El Hurgón

El Contador Descontado (Capítulo XVIII)

Kilovatio conocía muy bien al hombre que le entregó el sobre antes de salir, y a quien el portero presentó, con mucha ceremonia, como el revisor de preceptos, porque fue con él con quien cruzó las primeras palabras cuando llegó al Centro, con quien tuvo la primera experiencia de empatía en dicho lugar, con quien se había entrevistado muchas veces, y con quien en algún momento compartió el sueño de armar nuevos proyectos para hacer del contador de historias un profesional sin parangón en la historia de las artes, y por eso lo saludó, delante del portero, como si fuera la primera vez que lo veía.

Cuando cerraron el gran portal del Centro detrás suyo, no supo adónde ir, pero se le ocurrió que la respuesta a este interrogante estaba dentro del sobre. Avanzó dos cuadras, en busca de un bar donde se reunían gentes de la escena, la música, la literatura, y demás intelectuales, y del cual había oído hablar mucho a Trevi y a Merlo, con la intención de sentarse a tomar un café mientras leía el contenido del sobre, y decidía su nuevo camino.

Cuando entró observó que muchas miradas convergieron en él, y por eso continuó, tímido, su camino, buscando una mesa en un lugar adonde no llegara la avasalladora actividad intelectual, pues se sintió intimidado por la forma de actuar de quienes compartían en el bar, y le hicieron revivir la vergüenza de origen que tantas veces sintió en el Centro, cuando los instructores expresaban palabras nunca antes escuchadas por él, y por cuyo significado temía preguntar.

Esperó que vinieran a ofrecerle servicio, pero nadie llegó. Pasó por su mesa alguien cuyo aspecto le dio la impresión a Kilovatio de que se trataba de un camarero, y a quien llamó la atención para preguntarle si podía traerle un café, y el hombre, ofendido, volvió la mirada hacia el lugar donde había surgido la petición, y en tono altanero, protestó:

-Oye, ¿qué te crees? Pero casi al mismo tiempo, llamado por un recuerdo de asociación, levantó la mirada hasta la parte media de la pared que había detrás de Kilovatio, la llevó después al rostro de éste y con gesto de rectificación, dijo:

-¿Quieres, de verdad, un café? Pues yo no soy camarero, y aquí cada quien se sirve, pero será para mí un gran placer servirte.

-¿Qué ha sucedido? – se preguntó, Kilovatio, atolondrado, incapaz de comprender la causa del repentino cambio de actitud del hombre.

Las pocas experiencias vividas por Kilovatio fuera de su pueblo habían ocurrido en el Centro, y por eso sus explicaciones acerca de los actos de las personas se basaban en referencias escuchadas, con mucha atención, por cierto, a sus instructores, para quienes los intelectuales eran gente que cambia de parecer de un momento a otro, y en la mayoría de las ocasiones sin justificación aparente. Y estaba tratando de explicarse esa forma de ser tan peculiar de los intelectuales, y preguntándose si él podría llegar a ser uno de ellos, cuando llegó el hombre con el café, lo puso sobre la mesa, se sentó frente a él, y con gesto muy amable le dio la bienvenida:

-Bienvenido al bar Utopía, adonde sólo entra lo sumo de la intelectualidad.

Kilovatio no supo qué responder, porque no sabía si esas palabras eran una prolongación de su actitud extraña de intelectual, o una invitación a conversar, y se limitó a pronunciar un “gracias por el café”.

-Me gustaría oírte hablar de ti mismo – dijo el hombre.

-¿De mí?

-Sí, eso he dicho – respondió éste, con voz tan amable que parecía amanerada.

-Pues…

-¿Vamos, hombre, no seas tan modesto!

Ahora entendía menos. Miró a los ojos del hombre para averiguar sus intenciones, pero recordó que se hallaba en un bar de intelectuales, en donde la prolongación de una mirada podía tener múltiples interpretaciones, pues había aprendido en el Centro que uno de los juegos más practicados por los intelectuales es el de las interpretaciones, y por eso decidió bajarla.

