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‘Draconis lacrimae’ en Gondomar

El título parece el de una película de ciencia-ficción o el de un videojuego. Gondomar es un ayuntamiento de la comarca de O Val Miñor, completada por Baiona y Nigrán, en la zona metropolitana de Vigo (Pontevedra). Gondomar ha acogido la 11 edición del festival de danza y artes del cuerpo C(A)T, Corpo(a)terra, organizado por el colectivo Traspediante, constituido por las coreógrafas Marta Alonso Tejada, Begoña Cuquejo y Paula Quintas. Draconis lacrimae, de Pablo E. Lilienfeld y Federico Vladimir Strate Pezdirc, de origen gallego, asentados en Bruselas, es la apuesta más ambiciosa y arriesgada de esta edición de Corpo(a)terra.

 

En medio de un campo rodeado por árboles frutales y un pazo reconvertido en restaurante y posada, o Pazo da Escola, al caer de la tarde y entrando en la noche, Draconis lacrimae ha sido una experiencia artística provocadora y sorprendente, de alto voltaje simbólico-político. Una de esas piezas difíciles de ver en el contexto gallego y en las programaciones regulares de los espacios de exhibición de espectáculos. ¿Por qué? Seguramente por muchas razones que, sin embargo, hacen de esta pieza una propuesta absolutamente imprescindible para abrir mentes y para remover conciencias. Imprescindible, también, para ensanchar nuestra concepción artística, para agitar la idea que podemos tener sobre la danza, el teatro o la performance. Draconis lacrimae desafía las convenciones más populares y estandarizadas de esas modalidades artísticas.

Con el público sentado a cuatro bandas, alrededor de un cuadrilátero elevado, en cuyos ángulos se sitúan cuatro pantallas y sobre linóleo blanco, Joshua Serafin, Camilo Mejía Cortés, Anaël Snoek, Pablo E. Lilienfeld y Federico Vladimir Strate, sin impostura de ningún tipo, comienzan explicándonos la propuesta que van a compartir. Se trata de una performance, que integra un alucinante y complejo espacio sonoro y audiovisual, para llevarnos a través de varios pasajes de una especie de juego de rol. Entre lo tecnológico y lo carnal, este juego es de índole fantástica y de fuertes connotaciones alegóricas y políticas.

La dramaturgia implica, de una manera muy acertada e inteligente, que el nivel alegórico de los personajes, de origen mítico y fantástico (el Gigante, la Druida, el Vampiro, la Pegaso, el Dragón, etc.) se circunscriba al orden de la enunciación verbal.

Se trata de personajes referidos que nos son descritos o contados por los actuantes, haciéndose un lugar en nuestra imaginación, de una manera libre, sin que nos los interpreten actoralmente.

Ese relato de los personajes alegóricos, de sus características, atributos y acciones, son evocados por cada participante a través del movimiento del cuerpo, del juego con el sonido y las analogías y asociaciones establecidas en los vídeos que podemos ver en las pantallas.

De esta manera, la realidad implacable e incontestable de la performance, de las presencias y de los cuerpos, está siempre presente y desnuda, sin que la interpretación (realista o dramática) de los personajes la tape.

Esto hace mucho más provocador e impactante cualquier acción o movimiento. Por ejemplo, el desnudo integral masculino de uno de los actores, girando sin pudor alguno, sobre una plataforma circular, a modo de podio con escultura humana que evoca un gigante que devora piedras y las expulsa por el ano. El actor introduce una especie de canicas de colores en su boca, hace el simulacro de masticarlas y tragárselas y acaba por expulsar unas cuantas por el ano y otras por la boca.

La visión del ojo del culo del actor, de manera ostensible y sin más amparo que el relato del personaje perteneciente al juego de rol, resulta, en mi opinión, un bofetón contundente al hetero-patriarcado. Ese ojete masculino abriéndose hacia el respetable público generó un silencio y una tensión enormes. Seguramente desasosiego, en muchos casos, incredulidad en otros, alerta y gusto en otros… Sin duda, una acción política para mover conciencias y conceptos culturales arraigados, referentes a la identidad y a lo humano.

Si el desnudo fuese el de una mujer cis-género, de cuerpo normativo según los cánones de belleza que marca la moda, rápidamente sería convertido en un objeto pasivo de nuestra mirada, para la delectación erótica o estética, manteniendo el statu quo heterosexista del patriarcado, sin mover ni remover los compartimentos estancos más tradicionales. Sin embargo, que sea un hombre cis-género quien se desnude y exponga una de las partes sobre la que pesan mayores tabúes, utilizándola, además, en la acción de la performance, eso resulta más efectivo que cualquier discurso verbal transgresor. Velahí el poder de la presencia, de la carne, del materialismo práctico, apoyado en el juego del personaje alegórico referido.

De modo parecido, también es de una eficacia radical la presencia de la persona actuante inter-género, que no podemos clasificar ni etiquetar como hombre o como mujer, que juega el personaje de la Pegaso.

