El Hurgón

Para qué contar

En esta época, con muchas características de inercia, entre las que se destaca la que podríamos denominar el presente perpetuo, hacer preguntas que inviten a recorrer otros tiempos, como el pasado y el futuro, con la intención de hacer diagnósticos y diseñar estrategias para recuperar el tiempo perdido, puede resultar tedioso y despertar además una severa aversión en contra de quienes se atrevan a hacerlas, porque suelen ser interpretadas como el deseo de poner en evidencia a quienes por pensar solo en función de presente, promueven la inacción y una cierta irresponsabilidad social, pero nos resulta imposible dejar a un lado un ejercicio que toda la vida hemos practicado, como tener en cuenta los antecedentes, el paso del tiempo, y el concepto de proceso cuando emprendemos una tarea, y en consecuencia nos es imposible dejar de hacer preguntas, porque también venimos de una época en la que a pesar de los riesgos de hacerlas, éstas se hacían.

Ahora parece que el desgano de hacer preguntas supera el miedo de hacerlas, contrario a lo que sucedía en el reciente pasado, lo cual nos parece un mayor riesgo para el futuro de toda sociedad, porque la ausencia de preguntas es una forma elemental y apresurada de ganar olvido.

Asumiendo el riesgo de volvernos impertinentes, o en el peor de los casos, de ser catalogados de obsesivos, queremos poner sobre la mesa un tema sobre cuyo desarrollo cada vez se explica menos, a pesar de que parece haber mucha literatura al respecto y es acerca de para qué se cuenta un cuento, porque suponemos que uno de los objetivos fundamentales no es solo garantizar el mensaje que el relato aporta al oyente, ni la transformación que pueda hacer en el espectador, porque nada se transforma en un momento, aunque el punto de partida de una transformación si puede construirse en un instante. Por eso se nos ocurre hacer la pregunta de para qué contar un cuento, pero en relación con la consecuencia que dicho acto pueda generar a quien lo ejecuta, porque no debemos olvidar que el discurso también tiene consecuencias para quien lo dice.

¿Habíamos planteado esta inquietud antes? No. Siempre habíamos hablado de la relación narrador – oyente, pero no de la de oyente- narrador, sobre la cual no parece haber preguntas, porque da la impresión de que muchos de quienes suben a escena terminan interpretando la distancia que se forma entre ellos y el auditorio como un ascenso al poder y olvidan por ello la importancia de ser comprendidos por quienes tienen al frente, pues son muchas las técnicas que se ejercitan con la intención de cautivar al público y con lo cual se vuelven innecesarias las que conducen a hacerse entender de éste.

Esa puede ser una de las razones por las cuales es, hoy en día, un denominador común la ausencia de público en los espacios tradicionales, adonde solía ir el espectador a buscar una interpretación de la realidad a través de la obra de arte y podía producirse un cierto acuerdo entre actor y espectador, que no era necesariamente un juego de toma y dame, ni un ejercicio de intimidad, ni una asociación transitoria para controvertir, pero sí el inicio de un diálogo, que podía prolongarse en el tiempo, y además propagarse, como consecuencia de la satisfacción que produce el hecho compartido y el recuerdo fresco que mantiene quien ha comprendido. .

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