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Zarandear a las musas

En cierto sentido vivimos en El desguace de las musas. La realidad prosaica del tanto tienes tanto vales, en un sistema en el que dependemos del dinero, se impone a la poesía de las artes.

 

La industria ya no es solo asunto del sector del metal, de la fabricación de coches, por ejemplo. La industria es también el teatro, la danza y todo aquello que se vende. Las industrias culturales y sus productos de consumo. En Galicia, por ejemplo, tenemos la AGADIC, Agencia Gallega de las Industrias Culturales y a su frente un director-gestor, especializado en cuestiones financieras (licenciado en Ciencias Empresariales, con un Máster en Dirección Financiera y Control de Gestión). Esto es así.

No obstante, si tienen que salir los números y convertir en rentables las artes escénicas, efímeras y difícilmente reproductibles en cadena industrial, es muy difícil, por no decir imposible, que la libertad y el riesgo de adentrarse en lo desconocido, inherente al arte más maduro, pueda fructificar. Cuando una artista tiene una carrera de éxitos y también de fracasos (de los que casi siempre se aprende más), necesita la confianza y el apoyo para poder ser libre y para no repetir fórmulas, sino arriesgarse a descubrir algo antes no transitado. Algo que, a lo mejor, no es “para todos los públicos”. Algo que, a lo mejor, no resulta complaciente para “el público” en general y suscita incomodidad o descoloque.

Las musas de la mitología griega, divinidades inspiradoras de las artes, huirían despavoridas ante el panorama mercantil en el que algunas administraciones, públicas y privadas, intentan encuadrarlas.

Después, también podríamos mirar la otra cara de la moneda: el mito de la inspiración y de las musas como un espejismo fraudulento. Una trampa en la que caen, sobre todo, jóvenes aspirantes a artistas que han nacido con una “Tablet” y un “Smartphone” bajo el brazo. “Influencers” de Instagram y otras redes sociales, que reproducen su imagen en diferentes poses, simulacro del “yo soy especial y original”. Aquella máxima de Andy Warhol, de que cualquier persona puede tener sus 15 minutos de fama gracias a la televisión, se traduce en unos segundos de foto o vídeo, con poses, tras las pantallas de sus dispositivos móviles. El afán de marcar tendencia o de adherirse a una tendencia, de generar publicaciones “trending topic”, es otra conjugación del postureo, muchas veces narcisista y otras, sencillamente, síntoma de la necesidad de llamar la atención para quebrar la soledad y el individualismo al que la sociedad de consumo y competitividad nos aboca. Una soledad y un individualismo que las pantallitas y las pantallas, que nos aíslan en lo virtual, aumentan aún más.

El mito de la inspiración y de las musas malogra a esas almas cándidas que confunden arte con postureo y el glamour, que puede desprender el arte, lo confunden con un talento innato que no necesita cultivo y reflexión, trabajo y dedicación, simplemente “porque yo lo valgo”. Youtubers, Instagramers, etc., aspirantes a modelos, a escritoras/es, a actrices y actores… perdidos en el simulacro de las pantallas o en la pasarela improvisada de las calles y de los locales de ocio nocturno, enarbolando la pose del artista, bajo los efluvios de las musas y la inspiración.

El innatismo y la inspiración, frente al cultivo, al estudio, a la reflexión, a la concentración y dedicación que requiere la creación artística, suele ser más fuente de frustraciones que de auto-realización. Ahí, el mito de las musas y de la inspiración resulta nocivo y enajenador.

Otra vuelta de tuerca al estado de las musas hoy en España es la que le da La Zaranda con su última obra: El desguace de las musas, que he podido ver el 5 de julio de 2019, en el Auditorio Municipal de Cangas, dentro de la 36 MITCF (Mostra Internacional de Teatro Cómico e Festivo) de Cangas do Morrazo (Pontevedra).

No voy a explicar el espectáculo ni a analizarlo, solo pretendo pensar sobre la impresión compleja que me provocó. Un humor negro que se prende en la situación de decrepitud en la que se encuentra una troupe de comediantes y su teatro de varietés. Ratas y un local que, en algún momento, debió de ser glorioso, pero que ahora se cae a pedazos. Las lentejuelas empañadas, los vestidos descosidos y polvorientos, las carnes ajadas, los maquillajes trasnochados y corridos, el director, en los huesos, conectado a una bombona de oxígeno, porque le cuesta dar resuello… Un panorama del teatro comercial y popular que se hunde en la miseria, pero que al mismo tiempo, paradójicamente tal vez, denuncia un mundo que prefiere el chiste en vez de la poesía.

Sin embargo, El desguace de las musas extrae, de esa miseria y de esa decrepitud terminal, algo profundamente bello y conmovedor. Un poema escénico que hace comedia sobre la desgracia de lo cómico. Una visión despiadada y, al mismo tiempo, enternecedora, en esa mostración de las debilidades y monstruosidades que nos habitan. A mí me recuerda a los personajes decadentes y a los ambientes sórdidos e incluso delirantes de Copi, pienso en Le frigo y en su dimensión alucinatoria.

Y es que, quizás, las musas no son divinidades previas a la obra de arte, que acudan para ahorrarnos los esfuerzos y los quebraderos de cabeza y de corazón que nos puede provocar un proceso creativo, sino que son, quizás, divinidades que se desprenden de la obra, para fascinarnos con sus encantos. Si conseguimos que la habiten, entonces estamos salvados, aparece el arte y hasta la miseria se vuelve poesía y la decrepitud una alucinación humorística.

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