Críticas de espectáculos

Dispuesta a todo

En los últimos tiempos se ha podido disfrutar en Madrid de mucho y muy buen teatro uruguayo. Si el mes pasado hablábamos de Muñecas de Piel, de Marianella Morena (que pudo verse en Teatros del Canal) ahora el Festival de Otoño propicia la visita del dramaturgo Gabriel Calderón (bien conocido por el público español por espectáculos como Historia de un jabalí o Dragón; y del que en unos meses se verá en Matadero Uz: El pueblo) con uno de sus últimos éxitos: Ana contra la muerte, un sentido melodrama en el que el uruguayo se aleja de la ironía y las formas de corte rupturista que suelen poblar su dramaturgia para indagar en la miseria y el dolor humano, en un ejercicio que lo pone todo en manos del texto y las actrices; pero que consigue calar hondo en el espectador por la contundencia del texto y la potencia de las interpretaciones.

Cuenta Calderón que hay dos grandes motores que impulsan la escritura de este texto: la muerte de su hermana por un lado y una noticia que lee en un periódico por otro. Desde este punto de partida, Calderón se lanza a contar el periplo de Ana, una suerte de madre coraje dispuesta a todo para evitar la muerte de un hijo al que vuelve a presentársele un cáncer que en el pasado le había provocado la amputación de una pierna. Todo parece indicar que esta vez la enfermedad llega dispuesta a llevarse a su víctima; pero nuestra protagonista se niega a aceptarlo y nos demostrará hasta dónde es capaz de llegar para costear el tratamiento que podría ser la única opción para salvar a su hijo. Poco importa que sea una persona golpeada por la desgracia ya desde el pasado, o que viva en un entorno hostil que deja poca esperanza: Ana echará el resto y pondrá su propia vida en juego para ganarle la partida a la muerte. Pero ¿se puede escapar del destino trágico? ¿Qué está dispuesta a hacer una madre por salvar la vida de un hijo? ¿Qué tan peligrosa puede volverse una mujer desesperada? ¿Conocemos nuestros propios límites ante una situación de presión contrarreloj? ¿Qué nos queda cuando lo hemos perdido todo, por qué seguir luchando? Todos estos interrogantes resumen el viaje de la protagonista.

Calderón planea su pieza como una especie de polifonía en la que tres actrices prestan cuerpo y voz a una docena de personajes. Gabriela Iribarren carga sobre sus hombros con el peso de esa Ana titular: una mujer chupada por el paso del tiempo y las circunstancias, de voz aguardentosa, como si un camión le hubiese pasado por encima ya antes de empezar… y lo que le queda. Es una interpretación agotadora y plagada de matices que va de la esperanza a la resignación, del miedo al paroxismo (impresiona su entrega total en muchos momentos a una emoción desaforada, casi obsesiva y enfermiza) y bordea a veces el mundo de la locura: el esfuerzo es grandísimo (porque sus largos textos fluyen muchas veces como un desesperado flujo de conciencia) y la actriz conmueve en una de las interpretaciones más sinceras que haya visto en tiempo. Todo un salto al vacío sin red que la intérprete borda en una interpretación orgánica, por momentos sutil, por momentos violenta; pero siempre plagada de verdad y aliento trágico. Ana contra la muerte está llena de virtudes; pero solo por admirar lo que hace Iribarren ya merecería la pena ver la función.

Marisa Bentacur y María Mendive le dan todas las réplicas, paseando por una serie de personajes que construyen la historia y que van desde una amiga de la protagonista que trata de evitar que Ana vuelva a caer en errores del pasado hasta un dealer, una jueza, una sicaria con la que Ana comparte celda, una doctora o una enfermera. Bentacur y Mendive (que, como en el caso de la protagonista se valen tan solo de sus voces y sus cuerpos para crear los personajes) realizan también un esfuerzo ímprobo, porque no es fácil mantener el tipo como ellas lo hacen cuando lo que está enfrente es una actriz de semejante calibre. Betancur aporta presencia poderosa y una candidez que ayuda mucho en los personajes más empáticos, mientras que Mendive asume a menudo roles de corte más narrativo. Las tres generan un intenso y emocionante trabajo de equipo que arma un todo de muchos quilates: desde luego, es una de las piezas mejor interpretadas que haya visto últimamente: nadie se queda atrás. Un duelo actoral en el que la temperatura crece y crece: el público sigue la pieza entre pasmado y emocionado en un silencio casi sacerdotal que solo se rompe con algunos llantos que se escuchan con claridad en la platea.

