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La compañía Lagrada estrena ‘El balcón’ de Jean Genet

El próximo 29 de enero la compañía Lagrada estrena «El balcón» de Jean Genet, en la sala que gestiona en la calle Ercilla del madrileño barrio de Embajadores. «El balcón» podría ser considerada como la rebelión de un maldito contra una sociedad a la que detesta y condena, o como la denuncia de falsos valores –justicia, amor- con los que la humanidad mantiene útiles mentiras. “El Balcón” nos proyecta, desde el comienzo, en un drama dentro de un drama; El Obispo a quien vemos discursear y confesar, no es un Obispo, sino un empleado del gas, y la escena se desarrolla en el burdel de madame Irma. Como una selva de sortilegios, el burdel, con sus espejos, donde los protagonistas se multiplican, sus salones, sus accesorios, prontos a secundar cualquier metamorfosis, se brinda generosamente a los delirios de la clientela.
Cualquiera puede allí saciar, bajo el disfraz de su elección, sus sueños secretos de potencia y de virilidad, su locura de grandeza. En el exterior de “El Balcón” la Revolución ruge. El Palacio Real vuela por los aires y con él los poderosos del reino.
Para mantener el antiguo orden, el Jefe de Policía propone a madame Irma, a sus pupilas y a sus clientes, que vistan las ropas de las víctimas, signos visibles de poderío, y que representen sus papeles. La Revolución queda abortada. Pero el Obispo, el General y el Juez, que tienen que ejercer ahora su poder en el mundo real, están cansados, añoran sus antiguas fantasías. Sin embargo, el Jefe de Policía sueña con el día en que sus funciones sean investidas con la alta dignidad de ser el centro de sueños eróticos.
El primer cliente que desea vestirse de Jefe de Policía llega al fin a “El Balcón”. Es el líder de los revolucionarios vencidos. Emperifollado de este modo y “para conducir a su personaje hasta el final de su destino”, el líder de los revolucionarios e castra, matando en él, con la virilidad, la potencia política, en que fue frustrado y, simbólicamente, la potencia de aquel que le frustró.
La obra de Jean Genet es eminentemente ambigua: Podría ser considerada como la rebelión de un maldito contra una sociedad a la que detesta y condena, o como la denuncia de falsos valores –justicia, amor- con los que la humanidad mantiene útiles mentiras.
Pero aunque Genet haya vivido, de hecho, marginado, no llegó a ser un destructor. Lejos de protestar contra la exclusión a la que le condenaban sus vicios, y junto con él los demás inculpados, reclama para sí y para éstos todavía más odio y desprecio; se encasilla en el mal con un tal absolutismo, que aparece como la cara oculta del bien.
Cuando Genet explora las zonas vergonzantes de la humanidad –el robo, el asesinato, la prostitución – el carácter regio inherente a su personalidad le hace proseguir sin tregua la búsqueda de una soberanía, pero se trata de la única soberanía posible y válida: la del mal.
Pero no siendo lo peor siempre seguro, y corriendo el riesgo el mal vivido de verse afectado por algún resto de bondad o de sentimentalismo, Genet prefiere un segundo mundo al mundo real, un mundo de la apariencia y de la mentira, más puro y verdadero que el otro. Es por ello que el teatro de Genet es un teatro de escarnio. Lo real es siempre irrisorio.
Pero la mentira es el nombre que tendría que llevar lo verdadero cuando lo es de un modo auténtico, y si el disfraz (máscara, maquillaje, coturnos) es el mejor atributo del Obispo, del Juez o del General, nada escapará al carnaval de las apariencias, ni a la misma Revolución.
Estos artificios no reducen en nada la violencia de la denuncia, ya que la verdadera relación entre el Obispo y la pecadora, el Juez y la culpable y el General y su yegua es, según Genet, dialéctica, es decir, dialogada antes de ser vivida. En “El Balcón”, Genet realiza una obra de escarnio, pero lo hace en el mundo de las esencias ensañándose contra las funciones.
Lo poético es la venganza de Genet y también su impotencia de ser, una manera de engañar al prójimo para engañarse a sí mismo, de hacer como que se engaña, en esa soledad donde se encierra odiando y glorificando su situación desventajosa.
Jean Genet ha restableciendo en su reinado a la imaginación y ha hecho oír, hasta la insolencia, un lenguaje vivo y rotundo, que toma lo que es suyo allí donde lo encuentra, ya sea en un burdel o en los altos parajes de la lírica mística.

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