El Hurgón

La impaciencia en escena

Veo teatro cuando me encuentro una sala en el camino, y entro sin preguntar nada acerca de la obra anunciada en cartelera, porque siempre busco ser sorprendido. Pero en lo que voy a relatarles si actuó la premeditación, porque fui al teatro acuciado por los comentarios sobre una tragedia, difundidos por radio, prensa y televisión, que nunca hablan de esas cosas, cuyo título me pareció tan peregrino como sugestivo.

Para cumplir con uno de los requisitos de este periódico para el cual estoy escribiendo, cual es decir verdad, toda la verdad y nada más que la verdad, decidí ir al teatro a ver dicha obra, para averiguar si todo cuanto se estaba diciendo en la calle sobre la misma era cierto, antes de escribir una columna, y no hacer como algunos comentaristas cuyo trabajo se reduce a reproducir lo dicho por otros y se la pasan todo el texto transcribiendo citas.

En la portería había bastante gente haciendo fila, repitiendo los comentarios que habían surcado la ciudad durante la semana, y luchando por conservar su sitio, porque había demasiada tensión y desorden. Cuando logré entrar en la sala me entregaron una hoja en donde estaba escrito en grandes caracteres el título de la obra: LA IMPACIENCIA EN ESCENA, y después, en letra menor, resaltada con negrilla, el siguiente comentario: una obra, en cuyo desarrollo usted tendrá un papel. Curioso asunto – me dije – estas representaciones escénicas en las que se pone a participar al público están de moda, porque ahora todo es interactivo.

Después del consabido juego de luces indicando el comienzo de la acción, el protagonista reveló su presencia en el lugar menos predecible, gritando a voz en cuello: -aquí estoy yo -, y todos (eso creo) miramos hacia el lugar donde se suponía estaba la voz, y descubrimos la figura de éste, envuelta en un globo de luz, en un palco del último piso del ala derecha del teatro, con el puño derecho izado, como hacen los políticos cuando están diciendo discursos, y la boca abierta formando un círculo, como si tuviese congelada en los labios la última letra de la frase que acababa de decir. La voz del hombre creó la impresión de que éste actuaría de un momento a otro en contra de algo o de alguien, y el entusiasmo empezó a cosechar simpatías entre los asistentes y se oyeron voces celebrando por anticipado lo que sin lugar a dudas sería un espectáculo con fuertes dosis de violencia. Una mujer que estaba a mi izquierda, dijo: -¿Será que se va a lanzar al vacío? Y como no respondí a ese comentario, porque no lo tomé como una pregunta para mí, aunque bien pudo serlo, argumentó: – Parece muy ansioso. Me miró, y como seguí en silencio, agregó: – ¿qué más se puede esperar que haga quien ha perdido la fe?

-Y, ¿cómo sabe ella si ese hombre ha perdido o no la fe? –me pregunté. Luego empecé a pensar en esa manía que tenemos todos de juzgar por las apariencias, y sobre mi pensamiento cayeron, aplastantes, las palabras de mi vecino de la derecha: Si no eres capaz de despertar emociones fuertes, no sirves. ¡Muévete, deja de amagar!

Estuve tentado a preguntarle qué es para él una emoción fuerte, pero temí desencadenar una conversación y perderme el desarrollo de la obra, cuya frese inicial, “aquí estoy yo” me sonó a trascendental, porque esta es una expresión pocas veces pronunciada con la decisión y seguridad personal con que la había dicho el actor.

-Aquí estoy yo – se oyó de nuevo la voz, esta vez más enérgica. El actor estaba parado sobre la baranda del palco, mirando hacia arriba y agarrado a una soga cuyo extremo superior estaba asegurado al techo mediante un nudo. Pero no parecía decidido a nada. El enérgico tono de su voz y su accionar lento e indeciso no cuadraban en la lógica de los espectadores, que esperaban más acción, lo cual comprobé cuando el hombre de al lado se levantó con brusquedad, alzó los brazos, empuñó las manos, y protestó: -¡Así no vale! ¿Te lanzas, o no?
La mujer de la izquierda lo apoyó: ¡Sí, así no se vale! ¡Lánzate!

Experimenté la punzada que debió sentir el silencio de la sala, y  aunque no soy un experto en asuntos de teatro me di cuenta de que hasta allí había llegado todo. El actor descendió deslizándose por la soga hasta el centro del patio de butacas, y haciendo un gesto de disgusto se dirigió al escenario.

Me sentí indignado, porque el bruto de al lado había interrumpido esa oda al silencio, y frustrado, porque no vería el final. Lo agarré del cuello, lo increpé y en ese momento el actor abandonó su silencio:
-¡Hum! – carraspeó, y señaló al hombre y a la mujer, mis alharacosos vecinos. Así no se puede – dijo varias veces, mientras daba media vuelta y se perdía entre bambalinas.

Todo el auditorio se levantó al tiempo. Las miradas confluyeron en ellos, y yo tuve pocos segundos para escurrirme por entre las piernas de la turba que en ese momento venía, iracunda, en dirección nuestra, y escapar sano y salvo.

Una semana más tarde volví a pasar por aquella sala y vi un cartel anunciando: LA IMPACIENCIA EN ESCENA, SEGUNDA PARTE, y a mucha gente comprando boletos por anticipado.

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