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La carne, el pensamiento y la danza

Estamos en la recta final del 2022 y a mí me da por pensar en las experiencias teatrales que más me han movido en este año. No lo hago impulsado por la morriña ni por la melancolía, sino por volver a disfrutar pensándolo y compartiéndolo. Sobre muchos de esos espectáculos ya he escrito, pero se me han quedado algunos en el tintero. Entre ellos, uno muy especial: ‘Pensamientos de una bailarina que comprendió el ritmo al mirar un cadáver’ de Elena Córdoba. Fue en el XVII festival de danza contemporánea Catropezas del Teatro Ensalle de Vigo, el fin de semana del 18 al 20 de noviembre de 2022.

La carne viva, con la bailarina desnuda, bailando en una esquina, enmarcada por la luz viviseccionadora y poética de Carlos Marquerie, frente a la carne muerta de un cadáver ausente en escena, pero constantemente evocado por la reflexión de la bailarina. Este podría ser el núcleo de esta pieza, en cuyo nervio emotivo y cognitivo también interviene la música inaudita, increíble, de Luz Prado.

Esos diez o quince minutos de danza cruda a capela de Elena Córdoba desnuda resultan de una belleza y un impacto enormes. Cruda porque no se aprecian las marcas o los cómputos de una coreografía previamente cocinada. El movimiento parece surgir, auténtico, del absoluto presente. A capela porque no hay una música u otro sonido que dialogue o envuelva el movimiento. La única música que se puede sentir es la de la alteración o modulación temporal que el propio movimiento promueve. Del mismo modo que modula un espacio íntimo muy pegado, por el impacto de la luz, al propio espacio quinésico, aquel que rodea el cuerpo, esa aura o mandorla en la que el calor de un cuerpo vivo se deja notar, esa distancia necesaria para la extensión de sus extremidades.

Se trata, además, de un cuerpo concreto de sesenta años, fuera del canon de la delgadez y la fisonomía de las jóvenes bailarinas que el mercado nos ofrece en la mayoría de los escenarios. Creo recordar que en aquella danza había profusión de eso que algunas clasificaciones denominan gestos autoadaptadores, el contacto de los brazos y las manos con el resto del cuerpo. De esta manera, ese tocarse generaba focos sobre las distintas partes tocadas. También hacía más palpable, a nuestros ojos, la materialidad y la realidad de la carne viva. El cuerpo de la bailarina como un organismo de carne. Sin embargo, esta ostentación de la carne no caía en una objetualización vacua. Pienso yo que confluían muchos aspectos en la impresión producida, entre lo provocativo y lo bello de lo único, pasando por una conexión espiritual celebratoria. Creo que, para nada, se trataba de una escena que generase un misticismo idealista o metafísico.

Del mismo modo, el abordaje de la muerte no se hace desde una perspectiva metafísica o religiosa.

Elena se viste y se sienta frente a nosotras/os, al lado de la mesa donde Luz Prado tiene dispuesto un violín de pie, como si fuese un violonchelo o un contrabajo. A partir de ahí, Elena nos contará, directamente, en diálogo con la música, sus pensamientos alrededor del movimiento y la carne, después de haber observado un cadáver. Entre las reflexiones, aquella en la que da cuenta de cómo, en la vida, necesitamos mostrarnos duros e incorruptibles, siendo tan blandos, porque somos de carne. Esa negación de la carne y de los fluidos que somos y que, para una bailarina, implican el primer material de trabajo: el cuerpo.

El ritmo obstinado del corazón es el que cose la vida hasta que esta se detiene para cambiar a otro estado, el de la muerte. “Por eso quiero ser una obstinada célula del corazón para resistirme a la muerte y a sus manifestaciones y además hacerlo bailando.”, nos dice.

En el relato, la descripción de los procesos orgánicos e inorgánicos que tienen lugar en el cuerpo que se va descomponiendo, cuando está muerto. La extraña delectación viajando a través de las transformaciones y procesos de lo que estaba vivo y pasa a estar muerto. La constatación de que no hay una desaparición sino un cambio de estado, una reducción de la complejidad, un pasar a ser otra forma mucho más sencilla. “Parece que vivimos construyendo una complejidad que la muerte resuelve rapidito, en un golpe de prosa.”
La consciencia de la bailarina hecha verbo es también la de la vida, al ser consciencia del movimiento y de la imposible inmovilidad.

“Tú ceniza, yo sangre” de Valente, como mantra, para acercarse al cadáver, en esa línea en la que la reflexión, en diálogo con la performance musical de las cuerdas y del violín frotados por Luz, también se vuelve poesía. La de la bailarina que no quiere ser lúcida, pero lo es. Igual que esta pieza que, en su alusión a la muerte, resulta increíblemente placentera y celebratoria de la vida.

“Mi cuerpo cuando me muera será una juerga, un festín alegre y una catástrofe al mismo tiempo, […] El mayor misterio de la vida podría ser la extraña unión de desastre y de juerga. La alegría y la fuerza también habitan la muerte y eso lo entendería de verdad si hubiera mirado aún más tiempo el cadáver.” Colección Pliegos de Teatro y Danza, número 59, editado por Antonio Fernández Lera. La danza y el pensamiento de Elena Córdoba ofreciéndonos filosofía gozosa desde el escenario y desde las páginas de este texto.

P.S. – Artículo relacionado:

“La bailarina vieja y Elena Córdoba”, publicado el 7 de marzo de 2021.

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