El hombre interpretó esto como un gesto de humildad:

-Entiendo que no quieras hablar de ti a los cuatro vientos, por modestia, pero es bueno ayudar a impulsar nuestro nombre con comentarios propios– dijo el hombre. Nunca debemos desaprovechar la oportunidad de hablar bien de nosotros mismos – recomendó.

Kilovatio había tomado atenta nota de la expresión “por modestia”, y en vez de preguntarle al hombre el significado de dicha palabra, jamás escuchada por él en el Centro, simplemente repitió, en tono vocativo:

-¡Ah!, ¿Modestia?

Y como el hombre era un intelectual intuyó de inmediato la ignorancia de Kilovatio y saltó pronto en su auxilio:

-Es no ser engreído. .

Kilovatio repitió la estrategia que usaba en el Centro cuando no sabía el significado de una palabra, y empezó a repetir:

-¡Engreido, engreído.

-Vanidoso – explicó el hombre, convencido de que con esta última explicación sustraería a Kilovatio de la ignorancia, pues este exclamó:

-¡Ah, entiendo!

-Sí, llevas en el rostro la modestia – dijo el hombre con ánimo de continuar ensalzando a Kilovatio.

-¿De qué tengo que hacer alarde, si apenas soy un hombre en formación? – se preguntó Kilovatio, mirando, en silencio, al hombre.

Este se levantó, y dijo:

-Ya regreso.

Para Kilovatio hubiese sido mejor escuchar un adiós, porque no conseguía armar un tema con ese hombre quien seguramente lo estaba confundiendo con alguien, y por eso esperaba una larga ausencia suya, y ojalá para siempre. Tomó el primer sorbo de café, agarró la mochila en cuyo interior llevaba su equipaje, la puso sobre sus piernas, la abrió, introdujo su mano derecha y sacó el sobre que le había entregado Merlo antes de salir del Centro, lo puso a un lado de la mesa, ató nuevamente las cuerdas para cerrar la mochila, y luego la puso sobre un asiento de al lado. Tomó otro sorbo de café mientras sopesaba con la mano libre el sobre como si intentara definir la importancia del mismo de acuerdo con su peso. Puso el pocillo sobre la mesa e iba a abrir el sobre cuando reapareció el hombre, en compañía de otro:

-Quiere conocerte – dijo, señalando con el pulgar derecho a su acompañante – ha oído hablar mucho de ti

Ahora sí comprendía menos Kilovatio. ¿Será éste un lugar en donde se hacen burlas a la gente? – se preguntó, intimidado, pero cuando el hombre le tendió la mano para pedir estrechar la suya y vio en su rostro gestos de complaciente sumisión, sobre los cuales él conocía bastante, porque en el Centro se practicaban mucho, cambió de opinión.

-Pero, ¿qué tengo de especial para que la gente quiera conocerme? – se preguntó.

El recién llegado alabó el silencio de Kilovatio, afirmando:

-En realidad, eres el colmo de la modestia. Miró a la parte media de la pared a la cual daba la espalda Kilovatio y luego al rostro de éste y con un gesto que denotaba seguridad plena, recalcó:

-Sí, en realidad un exceso de modestia. Hizo una ligera inclinación de tronco hacia adelante, y haciendo el saludo de quien se descubre la cabeza frente a un ser superior, recitó:

– Me quito el sombrero ante ti.

-¡Cómo! Esto sí le supo a burla a Kilovatio, porque ese hombre no llevaba sombrero. ¿Qué quería decir con eso? Mostrando disgusto se levantó, convencido de que lo que acababa de hacer el hombre era una burla y enfrentando a quien le había traído el café, preguntó

-¿No tienen más de quien burlarse?

-Está usted equivocado – respondió éste. Nadie se está burlando de nadie.

