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Autocrítica

La autocrítica es una de las virtudes más útiles en la vida y para la vida. Esa capacidad para vernos, analizarnos, reparar en nuestros puntos débiles y también en nuestras fortalezas. Desde la autocrítica podemos corregir aspectos de nuestra personalidad y de nuestro comportamiento que no nos gustan, o que pueden resultar contraproducentes y negativos para la misma persona, y para las personas con las que se relaciona.

La autocrítica viene siendo un espejo en el que podemos mirarnos y arreglar aquello que no nos queda bien o que no funciona. Es casi como el teatro dramático, aquel que Aristóteles parecía ligar con la competencia de la mímesis y con la utilidad pedagógica que ésta nos podía reportar a través de la catarsis. Claro, el placer y el dolor se ciñen en la catarsis dramática, igual que se ciñen en la autocrítica. Resulta difícil concebir el aprendizaje, que nos puede suponer el reconocimiento, la anagnórisis, de un error –que no tiene por qué ser el error trágico, porque aquí no se trata de tragedia, sino de drama–, sin experimentar esa emoción positiva ligada al dolor. Y digo positiva porque se trata de un dolor edificante, justamente por la capacidad de ver el error y de poder, por tanto, con voluntad y humildad, enmendarlo. El error, en el drama, tiene solución y la historia puede acabar bien. Eso es lo que buscamos, que la historia vaya bien, estar bien, ser felices, sea lo que eso fuere.

Si la autocrítica es una herramienta necesaria y valiosísima en la vida, ¿cómo no lo va a ser también en el teatro? Así pues, el primer crítico de un espectáculo debería ser la propia artista, quienes componen el equipo artístico. Es desde la autocrítica que se puede ir mejorando y modulando una creación o composición escénica. Esa es una de las principales funciones de la dramaturgia: la crítica. Incluso, sobre todo en danza contemporánea, se habla mucho, entre quienes estudian y ejercen esa función, de la “dramaturgia distribuida” (traduzco literalmente del inglés). La importancia también de generar una “consciencia dramatúrgica” en todos los miembros del equipo, que no es más que entrenar esa capacidad (auto)crítica relativa no sólo a las propuestas creativas, sino también a los mecanismos de coherencia y estructuración de las acciones escénicas que van a acabar por dar una pieza, así como al sentido que se puede desprender de ese conjunto y de sus partes.

Sin embargo, curiosamente, en el gremio de las artes escénicas, y en lo que podríamos definir como la propia naturaleza del artista, hay un cierto narcisismo y una necesidad de aplauso y del éxito a toda costa. También hay una necesidad de creer ciegamente, o sea, con pasión y entrega total, en lo que se hace, en el proyecto. Y todo esto, lógicamente, colide con esa otra virtud imprescindible para el crecimiento y la mejora, para la apertura: la autocrítica.

El narciso se mira en el espejo, claro que sí, pero no lo hace para ver los defectos, los puntos flacos, o los posibles errores, sino para adorarse, para admirarse, para auto-aplaudirse, para reafirmarse: ¡Qué guapo soy! ¡Soy el mejor! ¡Mi teatro es el Teatro con mayúsculas! El ejercicio que acabo de hacer para la asignatura de Dramaturgia, del profesor Becerra, no tiene fallo, es perfecto.

Las actrices y actores, la directora, la escenógrafa y todo el equipo, que está muy unido y hace piña, para poder guarecerse de la intemperie en la que se encuentra el sector, también necesita esas palmaditas en la espalda. ¡Con toda la ilusión que invirtieron en el proyecto! ¡Con lo bien que lo pasaron en los ensayos con las cosas que se les iban ocurriendo! ¡Con lo mucho que se quieren! ¡Con lo mucho que tuvieron que pelear y venderle la moto a todo el mundo, comenzando por sí mismos, para llegar a estrenar! Venderle la moto al tribunal de turno que barema los proyectos para conseguir la subvención, vendérsela a los programadores para que te hagan hueco en la limitadísima agenda que barajan y te den la oportunidad de actuar en su teatro, para su público. Porque aquí todo lleva posesivo. En fin, que después de toda esa inversión en ilusión y trabajo y en (auto)vender la moto, como vamos a tener espacio para la duda, para detener la pasión ciega del hacer y hacer el pensar autocrítico. Sí, pararse a pensar es un hacer, es también un trabajo. La tarea de separarse de uno y observarse, analizarse, corregirse, evaluarse, aunque pueda doler. Y el placer de aprender, de enmendar, de edificar, de construir. Porque la autocrítica es edificante.

La pasión y la entrega necesarias para que un proyecto escénico salga adelante, pueden ser las mismas, si son ciegas, que nos condenen a un resultado mediocre.

También, por supuesto, es necesaria la autocrítica de la crítica. O la crítica de la crítica teatral. Sí, sin caer en un bucle, en la crítica teatral es imprescindible la autocrítica o crítica al cuadrado, antes de publicar un artículo. Es una buena práctica porque hay que cuidar la manera en la que se describen y evalúan los trabajos de los demás. Cuestión de respeto y de civilidad. Yo diría que lo hay que cuidar aún más que cuando uno hace crítica de sí mismo.

Es cierto que hace falta creer en lo que uno hace y defenderlo, igual que también es cierto que hace falta entregarse y que es necesaria pasión. Pero eso no nos puede hacer perder el norte de la autocrítica. Quien la practica también acepta y acoge de buen grado, además, la crítica externa, porque sabe que eso es un enriquecimiento. Poder contar con la mirada externa es, sin duda, una ventaja. La dramaturgia es una ventaja.

En los dieciocho años que llevo de profesor en la Escuela Superior de Arte Dramático de Galicia, y en los treinta que llevo como profesor de teatro, contando los cursos que he dado en Centros Cívicos y Escuelas de Adultos de Barcelona, o en laboratorios para instituciones, festivales y asociaciones del sector de diferentes lugares, he observado que las personas que mejor acogen y aceptan la crítica son también las más brillantes y las que hacen trabajos más impresionantes. ¡No falla! La alumna, el alumno, que quiere aprender ejerce la autocrítica, valora el error, abraza el fracaso y tiene la generosidad, no exhibicionista, de abrir su vulnerabilidad y trabajar desde ella. Algo así debe de ser la escucha y la porosidad, a través de las cuales la artista es un canal abierto para el arte.

Esta semana vi mi primer espectáculo de 2024 de una exalumna. ‘Eu, fraude!’ (¡Yo, fraude!) de Paula Pier, estrenado el viernes 12 de enero en el Teatro Rosalía de Castro de A Coruña. ‘Eu, fraude!’ es un darlo todo, un abrirse en canal, desde la felicidad que supone la autocrítica, desde la felicidad de (re)conocerse, de analizarse, de desnudarse del engaño del autoengaño, a través de la actuación (de la acción), contándonos y cantándonos las gracias y las desgracias para abolir el fraude. En uno de los momentos más apasionados, Paula Pier y sus compañeras llegan a un orgasmo escénico y, justo después, como cuando te das un baño de contraste con agua helada, después de salir de las termas calientes, afirma y confirma: “Ahí, justo ahí, al lado del orgasmo, está la herida” (cito de memoria). Pues yo también digo que ahí, justo ahí, en el máximo placer del aprender, del prender, del crecer, del (auto)conocimiento, está también el dolor salvífico de la visión del error, del fracaso, de la caída, de lo mucho que nos cuesta todo. Pero sin autocrítica corremos el riesgo de la vanagloria o de la gloria vana. Y eso sí que me parece triste.

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