Críticas de espectáculos

Piel sobre blanco, libre de pecado

Estética de formas cebada. Su superficie no sitúa. No es su fin. Libre de pecado, es lienzo troceado en rectángulos, yuxtapuestos a cuadrados más grandes. Será el vacío y el nido al que las luces acudirán violáceas, azuladas y ocres. De una serie de tres cuadros en la horizontal, se levanta el tercero para presentar la figura de profundidad perlada. La gran Lola Herrera, de pliegues satinados, inicia Adictos conversando con dos voces en off: una sonora y otra silente. La directora Magüi Mira semiotiza con gusto las palabras de Daniel Dicenta Herrera y Juanma Gómez, traduciéndolas en signos-testigo de esta composición imaginal y dramática mostrada momentos antes de su tránsito a una muerte por geometría.

Ellas, figura y color bronce, discurren sobre un fondo naranja. “No es para el beneficio de todos”, clama el nombre engañado. El discurso se desmembra: es el fin del ruido blanco cuando los disparos del espacio sonoro de Jorge Muñoz sacuden al verbo del trance estético. Adictos transita en azul klein y llega al espacio preferido: una sinécdoque plana y concisa, sin profundidad ornamental, esto es, sin sombras en la pared. Las sillas continúan apoyadas en las paredes laterales del espacio y aguardan silencio. Se preguntan si será revelado, si será visible el secreto: que los cuerpos y objetos no pueden seguir ahogados por el uso, enfermos y adictos a la promesa de ser perfeccionados para funcionar al máximo, para ganarse el derecho a existir por su rendimiento en el sistema.

Una curva no puede ser recta porque mantiene un anhelo ineludible de libertad. ‘¿Para qué sirve una flor?’—pregunta Eugène Ionesco. ‘Para ser flor’. Pura existencia que, consciente de su verdad, huye de todas las verdades dadas. ¿Y un ser humano? ¿Puede vivir sin puntos de fuga? ¿Sin libertad para pensar, elegir y actuar? Si renuncia a la materialidad y futilidad del mundo por la promesa virtual de un progreso social optimizado, ¿podrá vivir sin mirar el azul, siendo culpable de cambiarlo por una pared con una ventana falsa pintada? Si se recurre al teatro, al arte para la expiación, ¿cómo denunciar estos hilos, si siempre han sido y serán translúcidos? Magüi Mira lo resuelve con una teatralidad estética: los cuerpos deberán adoptar la misma consistencia que las sogas e hilos, renunciando a sombreados que delaten su posición en el discurso político, social y artístico. Por ello, las sillas, la camilla y los cuerpos comparten una poética de superficie: son figuras formadas por piel sobre blanco nimbada. Discurren sobre un fondo lleno de vacuidad y luz, donde patas y pies son parte de la escenografía de Curt Allen Wilmer y Leticia Gañán. Aún no se han evaporado en la infinitud de la superficie plana. Queda carne. Quedan nervios y vísceras que aún no se han rendido a la oquedad absurda de lo útil y lo optimizado. Quedan manos y dedos que cerrar, abrir y entrelazar, con los que golpear las almohadas o levantar por encima de la cabeza; con los que dar, en definitiva, forma a un sentido que no se puede servir de palabras. Culpa, angustia, miedo a una vida determinada, a un caminado sin puntos de fuga. Se escinde una palabra de los cubos: dimitir. Las tres figuras dimiten de su papel funcional y político.

Por su parte, el sistema semiótico de la iluminación, diseñado por José Manuel Guerra, participa de esta necesidad dramática, colocando tras las figuras una limitación estética y espacial. Los colores turquesa, naranja y malva configuran la bidimensionalidad del cuadro, pues la promesa de su verticalidad cenital asegura la ausencia de sombras en las paredes cuadradas. ‘No puedo respirar’—la figura se ahoga y lo expresado recurre a un naranja saturado para hacer visible la herida humana. Los rectángulos que la abstraían de la realidad del mundo exterior devienen rejas. Son signos de una prisión urgente en el pecho, efímeros y consumidos con el cambio de escena y sus luces azuladas.

