Un cerebro compartido

El desnudo a escena

La desnudez que algunos directores imponen en sus montajes raramente transmite más allá de la evidente falta de ropa. Por lo general, el desnudo se usa como recurso de una supuesta vulnerabilidad, pero, siendo realistas, esto casi nunca se entiende y pocas veces se consigue. No debemos olvidar que, sobre el escenario, deberíamos trabajar para darle al espectador la posibilidad de imaginar. El teatro tendría que conjugar el verbo sugerir en vez de mostrar. Y claro, cuando no pasa esto, se recurre al desnudo con la impunidad propia del que no entiende las reglas del juego o del que quiere imponer unas más cercanas a otro tipo de expresión artística.

Por lo general cuando aparece piel, el público sale de la obra como lo hace el vestuario.  Menudo error. Imaginemos una obra en la que hay un asesinato y se trata de descubrir quién ha sido. En un montaje, el director decide inventarse un aparte al comienzo de la obra y mostrar que ha sido un determinado personaje sin dejar que el espectador lo vaya metabolizando de acuerdo con la dramaturgia. El “suicidio escénico” de este personaje hace que el recorrido que tiene sea más corto, mostrando de entrada qué es, y lo poco que queda por descubrir se limitará a elementos tangenciales al desarrollo dramatúrgico de la obra, aunque necesarios como el cómo es. No sé si es el mejor ejemplo, pero pasa lo mismo con la ropa. El verbo sugerir debería sustituir al verbo mostrar, de igual manera que el verbo averiguar debería eliminar al verbo confesar del ejemplo anterior. De esta manera, sugiriendo, conseguimos que el espectador procese de acuerdo con su imaginario ya que mostrando pasa de presenciar un personaje a presenciar un actor/actriz, desnudo/desnuda. Tengo la absoluta certeza de que los intérpretes que confían en los directores que los desnudan entenderán los argumentos que plantean para la necesidad de su poética, del desarrollo de la obra, de la propia naturaleza del texto, bla, bla, bla. Pero yo levanto aquí la mano y llamo a una segunda reflexión. En mis años dedicados al teatro, aún no vi un montaje en el que un desnudo fuese realmente justificado. Es más, considero una especie de afrenta innecesaria tener que desnudar a nadie en escena. A lo mejor es un problema mío, pero es que hasta como espectador sigo sintiendo una bofetada que me devuelve a la realidad como cuando el despertador me recuerda que son las siete.

Creo que, con un desnudo, el público se pierde. El actor también. Otra cosa es lo que uno quiere hacer con su vida y su cuerpo fuera del teatro. Hay documentación fácil de encontrar que afirma que el nudismo tiene efectos beneficiosos sobre nuestra salud física, psicológica, social y sexual. La desnudez promovería beneficios psicológicos como una mayor autoestima sobre nuestro cuerpo, reafirmaría la identidad y reduciría el estrés y, en lo social, favorecería la superación de ciertos cánones de belleza establecidos socialmente que condicionan nuestra vida. El miedo a la desnudez muchas veces es miedo a no encajar en estos moldes, pero eso es fuera del teatro. Por desgracia, la sociedad en la que vivimos, en la que yo me he criado, no nos ha enseñado a ver la desnudez como algo normal y esa rémora en la percepción condiciona el desnudo en la escena. Sería bonito que un desnudo contase tanto como un vestido rosa o un pantalón ajustado, pero no siempre es así ¿Lo será?, ¿tendremos la capacidad de normalizar el desnudo e incorporarlo al escenario sin que nos chirríe? Puede ser. Oye, puede que incluso lectores más jóvenes no entiendan este planteamiento y me esté dando cuenta según escribo estas líneas que mi plasticidad cerebral aún no procesa el desnudo como debería. Ojalá cambie, pero hoy, los desnudos en escena yo no los veo. Me quedo con lo de sugerir en vez de mostrar.

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