Y no es coña

Sobre la dirección

Hay que desacelerar para poder tomar las curvas que nos vienen. Estamos en observación, es decir, pasando la ITV de nuestro cuerpo y nuestra alma. Y siempre aparecen pequeños desgastes que hay que atender. En esas estamos, y por ello, reduciendo actividad, renunciado con dolor a acudir a Huesca, por ejemplo. Dedicado a la reflexión, la lectura y la contemplación le llega a uno un viejo fantasma profesional: la dirección. Sí, eso que se llama dirección escénica, o que en otras ocasiones se vincula al nombre de puesta en escena. Esa función que sin rechistar y en muchas ocasiones sin pensar admitimos como fundamental en los procesos de ensayos, incluso de concepción de una obra de teatro.

Advertencias para irnos entendiendo. Si algo he hecho a la largo de mi vida de manera más constante ha sido la de dirigir obras y espectáculos. Desde mil novecientos sesenta y ocho, hasta hace unos doce años que decidí desengancharse de ese vicio. Dejé de fumar y de dirigir. Me siento un no fumador, pero un director en abstinencia. Es más, en el año 1975, en el Institut del Teatre de Barcelona, este servidor cursó una denominada Diplomatura en Ciencias Dramáticas, en las especialidades de dramaturgia y dirección. Por lo tanto, no escribo de oídas. Además los años que he hecho críticas, me han dado las herramientas para diseccionar las obras y espectáculos, por lo que puedo dar un mitin sobre los tipos de dirección que uno ha detectado. Por lo tanto me atrevo a lanzar la pregunta básica, ¿para que sirve un director (o directora)?

No voy a hacer el discurso historicista, ni a nombrar a los grandes que han ido construyendo la idea del director como creador escénico esencial e imprescindible, sino vamos a intentar debatir sobre la función de la dirección como una simple nomenclatura de la nómina, como un capataz, como un urbano que procura que no se tropiecen los actores con los muebles. Soy capaz de defender la Dirección hasta la extenuación, porque se trata de la confluencia de todos los elementos significantes de una obra para conseguir dentro de una coherencia conceptual una estética apropiada que atraviesa a todos los elementos. Y ahí, se me confunde ya en parte con la función del dramaturgista.

¿Existió alguna vez la dirección colectiva? Yo aseguro de manera rotunda que sí, pero matizando. No se trata de que todos dirijan, sino de que todos los participantes, especialmente los actores, se comprometen globalmente, se trabaje con ideas comunes, en búsqueda de lenguajes asimilados por todos, y de manera ordenada, cada miembro del colectivo aporta sus ideas espaciales, desde fuera, si puede, corrige situaciones y así se va creando el espectáculo. Hay muchos casos, incluso brillantes de este tipo de funcionamiento interno de algunos grupos. No es una entelequia, sino una actitud ideológica y hasta una metodología.

En las últimas décadas uno tiene el privilegio de ver una media anual de trescientos espectáculos de artes escénicas de todos los formatos, de todas las categorías de producción, y la verdad, es que se firma la dirección con una ligereza vertiginosa. Yo he escrito muchas veces sobre lo que consideraba «una buena dirección», pero si me hacen explicarlo soy incapaz, se trata de ver unas constantes en lo presenciado, una manera de interpretar homogeneizada, comprobar como en manos de cierto director las actrices están siempre un punto por encima de calidad. Sí, existen factores identificables de la labor del director o directora. Pero en la inmensa mayoría de las veces, lo que se nota es una impericia manifiesta, una sucesión de ocurrencias escénicas que no aportan nada, movimientos gratuitos, interpretaciones no trabajadas ni desentrañados los personajes. Por no decir la veces que uno cree que no ha entendido la obra, pero esto pertenece a los prejuicios del escriba.

Por lo tanto, de manera ligera, rápida y sin intención de herir a nadie, simplemente ayudar a pensar sobre la función de la dirección, repito la pregunta ¿para qué sirve un director (o una directora)? Si les soy sincero veo que en muchas ocasiones sirven para poner en pie los proyectos, es decir que son productores, promotores, versionistas y para resumir y asumir un sueldo con prestigio, ponen que son también directores. O los hay que son una suerte de guardias urbanos que dirigen el tráfico y que hacen que todos los actores actúen a su imagen y semejanza. Pienso ahora sobre las decenas de veces que debemos informar sobre la primera dirección de fulanito o fulanita, casi siempre un famoso. Parece demasiado fácil estos saltos sin mucha documentación ni experiencia.

Yo diría, cuando veo una buena dirección, aunque no lo sepa explicar, que se trata de algo mucho más profundo y en donde se cuenta con la complicidad absoluta del plantel de intérpretes además de otros artistas que han ayudado a crear el resultado final. Hay veces que encuentro que ese creador magnificente tiene hasta una cosmogonía propia, una visión del mundo que nos la convierte en manifestación artística. Ahí sí. Hasta me encantan los directores llamados de oficio, eficaces, sin que se les note. Y me encanta la distinción que hacen los teatrólogos argentinos llamando a unos directores y a otros «puestistas». La inmensa mayoría de las direcciones que presencio, de verdad, me producen demasiadas dudas sobre el asunto.

Para acabar volvamos al principio: una idea previa, a la que podemos dar forma de texto o dramaturgia, un intérprete y un espectador. Lo demás es incidental.

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