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Dramaturgia versus creacionismo

Dramaturgas/os escénicas/os es, quizás, un término más justo que el de «creadoras/es», por aquello que decía ironicamente, hace años, Boadella: crear sólo crea Dios y todo está ya creado, nosotros copiamos.

Por otra parte, el concepto «dramaturgas/os» se ciñe, etimologicamente, a aquellas personas que trabajan y componen con acciones escénicas, haciéndole frente e la terminología «creacionista».

Igual que la «metalurgia» es el trabajo con los metales, la «dramaturgia» es el trabajo con las acciones y presupone un oficio, un artesanato e, incluso, cuando se hace con vocación, pasión y valores, puede elevarse a un «arte».

Además, como otras disciplinas profesionales y artísticas, la dramaturgia (texto, tejido o composición de acciones escénicas), presupone unos conocimientos técnicos y metodológicos que han ido evolucionando a lo largo de la historia de las artes escénicas. Esas técnicas y metodologías que cada dramaturga/o rehace, actualiza y personaliza, suelen ser el resultado de una «tradición» de maestras/os, de artesanas/os y de artistas, que nos han servido de guía, para orientar la brújula de nuestras inquietudes teatrales. Así Gordon Craig, Tadeusz Kantor, Kurt Joss, Mary Wigman, Pina Bausch etc. han marcado tendencias y nos han servido para reorientar nuestro labor con las acciones escénicas. Lo mismo que en los textos (tejidos, partituras) escritos de Heiner Müller, Séneca, o en las reflexiones de Antonin Artaud, Sarah Kane encontró algunos de sus maestros a partir de los cuales evolucionar y refinar su poética dramatúrgica.

Las palabras las carga el diablo y en su manejo y exactitud reside una praxis, un «hacer» más detallado frente a otro más descuidado de brocha gorda.

¡Ojo! Las palabras no se reducen a sonidos, a fonemas ordenados, o a una lógica causal. Las palabras también hacen brotar imágenes, sabores y olores. Las palabras dichas tienen una base física y sonora, también musical, que despierta nuestras emociones y revela o desvela nuestros pensamientos. Por eso resulta un poco reduccionista su rechazo prejuicioso, supongo que basado en ese peso hegemónico de las posiciones logocentristas de un cierto «teatro de declamación» o del auge desmesurado de un «teatro burgués» que aplastó la verdadera «esencia» (palabra que puede provocar un miedo cerval) del teatro, que es la composición de «acciones escénicas» de naturaleza heterogénea, o sea: la dramaturgia.

Los lenguajes escénicos son de naturaleza heterogénea. Y decimos lenguajes porque nos referimos a «códigos», o sea: conjuntos de «signos» con una voluntad expresiva, comunicativa e, incluso, informativa. El código lumínico, al igual que el código gestual o el verbal, por ejemplo, se constituyen en componentes de esa partitura de acciones escénicas. Cuando la luz es utilizada en escena con fines expresivos, diegéticos, se vuelve acción escénica, frente a la luz utilizada simplemente para que se vea el escenario. Así pues, la acción lumínica forma parte de una dramaturgia y requiere oficio, técnica, metodología, aprendizaje etc. en su aplicación a esa partitura, a ese texto (tejido) de acciones escénicas. Nada más lejos del «creacionismo», de la creatividad, o de la ciencia infusa. Para utilizar la luz en una dramaturgia es mucho más útil y NECESARIA la técnica, la metodología, la experiencia y la teoría (reflexión práctica), que la iluminación de las musas o las «pajas mentales».

Es bien cierto que el manejo y el conocimiento técnico, metodológico y teórico no son garantía para realizar una «obra de arte» escénica, si no existe una vocación, una pasión, algo que decir o algo sobre lo que interrogar(nos). Pero sin esas condiciones artesanales y de oficio y artificio teatral, que han ido evolucionando a lo largo de la historia, no hay posibilidad, tampoco, de realizar una «obra de arte».

En resumen, contra una concepción creacionista de las artes escénicas yo prefiero una concepción materialista, inmanentista, basada en la DRAMATURGIA, el oficio, la técnica, la teoría y un talento y pasión que sean capaces de trascenderlos y difuminarlos sin obviarlos. No creo en la ciencia infusa. No creo en los iluminados. No creo en los genios. No creo en las musas. Soy ateo. Confío en el trabajo hecho con gusto y vocación, con ética y una formalización estética cuidada al detalle. Confío en las/os profesionales cualificadas/os, aquellas/os que saben tejer un traje que nos abriga de la intemperie del mundo o nos ayuda a revelarnos, no en aquellas/os que desde un narcisismo o exhibicionismo vacuos nos ignoran desde sus torres de marfil y sus atalayas geniales.

El teatro creacionista, en muchas ocasiones, es como el emperador aquel del cuento, que pavonea su vestido invisible bajo pretensiones de «haute couture», en el macdonalds o el ikea súper modernos de los «fashion victims» del teatro contemporáneo y otros gurús.

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