Encerrada, la figura impecable (Lola Herrera) mira la vida por esta especie de ventana. Ya es tarde, no hay salida aparente. Se reinstaura el blanco opaco y clínico. Ya no hay tiempo ni profundidad escénica, porque el caos diegético es digital. Pero, ¿y la violencia? ¿Y la guerra? ¿Y la repetición cíclica de asesinatos por una historicidad olvidada? Estos interrogantes, órganos profanados, irrumpen en el teatro en forma de fotografías. Un edificio en ruinas, una ciudad masacrada, una sociedad en cenizas. Se encuadran rostros que ya no están. ¡Los rectángulos piden más nombres sin ojos que descomponer! La luz que sufre es amarilla. ‘Se infiere cierta inseguridad’, porque, pese a un silencio, la memoria ‘dibuja formas geométricas’—dice la doctora. Las formas imaginales dirigen el discurso y las palabras se perciben ya muy ligeras. Se han desligado de su literalidad. No comunican; no tienen demasiado que decir. Quieren interrogar, y para eso, deben permanecer en el espacio de representación sin brillar. Formalmente, y según una lógica cubista, perderán peso y contexto para ser nuevas piezas que revistan la superficie geométrica. Serán frases-líneas que, estiradas por su sonido reiterado, se deshilachen en puntos aislados, breves hálitos en un texto-azul de tres luceros.

La luz es el operador de articulación. Cincela la humanidad y rebeldía de los gestos, los movimientos y los sentidos de las pausas. Las reconocidas Lola Herrera, Ana Labordeta y Lola Baldrich atraen y comparten entre sí toda tensión y deseo de expresión. Con buen ritmo y gracia se suceden en pares: de formas y figuras, de limas y naranjas. Gracias a todas ellas, la superficie de Adictos es una bimembración de escenas vividas en paralelo. Y es que en este punto, la percepción de las formas se impone a la intelección de la narrativa que, insustancial, insiste en que los focos cenitales cerquen la formalidad protagonista: la de los volúmenes planos. Así, la rectangularidad de la camilla sobresale por encima de su uso como apoyo del cuerpo enfermo, haciéndose lugar de encuentro entre discursos sanos; la racionalidad cuadrada del cerebro científico hace a éste convulsionar al descubrir la posibilidad de reconducir un camino mal escogido. La responsabilidad de ambas formas, rectángulo y cuadrado, es la misma: moverse, zarandearse y retorcerse de los usos tradicionalmente dados. Se ha iniciado una rebelión, desde la formalidad estética, para que los órganos y las palabras vuelvan a ser libres.

El color naranja se ha superpuesto al blanco. ‘¡Tenía que cambiar el discurso!’ La organicidad se ha desbordado. Las formas lo han conseguido. Desde el sosiego de estar ante una verdad huidiza entre la desnuda superficie sin sombras, las tres figuras-mujeres que están sentadas en el rectángulo se jugarán su vida por una última forma, un horizonte ‘al que no nos dé vergüenza mirar’. Redondez naranja y saturada, te cierras por la herida que abriste, dejando tras de ti puntos humildes, líneas curvas y figuras humanas. Arte, para que los órganos y las palabras vuelvan a ser libres. ¡Qué vuelvan a ser libres! Libres de pecado.

Andrea Simone

FICHA ARTÍSTICA:

•OBRA: Adictos
•AUTORÍA: Daniel Dicenta Herrera y Juanma Gómez
•DIRECCIÓN: Magüi Mira
•REPARTO: Lola Herrera, Ana Labordeta y Lola Baldrich
•ESCENOGRAFÍA: Curt Allen Wilmer y Leticia Gañán – Estudiodedos (AAPEE)
•VESTUARIO: Pablo Menor
•ILUMINACIÓN: José Manuel Guerra
•ESPACIO SONORO: Jorge Muñoz
•PRODUCTOR: Jesús Cimarro

Gran Teatro de Córdoba, el 30/09/2023

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