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Antiviral escénico

Existen muchos tipos de virus además del coronavirus. En cierto sentido vivimos como pensamos y, en muchos casos, no pensamos cómo vivimos. Algunas ideologías son patógenas y peligrosas. La historia nos ha dejado ejemplos de ello devastadores. Incluso me atrevería a afirmar que la ideología en sí misma, como línea directriz, tiene algo de patógeno, porque las líneas siempre delimitan, marcan y acotan. Pero también porque las líneas generan márgenes y marginalidades. Una ideología concreta: la ideología X, sin flexibilidad y cintura se convierte en una ortodoxia, se aproxima al dogma.

 

Yo puedo decir, por poner algún ejemplo, que soy galleguista, porque la cultura y la lengua gallega se encuentran marginadas y desasistidas dentro del Estado español. Yo puedo decir que soy ecologista, porque tengo consciencia de la radical importancia de preservar la diversidad de los ecosistemas (también el cultural, lingüístico y artístico). Yo (así escrito, con la deixis personal) puedo decir que soy feminista, porque soy consciente de la injusticia histórica respecto a las desigualdades por cuestión de género, pero también por razón de tendencia sexual, etnia, etc. Pero todos estos ismos ideológicos no pueden ser dogmas porque entonces me cierran y limitan, me impiden ver con amplitud. La ideología es una lente, una mediación y el mundo es tan complejo que necesitamos regular las lentes, cambiarlas, quitarlas, ponerlas… necesitamos muchas lentes y ser capaces de movernos a través de muchas perspectivas. El mundo es un reto.

La objetividad es un constructo mental. Pretendemos aprehender el mundo de manera objetiva. Pero somos seres falibles y subjetivos y, por tanto, debemos concedernos el beneficio de la duda. Debemos aceptar la relatividad de nuestras convicciones e ideas, sin, por ella, escudarnos de nuestras responsabilidades cívicas y humanas.

Yo confieso que lo intento. A veces no lo consigo. A veces obro de manera ortodoxa. Otras veces me hundo en el relativismo. Pero cuando mejor me siento es cuando consigo acercarme al equilibrio y a la ecuanimidad. Y debo confesar, también, que esto es una tarea exigente, pero que compensa. El beneficio de la duda.

La pandemia del coronavirus Covid19 nos ha hecho muchas cosas, algunas ya las podemos verbalizar porque somos conscientes de ellas. Otras aún no han salido a flote y esto aún no se ha acabado.

Los reservorios de ideologías letales, totalitarias, de filiación fascista y de ultraderecha, han permanecido y sobrevivido a las catástrofes de las guerras mundiales y las dictaduras y podemos sentir cómo rebrota ese virus en el seno de las democracias y de sus parlamentos. Un virus que se contagia y se introduce en instituciones públicas y que domina emporios y grandes empresas.

Uno de los antivirales más efectivos son las artes escénicas, la danza y el teatro. Más, incluso, que la educación, porque resultan más difíciles de controlar por el poder. Las artes escénicas son más incontrolables y difíciles de manipular que la educación, sometida a leyes que la ideologizan subrepticiamente.

La danza y el teatro, en el texto o más allá del texto, con o sin palabras, mediante la dramaturgia, mediante el movimiento y su estética, en el espacio compartido, resultan un revulsivo antiviral, que pone en cuestión los compartimentos estancos, las brechas sociales, los puntos débiles de las reglamentaciones y protocolos que nos rigen. Se trata de un antiviral que mueve conciencias a través de una experiencia artística compartida, a través de la empatía.

La acción (drama, en griego) es un movimiento de ida y vuelta que nos afecta cuando lo experimentamos de manera compartida, en el mismo espacio-tiempo, aquí y ahora. Ese es el poder de las artes escénicas, también llamadas artes performativas o artes vivas.

El cine, hijo del teatro, introduce una doble mediación: la de la dirección actoral, la dirección de escena, y la mediación del ojo de la cámara y el montaje final. Al cine le resulta difícil prescindir del punto de fuga y de la focalidad clásica narrativa, que dirige y, de alguna manera, totaliza nuestra percepción. Es casi como una lente, como la lente de la ideología. Sin embargo, el escenario, en el teatro o la danza, admite la simultaneidad de acciones heterogéneas y toda su potencialidad subversiva y transgresora, en lo plástico, visual y auditivo. La parte industrial del cine, sus elevados costes económicos, le exigen pactar en sus formas y contenidos para llegar a una mayoría que haga rentable la inversión económica. El teatro y la danza, sin embargo, pueden ser más indómitos y rebeldes, más heterodoxos en las formas y contenidos, porque pueden escapar de lo industrial y porque son más independientes y libres. La danza y el teatro se pueden arriesgar mucho más que el cine y, por tanto, resultar unos antivirales mucho más potentes y avanzados.

Pero, sobre todo, creo que lo que más influye en la capacidad antiviral de las artes escénicas es, en realidad, su realidad compartida (sí, repito realidad dos veces, ahora, tres). Lo que acontece en un escenario y entre el escenario y nosotras/os, lo sentimos posible, cercano. Las actrices, los actores, las bailarinas, los bailarines, son personas que están ahí con nosotras/os, que están aquí y ahora. Lo que hacen aquí y ahora, delante de nosotras/os, es una transgresión de la que nos hacen testigos y partícipes. Somos cómplices, querámoslo o no, de sus acciones, porque las están realizando, aquí y ahora, ante nosotras/os. El ejemplo que dan con sus acciones, con su estética, no es una hipótesis, no es algo que se dice, es algo que se hace, es algo que sucede, es algo que está teniendo lugar y que está siendo cometido por nuestras/os semejantes.

El cine nos emociona, nos enseña muchas cosas, pero nos afecta de un modo muy diferente. La pantalla, todas las pantallas son una profilaxis. Lo que acontece en la pantalla no lo sentimos próximo físicamente, en la realidad. Vemos, oímos y sentimos una película, puede emocionarnos y absorbernos, pero se trata de algo ajeno. En todo momento sabemos que esa realidad filmada no acontece aquí, que es algo que no tiene porque pasar entre nosotras/os. Vemos un western clásico, por ejemplo, y lo disfrutamos y podemos sacar nuestras enseñanzas etc., pero no lo asumimos como algo que, necesariamente, forme parte de nuestra comunidad ni de nuestra realidad. Sin embargo, cuando asisto a un espectáculo de danza contemporánea, la desnudez del bailarín, la gestualidad de la bailarina, una carrera veloz desde el fondo del escenario hacia mí, impactan mi sensibilidad y pueden mover mis ideas y emociones, porque eso está sucediendo aquí mismo. Esas personas las siento reales, sus provocaciones, su manera de moverse, de vestir o de estar desnudas, no es una hipótesis, es algo real, es algo que está sucediendo y que me está afectando. Velahí la potencia en acto, sin profilaxis, y su poder antiviral respecto a ideologías, ortodoxias y dogmas.  

Las pantallas atenúan y, aunque desde su ajenidad puedan enajenarnos, nunca nos van a tocar con ese vaivén energético que modula y afecta a quien está en la platea y a quien está en el escenario. Porque en realidad, el juego de la danza y el teatro se juega siempre a dos bandas, incluso confundiéndolas y mezclándolas, como en esos espectáculos en los que nos vemos también bailando y actuando. Lo que acontece, si funciona, acontece entre nosotras/os y eso tiene una fuerza irrefutable y un poder antiviral.

Urgen las artes escénicas y su poder antiviral.

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