En mi opinión, es muy importante y necesario que comencemos a ver en los escenarios, ese lugar de la mirada y la visión (en el sentido más trascendental y político del término visión), a personas inter-género o personas no binarias. ¿Por qué? Pues por muchas razones que redundan en hacer que nada de lo humano nos resulte extraño o censurable, cuando no hace daño a nadie. Aunque a una señora o a un señor neo-fascistas les pueda hacer daño tal visión y les resulte algo nocivo.

La presencia de personas inter-género, no binarias, más allá de la aceptación de la diversidad, puede suponer una liberación para otras personas que no acaban de encontrarse a gusto dentro de los compartimentos de género hombre/mujer, que, como sabemos, implican una manera de comportarse, de ser y de estar en el mundo, más o menos regulada y fluctuante.

Además de las presencias, Draconis lacrimae despliega un discurso verbal, emitido en algunos diálogos breves o escrito en las pantallas, muy reivindicativo frente a las múltiples discriminaciones negativas que practica una buena parte de la población. Discriminación por el color de la piel, por la forma o la funcionalidad de los cuerpos, por ejemplo, los cuerpos a los que les falta alguna parte, por ser mujer, por ser femenino, por ser homosexual, por ser VIH+, por ser vegana, por cuestiones de salud mental, etc.

Draconis lacrimae es también un alegato contra la meritocracia y contra todas las formas de poder o imposición. Las propias formas y acciones de la performance suponen, en cierta manera, una abolición de esos parámetros por su dimensión coral, sin protagonistas, sin que ninguna de las personas que actúan lleve la palabra cantante.

La dramaturgia del sonido y audiovisual, dentro del dispositivo escénico, tienen gran importancia. Cada participante lleva micrófono y un altavoz aplicado al cuerpo, como si fuesen ciborgs. De esa forma el sonido puede ser amplificado y manipulado para generar efectos fantásticos que contribuyen a las atmósferas y a los paisajes asociados a esos personajes míticos.

Los vídeos son alucinantes, en ellos desfilan toda serie de monstruos fantásticos, mezclados con personajes históricos y reales, que pueden superar en monstruosidad a los de la ficción, tipo el dictador Franco, el dirigente de un partido político español actual de ultra-derecha, la familia real, etc. Mezclados también, en algunos pasajes, con personajes queer, del mundo de las artes, con fragmentos de alguna escena porno gay. Las imágenes están manipuladas, en algunos casos coloreadas y pixeladas, de manera que unas se funden con otras. El resultado estético y político es igualmente perturbador y provocador.

Las lágrimas del dragón pueden ser una valiosa metáfora, igual que toda la performance, sobre los tiempos actuales, sobre todas las discriminaciones injustas que albergamos, por educación, cultura y miedo.

La performance en ningún momento resulta pretenciosa ni fallida en el efecto que parece generar en el público, que aplaudió sin titubeos y con contundencia. Y las pocas personas que marcharon durante el espectáculo, si lo hicieron por disconformidad o desagrado, entonces también podríamos considerarlo como un éxito de la performance, en su capacidad para interpelar en lo ideológico, lo moral y lo estético y no para servir el populista café para todos.

Pese a la complejidad dramatúrgica, la realización se nos presenta como si fuese algo sencillo, sin alardes dramáticos ni dancísticos. Esto, por un lado, puede romper las expectativas que, en un festival de danza, se generan y también las referidas a esa tendencia más exhibicionista de virtuosismos físicos y del inocuo más difícil todavía, del que se invisten muchas propuestas de danza.

Por otro lado, esa sencillez en la ejecución, sin una coreografía marcada en lo más reconocible de la danza, contribuye a generar una verdad más rotunda, porque aparece desnuda de florituras. Sin el estilo que solemos reconocer o adscribir a la danza, los movimientos y las acciones se nos presentan como algo muy real y próximo, igual que las personas que actúan.

Una sencillez que, finalmente, también va a servir para que los universos míticos y fantásticos y los sucesos referidos, en sus extraordinarias facetas, sean asumidos por la recepción. En otras palabras, esto sucede gracias a que la performance no resulta grandilocuente ni pretenciosa, porque tampoco intenta convencernos de nada ni que nos creamos nada. Hay, en todo momento, un darnos libertad y emancipación.

Ya para acabar, hacer especial mención de la parte final de Anaël Snoek, que fue una delicia. Entre el recitado y el canto, la escena se convirtió en un sortilegio contra la dominación y la violencia, a otras personas, a animales, al planeta.

En resumen, arte que desafía clasificaciones fáciles y que vuelve a retomar la función provocadora y polemizadora, tan necesarias. Sin duda, una pieza que no deja indiferente a nadie. Del mismo modo que nadie va a salir igual que ha entrado en el juego que se nos propone y al que, casi sin darnos cuenta, entramos.

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