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‘Inventio’ o magia y encanto de Martín Varela

El ilusionismo y la magia, literalmente, estuvieron muy vinculados con el teatro en la época barroca, antes de que el drama y los realismos los expulsasen.
La “comedia de magia”, entre los siglos XVII y XVIII, se apoyaba en una sofisticada tramoya y suscitaba el deleite del público con un amplio repertorio de prodigios y efectos fantásticos. Lo sensorial y lo circense eran sus puntales. ¿Teatro circense o circo teatral?
Quizás las “comedias de magia” se puedan considerar el antecedente de eso que denominamos “nuevo circo”, el que prescinde de animales y recurre a un aumento de la teatralidad.
Sea como fuere, lo que es innegable es la pulsión espectacular que anima estas artes. Lo increíble, el virtuosismo que exige la acrobacia, los malabarismos, los trucos de magia, los efectos ópticos, el envolvimiento sensorial, la emoción provocada por el más difícil todavía, la tensión generada por el riesgo asumido por acróbatas… Todo esto, su exhibición más que su representación o interpretación, resulta inevitablemente espectacular.
Aquí espectacular es sinónimo de asombroso, pasmoso, fantástico, increíble, alucinante…
Ir al teatro y encontrarnos esto es algo que nos gusta, porque los escenarios siempre fueron lugares para lo extraordinario.
El gran aparato escénico de aquellas “comedias de magia” de finales del barroco, que se extendieron casi hasta el siglo XIX, puede ser considerado una exaltación de lo teatral. También su naturaleza híbrida, mezclaba géneros y modalidades escénicas, puede considerarse una celebración del teatro. Las personas, en el escenario, se transcendían a sí mismas, a través de la magia, la danza, la acrobacia, los malabarismos… Toda esa plétora de efectos espectaculares nunca podría perder el calor de lo humano, el temblor del momento y el espacio compartidos. Nada que ver con la ciencia ficción o la fantasía en las pantallas. Lo espectacular o el asombro, nunca pueden ser lo mismo en vivo y en directo que en las impertérritas pantallas.

