Críticas de espectáculos

El grito en el cielo /La Zaranda

Los encadenados a la apariencia de la vida

En nuestro mundo cada vez más deshumanizado, congelado por el cálculo frío, semejante a un mercado globalizado, en el que todo -incluso la vida humana-, se convierte en un producto cuyo valor sube o baja como en la bolsa según las normas impuestas por las circunstancias, las políticas, las reglas sociales y religiosas, La Zaranda lleva siempre una burbuja de oxígeno, de aire libre, saludable, que transciende los esquemas y estereotipos de pensamiento y de conductas.

Más que un hecho artístico, con su identidad estética específica, el teatro de La Zaranda con El Grito en el cielo, creado en 2013 en la Bienal de Venecia, nos enfrenta a las cuestiones esenciales sobre el destino del ser humano, el sentido de la vida, nuestra libertad ante la muerte, el sentido del arte, que nos ayuda a vivir e incluso a morir.

El arte o lo espiritual, sin ningún misticismo, que nos arranca de los mecanismos del sistema organizado para morir, como en este caso del geriátrico donde unas personas se encuentran depositadas en estado final de su vida, como los viajeros esperando el tren de la muerte sin horarios.

Nos complace pensar la vejez como una jubilación agradable ocultando su otra vertiente: la incapacidad, la degradación física e intelectual.

Pocos autores y grupos de teatro tienen la audacia de confrontarnos con tanta lucidez y fuerza con la experiencia del fin de la vida y sus dilemas, con la conciencia y el temor de la nada.

Como en el teatro de Tadeusz Kantor, que ha nutrido la estética de La Zaranda, El grito en el cielo nos coloca en una frontera muy fina entre la vida y la muerte. O mejor dicho, en la memoria de la vida.

En el escenario, un geriátrico aséptico; a la vez concreto y metafórico de nuestro mundo donde cuatro ancianos aguardan la muerte. La muerte real, inexorable que, sin embargo, rechazamos o intentamos alejar, haciéndola desparecer de nuestra vista, colocándola en la categoría de pesadilla o película de horror.

Estos cuatro personajes reducidos al estado de órganos deteriorados «sin más esperanza que la sedación paliativa que los desintegre en la nada, los tratamientos, las sesiones de rehabilitación y terapias (entre ellas las artes como ejercitación corporal y entretenimiento) que ocupan rutinariamente sus días» explica La Zaranda.

Más allá de la problemática del ser humano deshumanizado por el mantenimiento en la vida que tiene de ella solo el nombre, la obra plantea una serie de cuestiones fundamentales:

Así como la libertad de decidir sobre nuestra vida, ¿Cómo vivir lo que nos queda de ella? La libertad de decidir nuestra muerte.

¿Condenar al ser humano a convivir con dolores en un estado vegetativo es humano?

¿Qué significa la dignidad y la muerte digna?

¿Qué queda de un ser humano cuando entra en un proceso de aniquilamiento progresivo?

¿Se trata todavía de arte cuando se le ha mutilado de su sentido creativo, espiritual, reduciéndole a un instrumento médico o un medio de consolación?

La sociedad con su sistema de valores cristianos o laicos, pretende decidir sobre el destino de todos y nos impone la obligación de vivir a cualquier precio. Nos falta la audacia de rebelarnos para reconquistar la libertad de decidir sobre nuestra vida y nuestra muerte digna.

Parafraseando la palabra del Marqués de Sade se podría decir: un esfuerzo más para ser un hombre libre.

En El grito en el cielo La Zaranda retoma su lenguaje escénico de poética trascendente: el uso simbólico de los objetos, la expresividad visual a través situaciones e imágenes extraordinariamente potentes. La música de Tannhauser de Wagner, la transcripción del mismo tema para el piano y el órgano por Franz Liszt, Adore te devote de Santo Tomas de Aquino mezcladas con mambos de Pérez Prado, forma parte del lenguaje escénico subrayando en algunos momentos con ironía el cinismo, la solemnidad del discurso grandilocuente y vacío del personal y de los comerciantes de la muerte, el de la enfermera y del agente de seguros.

En el escenario, cuatro jaulas de alambre de supermercado donde son colocados cuatro ancianos en fase terminal de su vida. Tres hombres y una mujer evocan el mundo del mercado en el cual la muerte también forma parte de la mercancía.

Sus oficiales, vendedores de los tratamientos de la asistencia médica, de todos los tipos de entierro y formas de ceremonia de despedida con los «seres queridos» me recuerdan lo que dice Voltaire sobre los curas quienes aseguran su vida terrestre, material, vendiendo a los creyentes la felicidad en la vida póstuma.

Las jaulas tienen un uso múltiple, convirtiéndose en camas o en una cama de ruedas para llevar al cuerpo muerto; en montacargas o en un túnel laberíntico cuando los ancianos buscan la salida de este infierno geriátrico. Infierno en el cual los cuerpos muertos pasan por el crematorio también figurado por una jaula.

Dos andadores, sábanas y pies para colgar bolsas de medicación son los únicos objetos que intervienen en la trama escénica narrando la rutina cotidiana en este universo transitorio entre la vida y la muerte, regido por una enfermera. Como si temiera la contaminación (¿por las enfermedades o la muerte?) continuamente se pone guantes y se los quita.

A semejanza del ordenante de un ritual, dirige el grupo de ancianos con pijamas blancos, infantilizados con pañales, ejecutando como marionetas el protocolo cotidiano de tratamientos y ejercicios.

Así ejercicios de gimnasia, terapia ocupacional, músico terapia, teatro terapia, ejercicios para potenciar la memoria, etc. Cuando sus esfuerzos resultan un fracaso o cuando se rebelan y rechazan obedecer las órdenes de la enfermera ella se pone furiosa.

Oprimidos por la enfermera, los tratamientos embrutecedores, la rutina diaria marcada por el sonido del electrocardiograma, los horarios de las actividades y de la comida, unas veces los ancianos se rebelan, intentan huir dándose cuenta del horror de este lugar. «¿Dónde estamos? Peor no se puede estar. Es una locura meterse aquí. Nadie se escapa de aquí.»

En la última escena, mientras la enfermera les busca encontrando las jaulas vacías, los cuatro ancianos están por encima de las jaulas, mirando al cielo, parecidos a los pájaros que se escapan de una jaula lanzándose hacia la luz.

Los cuatro intérpretes de los ancianos con gran economía de palabras, pertinencia y sensibilidad expresan la profunda humanidad de estos seres destruidos, humillados, capaces de ternura que contrastan con la conducta fría, brutal, inhumana de la enfermera.

Una obra conmovedora, valiente, que rompe con los prejuicios y tabús en torno a la muerte.

Irène Sadowska Guillon

Obra: El grito en el cielo – Texto e iluminación: Eusebio Calonge – -Intérpretes: Celia Bermejo, Losune Onraita, Gaspar Campuzano, Enrique Bustos y Francisco Sánchez – Dirección y espacio escénico: Paco de la Zaranda – Producción: La Zaranda, Teatro Inestable de Andalucía la Baja.- Teatro Español de Madrid, sala principal

Del 13 al 31 de enero 2016.

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