Críticas de espectáculos

Último tren a Treblinka/Vaivén Teatro

¡Indignidad!

En un principio, pensaba titular estas líneas apresuradas con una palabrota, o con un taco o con una blasfemia; después pensé en dejar solo unos puntos suspensivos entre dos signos de admiración. Por fin, me he calmado con un leve insulto hacia nuestra sociedad en modo de cualidad.

Y es que «Último tren a Trablinka», según la idea original de Ana Pimenta y Fernando Bernués, espectáculo que se puede ver en la sala Cuarta Pared de Madrid en estos días, está basado en un hecho real que sucedió en agosto de 1942.

La obra plasma la situación existencial de 200 huérfanos en un orfanato del gueto de Varsovia. A pesar de los trabajos paliativos del doctor y pedagogo Janusz Korczak junto a su colaboradora Stefanía Wilczynska, aquellos niños vivían en condiciones infrahumanas y su destino era fatalmente desesperanzador.

Pero la cuestión no es que los hechos que sucedieron hace casi 75 años puedan indignar más o menos –dependiendo de la sensibilidad personal del espectador- al público que hoy asiste a la función; la cuestión no es que estemos hablando de un enfado o disgusto por aquello que ya pasó y, aunque ya no tiene remedio, se pretende que no vuelva a suceder; la cuestión es que hoy, en este momento, en países que nos llamamos civilizados tengamos campos de refugiados con idénticas condiciones como aquellos; hoy tenemos ¿centros de acogida?, barcos que vomitan cadáveres y auténticas áreas geográficas que son campos de reclusión. Ahí está la ¡indignidad!, en una sociedad que no solamente permite que seres humanos sufran dolor físico y moral, sino la indignidad de una sociedad –o sea, nosotros, los civilizados de acá- que fomenta tamaña la discriminación y la crueldad.

Hoy tenemos niños y jóvenes recluidos en «centros de acogida» de Madrid, de Algeciras, de Ceuta –por nombrar algunos que nos atañen en español-, pero los hay en Italia, en Grecia, en Siria, en Palestina, en Croacia, en Turquía, en Líbano, en… La sociedad capitalista y la otra, la sociedad civilizada, se comporta como incivilizada, pone barreras a los que son considerados como miserables, levanta muros a los considerados como indeseables, recluye a quienes son considerados como peligrosos, porque el valor más apreciado por quienes componemos esta sociedad supuestamente culta, no es el humanismo, sino la seguridad.

En «Último tren a Treblinka» se habla de todo eso aunque no esté explícito; se habla de la opresión militar aunque solo aparezcan dos militares nazis, se habla de un universo sombrío, se habla de falta de libertad.

Hay que reconocer que la obra muestra la descripción desde dentro, describe la vida cotidiana de aquellos jóvenes hacinados en barracones oscuros, mal olientes, y con las ventanas tapiadas sin luces del exterior. Es decir, el texto escrito con inteligencia por Patxo Tellería dibuja un panorama patético donde surgen los conflictos internos de una sociedad marcada por la indefensión.

No obstante, aunque el destino de esa comunidad está prefijado en el título de la obra, existe un hálito de esperanza –también la tienen los refugiados del siglo XXI para llegar a un mundo de oportunidades-, por reencontrarse con los familiares. Aunque el joven Janusz exprese que quiere morirse porque es lo más fácil, escribe una carta de amor a su novia. Existe esperanza en la pareja que se prometen en matrimonio; hay esperanza en los planes del doctor y su colaboradora para «cuando acabe la guerra». Antes de marcharse del orfanato, el doctor quiere regar las plantas: será por cierta esperanza o quizá sea la metáfora del deseo de vivir.

La puesta en escena dirigida por Mireia Gabilondo pretende hacer del público un conjunto de reclusos más. Esto de incluir al público en la representación no es nuevo y no inquieta cuando apenas se juega con el público que se limita a ser mero observador.

Pero la puesta en escena resulta eficaz en cuanto que reproduce el apiñamiento y la incomodidad del público convertido en infantes para percibir todo lo que sucede alrededor.

El espacio está ocupado por seis burdas mesas de madera con bancos corridos a uno y otro lado; dos series de literas adosadas a la pared y dos pequeños estrados en otros dos lados completan un espacio abigarrado. El público ocupa apretujado los bancos y literas. Los intérpretes actúan en todos los espacios posibles de la sala con estilo naturalista procurando aportar credibilidad a sus personajes. Pero no lo consiguen del todo, no por su actuación que es excelente, orgánica y a veces convincente, sino porque el espectador está a la defensiva, distante, por lo que le pueda involucrar.

Pienso que la puesta en escena es la apropiada. Desconozco si la compañía Vaivén ha experimentado una puesta en escena frontal y qué resultados ha obtenido; quizá el público se sentiría menos receloso aunque más ajeno a la acción, pero le permitiría reflexionar con más profundidad acerca del juego fuera/dentro que es lo que me parece más esencial en la pieza. La clave está en la injusta e inhumana reclusión.

Con todo, el trabajo de la compañía Vaivén no solo me parece muy meritorio, sino un ingenioso homenaje a aquellos niños que les tocó vivir una atroz experiencia histórica. El sólido montaje posee un fantástico ritmo escénico, plantea los conflictos dentro de un intrincado espacio al que le dan enorme movilidad y muestra el juego teatral con envidiable sinceridad.

Llegados a este punto, quiero destacar –aparte del dinamismo escénico y de la posición del espectador- tres escenas de alto valor estético y significado teatral. Una, la intervención del doctor en la emisora clandestina que denuncia la situación política de opresión. Otra, la escenificación de «El cartero del rey» de Rabindranath Tagore: con dos retazos de la historia de Amal, el niño que está recluido en casa con las ventanas tapiadas a causa de una extraña enfermedad diagnosticada con perversa intención, se evoca la situación real del orfanato. La tierna escenificación posee una fuerza simbólica conmovedora.

La tercera escena que me parece una exquisitez es la de la declaración de amor entre los dos jóvenes. En fin, las canciones, los bailes aportan al espectáculo un valor sustancial que afloja el dramatismo de la representación.

En «Último tren a Treblinka» hay un homenaje a aquellos niños de la cruel historia, pero también hay una llamada a la reflexión acerca de los refugiados que hoy dibujan un mapa cruel de una sociedad hipócrita y cobarde marcada por la indignidad.

Manuel Sesma Sanz

Espectáculo: Último tren a Treblinka. Texto: Patxo Tellería. Idea original y argumento: Ana Pimenta y Fernando Bernués. Elenco: Alfonso Torregrosa, Maiken Beitia, Eneko Sagardoy, Gorka Martín, Jon Casamayor, Kepa Errasti, Mikel Laskurain, Nerea Elizalde y Tania Fornieles. Espacio escénico: Fernando Bernués. Música original y espacio sonoro: Iñaki Salvador. Dirección: Mireia Gabilondo. Producción Vaivén. Sala Cuarta Pared de Madrid, 1 al 12 de febrero.

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