Críticas de espectáculos

Dionisio / Rafael Amargo / 65 Festival de Teatro Clásico de Mérida

 Un Dionisio decepcionante

Sigue esta 65 edición caótica del Festival con «Dionisio«, un bolo de dudoso éxito estrenado el pasado año en Málaga y otras ciudades del país que -como los otros estrenos comerciales representados anteriormente- tampoco ha estado en el Teatro Romano a la altura de lo que cabe esperar, por su falta de verdadera orientación, objetivos y fundamentos que valoren el hecho teatral grecolatino en toda su extensión y profundidad, y por su escandalosa falta de calidad que hacen que el prestigio del Festival se resienta un año más.

 

El coreógrafo y bailarín Rafael Amargo, responsable del espectáculo, que ya estuvo participando en dos ocasiones con desafortunados espectáculos en Mérida, siendo el último «Troya, siglo XXI» (2002), un sonado bodrio montado por Jorge Márquez de danza-teatro, de un esteticismo escénico nada comprometido con lo que se explicaba en el programa de mano, del que Amargo -que había destacado con su taconeo flamenco- se quejó públicamente diciendo que el teatrista extremeño no sabía dirigir. Pero que, ahora, en esta ocasión que ha tenido el tan laureado artista granadino de ofrecernos este «Dionisio«, montado por él mismo, el resultado ha sido aún más decepcionante.

Desde el principio, se notaba en este «Dionisio» un afán innovador muy precipitado y novato, con un gran desconocimiento del mito clásico, que está perfectamente expresado en «Las Bacantes» de Eurípides (representada magistralmente hace años en el Festival por una compañía griega) y en las grandes dionisiacas o festivales en honor de este dios griego, que aparecen en «Los Arcanienses» de Aristófanes. La propuesta de Amargo explicada en las entrevistas y el programa de mano eran embrolladas, en realidad no hubo ninguna propuesta clara. El escueto texto, solo era un simplón relato dramatúrgico escrito por Rafael Moraira (bailarín de la compañía) concebido básicamente en la idea de fiesta y orgía que representa el dios, tal vez libremente inspirado en la «Teogonía» de Hesíodo (o neciamente en Wikipedia) que explican más o menos la historia de Dionisio como el dios que simboliza el vino, la bacanal y el teatro (del que Amargo declaraba que era un personaje con el que en mucho se identificaba).

En la puesta en escena, se traslucía que las debilidades nacían de este texto, básicamente erróneo en desmitologizar el mito clásico, con un planteamiento muy atrevido al tratarlo como una versión personal, ignorando también que el mito original -que tiene varias versiones- es muy desconocido por el público. Lo cual hace que le sea imposible enterarse de algo. Pero lo pésimo sobrevenía del múltiple lenguaje escénico utilizado, un despliegue de números sucesivos de danza, ya clásica, ya contemporánea, ya flamenca, donde se intercalan canciones o escenas de cómicos más o menos engarzados con perjudicial ruptura de ritmos, sin que en ningún momento se tenga la sensación de un hilo conductor con la historia de Dionisio ni la de una clara voluntad en la fusión de géneros. Pero, eso sí, todo arropado en lo tecnológico -tratando de seducir a los espectadores- con continuos golpes de efecto de imágenes indeterminadas proyectados sobre las columnas del monumento, que más que nada contribuían a camuflar una historia en realidad desafortunada y una deslucida interpretación.

Los bailarines, con chocante indumentaria, acusaron la endeblez de la dirección artística que presentó coreografías imprecisas, poco elaboradas, con falta de limpieza expositiva en las imágenes y, casi todas, insulsas. La idea de fiesta y orgía pretendida en ningún momento coexistió en comunión perfecta de un cóctel explosivo de rutilante colorido en singular ritmo de vitalidad y alegría, de diversión y espectacularidad. Solo me pareció atractiva la coreografía del dúo -saliendo del centro de una gran sábana blanca- que interpretan Amargo y el joven Daniel Flores que da una réplica impecable al bailarín veterano elevando la creación a niveles sublimes, haciéndola disfrutable visualmente.

Los actores sufrían la imprecisión de sus movimientos y un tono farfullado en sus voces (unos actuaban con micrófono y otros no), acusando registros interpretativos dispares, y la palabra, demasiadas veces vociferada, fluía en un perfecto desaliño oral (todos estaban necesitados de un buen cursillo de declamación y expresión corporal). Sólo salvo la espléndida actuación de un monólogo -acompañado con genialidad por la percusión de Pakito «el Aspirina»)- de Rocío Madrid, actriz que ya había participado en el Teatro Romano como la diosa Afrodita en «La bella Helena» con su bien construida vía de transiciones de la voz y de los gestos.

Luego, hubo algunos lucimientos personales -como la canción que interpretó Idán Raichel o el singular taconeo de Saray Cortés en una escena típica de tablao flamenco- que nada tienen que ver con el tema, que arrancaron algunas ovaciones. Aunque más fueron los fallos, tanto de interpretación individual como grupal, y del sonido enlatado que entraba desajustado. Pero, sobre todo, fueron imperdonables ciertas pifias en varios momentos que los actores no sabían que tenían que salir a escena, y obligaban a Amargo a actuar visiblemente de regidor, con gestos y un ridículo taconeo con el que recorría disimuladamente el escenario para avisarlos. Culpa de esta función desastrosa también es achacable a la organización de Cimarro que calculó mal la idea de «superproducción» y sólo concedió un día de ensayos a la compañía.

Hubo poco más de media entrada de público. Aplaudieron los invitados y los «fans» del bailarín. Y silbaron o desertaron los más exigentes, partidarios de espectáculos grecolatinos de calidad.

José Manuel Villafaina

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