-Este señor ha dicho que se quita el sombrero ante mí – alegó Kilovatio, enfadado, señalando con el índice derecho a quien lo había dicho. ¿Cuál sombrero, si este señor no lleva sombrero?

Los dos hombres se miraron, sorprendidos, evitando una sonrisa casi imposible de esconder. Luego, quien había llegado primero, le explicó:

-Hombre, Kilovatio, esa es una forma de decir de una persona cuando le quiere expresar su admiración a otra.

La mención de su nombre despertó su curiosidad, pues no recordaba haberse visto alguna vez con ninguno de los dos individuos, ¿De qué me conocen? – se preguntó. Pero como era una pregunta cuya respuesta sólo podría obtener si la hacía en voz alta y dirigida a quien había mencionado su nombre, Kilovatio le preguntó:

-¿Me conoces, acaso?

-Hombre, Kilovatio, ¿quién no te conoce? No sólo te conozco yo sino que te conoce medio mundo.

El atolondramiento de Kilovatio aumentó porque ahora sí no comprendía nada.

-¿Cómo medio mundo?, si salí de mi pueblo hace dos años y no he dejado en todo ese tiempo el…

-Centro – le cortó quien había pronunciado su nombre – donde te estuviste formando como contador de historias.

-Sí, sí, y ¿qué más? -preguntó, ansioso, para averiguar qué mas sabía ese hombre de él y porqué lo sabía, y a lo cual éste por toda respuesta señaló la parte media de la pared a la cual estaba dando la espalda Kilovatio.

Kilovatio siguió la dirección del dedo del hombre dando vuelta a su cabeza y luego mirando hacia arriba, y cuál no fue su sorpresa cuando descubrió un cartel con su foto, la misma que el director había visto en el portarretratos en la oficina de merlo, y en cuyo pie se leía un texto que decía: Kilovatio, la revelación del contador de historias.

Kilovatio no podía creerlo.

-No recuerdo haber estado contando en ningún lugar –dijo.

Bueno, pues ahí está la evidencia – dijo el hombre que le había traído el café. Eres conocido, y muy conocido, por cierto.

-Pero, ¿cómo saben ustedes que yo cuento historias?

-Porque nos lo han dicho.

-¿Quién?

-Alejandro Trevi y Ricardo Merlo.

-¿Los que trabajan en el Centro?

-Eso es.

-Pero, ustedes nunca me han visto contar, porque sencillamente yo aún no he contado para el público, porque “el maestro” dice que aún no estoy preparado para hacerlo.

-¡Ah, “el maestro”! – exclamó con sorna uno de ellos. Lo han sacado hace un momento del Centro cuatro loqueros – explicó.

-¡Cuatro loqueros! – dijo, Kilovatio, con acento vocativo. ¿Por qué? – preguntó un momento después

-Porque cuando se siente sin poder quiere acabar con todo –explicó uno de los hombres.

-Ya decía yo que este hombre no era normal – pensó Kilovatio, recordando la actitud enigmática del director. Luego, preguntó:

-Y el Centro, ¿quién quedará al frente del Centro?

-El Centro se acaba – respondió el que había llegado después. Parece que Trevi y Merlo quieren montar otro.

Kilovatio empezó a comprender de dónde venía esa gran simpatía que Trevi y Merlo le habían expresado durante los últimos meses, y porqué habían adoptado con él cierto aire de intimidad hasta el punto de involucrarlo en la discusión de temas reservados a los alumnos avanzados como el futuro del contador de historias.

De repente advirtió que una llama alumbraba en su interior y sintió henchido su pecho. Se removió en su asiento y esperó que aquellos dos hombres continuaran alabando su arte de contar historias y del que nunca habían sido testigos.

Pero, ¡qué importaba!, Kilovatio ya sabía que a partir de ese momento su vida ya no sería la misma.

 

 

 

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