Zona de mutación

El actor penitencial

El actor en el espacio cultural aparece como un módulo conjugable que determina que se disponga de él, estableciendo a base de una temporalidad funcional, un usufructo casi abierto de sus potencialidades. El interés por ese actor verbado, tiene un efecto paradójico sobre la fuerza de sus especificidades, formadas a partir de disciplinas y constancias trabajadas en los cinosargos, dignos habitáculos de los prattontes que prefiguran un modelo alternativo y desacoplado al de ‘la escena la toma cualquiera’. Es que hay lamentables correspondencias entre esa desvalorización y la biodesregulación (Teresa Brennan) por la que el actor entra o sale a un sistema donde su voz y voto se proporciona con el que tiene a la hora de incidir en el cuadro perceptivo de su comunidad. Esto es, apenas al servicio de. La flexibilización actoral se asemeja más a un oficio penitencial que a la hipotiposis por la que un público puede ser capaz de ver en un teatro, lo que hasta ese momento no veía. El actor desregulable pone a punto las funcionalidades por las cuales el mecanismo de representación puede mantener al mundo del espectáculo pegado a los designios de las estrategias más abstrusas del capitalismo imperante. Los músculos de la sombra, del ‘doble’ que bailan en las pantallas sin lograr sugerir los ecos de la presencia perdida.

Frente a este paisaje, la osadía del riesgo desarma las mediaciones del objeto y quien lo cuenta. El actor que lucha por su presencia, rompiendo las viejas trascendencias, subyacencias, el ‘más allá’ de la escena por la que se exculpa en sus inmanencias. La danza de los espectros se actualiza en millones de montajes engañosos. «El sentido es el movimiento del ser-á o el ser en tanto venido a la presencia» (Jean Luc Nancy). Es inevitable que haya entre el actor que se asoma a ese riesgo una especie de ‘no me toques’ (noli me tangere) de repulsa a la mano banalizante que sólo se empeña en anular las diferencias y especificidades de las dimensiones. Por eso, no es casual que aún mantengan en vilo esa doblez representativa y canto de guerra de Lady Macbeth: «para engañar al mundo, aparenta como el mundo». Pero eso no es el cuerpo. El cuerpo es el ser de la existencia, insiste Nancy, y el ser no es algo previo o subyacente al fenómeno. El cuerpo es un ‘dónde’ en el que confluyen los deseos capaces de subyugarse con lo redimido. Con el corpus que ha atravesado las fronteras del ruido que impide su especificidad, su fuerza identitaria. Su capacidad de corroer directamente el alma, según lo formulaba Artaud. Por eso el valor acontecimental que asume el cuerpo, es la vedette del acto. La acupuntura sensorial de los cuerpos es el mapa del sentido, que se alimenta de la llama viviente de un cuerpo que se consume en el fuego del instante.

Otra vez Lady Macbeth: salir a campo traviesa, a tabular las fuerzas negras que han ‘deshombrecido’ los designios que constituían lo humano. De las grietas humeantes, las eficiencias racionalizantes, dan una oportunidad al sentir del que los cuerpos han sido despojados.

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