El autor sitúa a las actrices en una especie de teatro de madera, con telares que las propias intérpretes mueven de forma manual para ir sugiriendo los diferentes espacios en los que transcurre la acción. La certeza del teatro es otra de las metáforas presentes en una pieza que invita al público a cuestionarse si esas actrices son actrices o están representando lo real. Porque, como dicen al comienzo: “nos salimos para que no nos doliera, pero el dolor es real”. El juego constante entre interpretaciones de corte realista y rupturas de la acción (mediante apartes a público, mediante música…) puede hacer que el público pierda la percepción real de lo que está presenciando; pero a la vez funciona como un buen revulsivo ante una trama implacable que da poco respiro al espectador y poca esperanza.

Y es que Ana contra la muerte trata sobre la muerte de un hijo; pero ese conflicto detonante sirve a Calderón para poner en la mesa muchas otras cuestiones como los riesgos de la desigualdad social en una sociedad de clases, los límites que separan el rol jurídico de la apariencia humana de las personas (¿pesa más ser jueza o ser madre?) la contradicción del universo del narcotráfico (para salvar a su hijo Ana debe enviar, indirectamente, a la muerte a otros hijos). Es, después de todo, el retrato de una sociedad podrida en la que no hay demasiadas oportunidades reales para otra cosa que no sea la resignación de los peces pequeños que van a ser comidos sí o sí por el pez grande. Llama la atención que Calderón ha construido un universo dominado por la presencia femenina, despojado de toda aparición de hombres (a excepción del hijo de Ana, que es casi una presencia silente y evocada y de un dealer). Nada sabemos, por ejemplo, del padre de la criatura; aunque, a juzgar por el pasado que se intuye a la protagonista, no parece nadie bueno.

Poco hay en Ana contra la muerte del humor (salvo, más allá, por la escena en que la sicaria intenta explicar a la protagonista por qué Dios debe estar de acuerdo con su “trabajo”) o de los universos surrealistas que pueblan la obra del dramaturgo uruguayo: esta es su pieza más sincera, más descarnada; tal vez incluso más sencilla en la forma escogida para narrar la fábula. Hay quizá una última escena, a modo de epílogo, susceptible de suprimirse para acabar la función de modo más redondo (el futuro que le espera a esa mujer lo hemos comprendido) pero que sirve para que Iribarren nos deleite con una (otra) catarsis que, sin embargo, quita algo de potencia a la pieza. Resulta además curioso encontrar una obra de estructura tan “clásica”, sobre todo si se está acostumbrado al particularísimo universo de Calderón; y hasta podríamos decir que tal vez el argumento afronte demasiados temas en los que no se llega a profundizar más de la cuenta, más allá del periplo de la protagonista por salvar a su hijo de una realidad que escapa de su propio control. Y, sin embargo, no se puede negar que el trabajo actoral es admirable, que la pieza abruma por su impacto emocional y que es teatro en su más pura esencia.

La respuesta del público, entre la emoción y la explosión de ovaciones, da buena cuenta del impacto del espectáculo, sustentado en una prosa poderosa y en unas interpretaciones realistas, descarnadas y verdaderamente imponentes. De las de no perderse.

Hugo Álvarez Domínguez

“Ana contra la muerte”. Texto y dirección: Gabriel Calderón. Con: Gabriela Iribarren, Marisa Bentacur y María Mendive. Diseño y realización de escenografía e iluminación: Lucía Tayler, Matías Vizcaíno, Miguel Robaina Mandl. Vestuario: Virginia Sosa. Fotografía: Mauricio Rodríguez. Desarrollo de identidad gráfica: Agustín Spinelli. Prensa: Silvina Natale. Comunicación: Matías Pizzolanti. Asistencia de dirección: Elaine Lacey. Asistencia de producción: Vladimir Bondiuk. Producción general y gira: Matilde López Espasandín. Presentado en colaboración con el Festival de Otoño, el Teatro Lope de Vega de Sevilla y el Teatre Principal de Palma de Mallorca. Teatro de la Abadía, 30 de noviembre.

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