de suerte] | C’est une fleur dans mon jardin [es una flor de mi jardín] —Estribillo cantado por Ana Karina en Pierrot le fou (Jean-Luc Godard, 1965).

Andrea Simone

FICHA ARTÍSTICA:
•Creación: Agrupación Señor Serrano
•Dramaturgia y dirección: Àlex Serrano, Pau Palacios, Ferran Dordal
•Performance: Anna Pérez Moya, Àlex Serrano, Pau Palacios, David Muñiz
•Voz: Amelia Larkins
•Música: Nico Roig
•Videoprogramación: David Muñiz
•Videocreación: Jordi Soler Quintana
•Espacio escénico y maquetas: Lola Belles, Àlex Serrano
•Vestuario: Lola Belles
•Diseño de luces: Cube.bz
•Director técnico: David Muñiz
•Producción: GREC Festival de Barcelona, Teatre Lliure, Centro de cultura contemporánea Condeduque, CSS Teatro Stabile di Innovazione del Friuli – Venezia Giulia, Teatro Stabile del Veneto – Teatro Nazionale, Zona K, Monty Kultuurfaktorij, Grand Theatre, Feikes Huis. Teatro Góngora, Córdoba – 04/11/2022

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