El viernes, 30 de septiembre de 2022, acudí al estreno de ‘Inventio’ de Martín Varela, en el Teatro Jofre de Ferrol. Martín Varela es un joven mago gallego, de la ciudad en la que acaba de estrenar esta especie de comedia de magia siglo XXI.
‘Inventio’ es magia redoblada. Lo primero es el propio mago, su apariencia real, su personalidad y su presencia escénica. Martín Varela es un joven literalmente encantador. Desprende un buen rollo y una gracia sutil muy singular que te desarma, que te enamora. No sé si escribir que tiene duende o que parece un duende. Ninguna impostación, ni en cómo habla ni en cómo se mueve. Ningún cliché, ninguna pose, ni manierismos reconocibles asociados al tachán-tachán de los típicos magos o de los números de circo. Hay en él una autenticidad bonita, armoniosa, exenta de engolamientos, de narcisismos o de chulerías. Alguien que hace maravillas, porque en eso consiste la magia, al fin y al cabo, y que no lo subraya ni lo ostenta. Esa misma ecuanimidad en la ejecución de los trucos, esa sencillez y encanto, tiene su correlato en otro aspecto que no me parece, para nada, menor: el género. Y no me refiero aquí a las convenciones particulares de la ficción artística, sino al género de la persona. En Martín no se detecta ninguna marca de las masculinidades tradicionales. Estamos en el siglo XXI y ya va siendo hora de que el hombre pueda aparecer desvinculado de las formas duras, rudas, graves, chulescas o incluso violentas de la virilidad. Y esto importa, claro que importa. Más aún cuando se trata de un espectáculo muy accesible para todo tipo de públicos.
En la magia de ‘Inventio’ resuena la magia de El Camino de Santiago, una ruta entre la leyenda y el mito, señalada en las estrellas por la Vía Láctea. Señalada en el escenario por gran lucerío (los focos y luminarias móviles tienen mucha presencia), por un vestuario fantástico, donde predomina el blanco, los brillos y destellos y también el azul cobalto de las cerámicas de Sargadelos. Los diseños geométricos de aquel Laboratorio de Formas de Galicia, con Luís Seoane e Isaac Díaz Pardo, inspirados en los trazados de los castros celtas y los petroglifos, se transmuta aquí en algunos diseños de vestuario y también en las geometrías coreográficas y visuales. Por esos laberintos se puede filtrar algo de lo que pudiese ser la identidad de un pueblo, como el gallego, con una cultura y una lengua diferenciadas.
Hay tres parejas artísticas, con tres modalidades circenses distintas.
El dúo de la bicicleta, que ya pudimos ver en el Circo de Nadal de Vigo de Xandre Vázquez, al que se suma todo el cuerpo de baile, para componer una escultura emocionante y bella sobre las dos ruedas de la bicicleta. Ella, Stéphanie Bouchard, con traje con estampado Sargadelos, de inspiración Bauhaus, también tiene un número de equilibrismo sobre el alambre y otro sobre botellas, además de un hermoso trabajo con aro aéreo. Él, Rubén Martín, con traje inspirado en los “peliqueiros” del “Entroido” (carnaval) de Laza (Ourense), hace equilibrismos acrobáticos sobre la bicicleta.
Está el dúo Deibit & Nymeria, que ofrecen una belleza visual y temporal trabajando adagio, percha y cintas aéreas, de una manera danzada, con números muy lucidos en las figuras que llegan a componer, tanto sobre el suelo como en el aire. Asumen momentos de riesgo en los que casan aire, fuego y agua. El aire y el agua, literalmente, cuando se mueven dentro de un cáliz lleno de agua y ascienden para hacer piruetas aéreas, de giros y contorsiones sorprendentes. El fuego, metafórico, en la pasión que le ponen.
Y está el dúo de chicos saltimbanquis, Steven Peralta y Daniel Satizabal, haciendo triples saltos mortales en los extremos de un balancín, saltos en báscula. Estos últimos son los que más nos hacen sentir el riesgo. Una entrega total en la que actuar, realmente, es jugársela.
Está el sexteto dancístico, las bailarinas Julia Méndez, Cristina Amor, Amara Pérez y los bailarines Ismael Olivas, Fernando Rois y Carlos Núñez, coreografiados por la veterana Mercedes Suárez (Chedes), que bailan utilizando pasos de ballet. Interpretan secuencias de danza y también utilizan el baile para hacer las transiciones entre los números circenses y los de magia, además de intervenir, de diferentes maneras. La opción del estilo de ballet es coherente con esa tendencia geométrica, con la fantasía y las retóricas circenses de lo extraordinario, de lo más difícil todavía.
Por su parte, Martín nos brinda números de ilusionismo en los que hace flotar una barita mágica siglo XXI, más conceptual o abstracta que la más icónica de los cuentos tradicionales, también podría ser un elemento de videojuego. Hace flotar aros y anima pañuelos, que se convierten en marionetas. Introduce el humor en un número con un voluntario del público, un humor sencillo, sin aristas. Nos ofrece números de escapismo, de apariciones, desapariciones y transformaciones, con dispositivos o elementos escenográficos muy atractivos de evocación fantástica, pero sin caer en barroquismos decorativos o en imágenes repetidas. Incluso nos acerca a un juego de cartas, en las que aparecen tesoros de Galicia, que lo son también del mundo. Lo grande (los tesoros) emerge en lo pequeño (las cartas y sus manos) y lo pequeño (las sutilezas, las miradas, las cartas, un pañuelo…) se convierte en algo grande, que se amplifica hacia lo extraordinario.
La música electrónica aglutina y transforma sonoridades de la tradicional, se cuela la gaita y algunos palos reconocibles, espectacularizados por la fisicalidad de la percusión.
De esta manera, viajamos de lo humano, de lo real y verdadero de las presencias, sin necesidad de personajes identificables o fábulas deducibles, a lo más connatural a lo humano: la capacidad para volar. Ese vuelo, esa magia, esos triples saltos mortales… que son metáfora de sueños y utopías, de superación de nuestras limitaciones. Porque en la vida non solo lo que nos viene dado es importante, también hay que inventar(nos).

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