Y no es coña

Sin perdón ni arrepentimiento

Siempre he renegado de quienes convierten su persona, personalidad o personaje en la inspiración de los artículos que escribe relacionados con cualquier asunto, pero en este caso hablamos de las artes escénicas. Tampoco me parece de recibo estirar mucho el chicle, meterse en la estela que dejan unas opiniones y tirar varias entregas agarrado a esa brocha. Pero parece claro, por el número de visitas, likes y esas contabilidades surrealistas, que lo que escribí la semana pasada interesó a muchos miembros de la comunidad teatral aquí y en el resto de Iberoamérica, ya que algunas de las situaciones señaladas tienen parangón en sus respectivos sistemas institucionales. 

 

Hacía bastantes meses, quizás años, que no volvía a sentir la presión de quienes se han sentido aludidos y no están de acuerdo con lo expresado. En algún caso, de manera directa y que me pareció respondía a un disgusto fundado. Me refiero a Natalia Menéndez, ahora directora del Teatro Español y las Naves del Matadero, a la que admiro, respeto y que la mencionaba dentro de una retahíla de instituciones y situaciones similares sin el requerido detalle. Su queja era obvia. Se sentía injustamente tratada porque habían coincidido en el tiempo dos direcciones suyas que pertenecía a retrasos producidos por la pandemia. Y además de señalar mi falta de ética por no haberla contactado directamente para saber directamente lo que sucedía, insistía en una pregunta: ¿De qué viven los directores de escena en España? Una pregunta de calado. De fondo. Y llevo desde esa conversación telefónica pensando en ello. Y solamente puedo remitirme a la ADE, por si desde allí tienen estadísticas, información o alguna teoría convertible en razonamiento generalizado.

Esta pregunta de Natalia tiene mucho recorrido, pero se aparta algo de mis disquisiciones sobre las situaciones que se producen de facto cuando a un/a director/a de escena, cuya vida profesional tiene su frecuencia y rachas, al llegar a un cargo relevante, por el método que sea, empieza a entrar en una espiral de ofrecimientos, producciones y direcciones por encima de lo normal y cobrando, cuando así sucede, fuera del contrato general con esa institución que dirige. Sigo en ello. Y pregunto, ¿no sería adecuado estudiar estas situaciones, revisar este tipo contractual, buscar equilibrios más adecuados para que personajillos como este cura que les escribe, no pueda tener sospechas y motivos para reflexionar en voz alta? Es una de las mil cosas a revisar para ajustarse mejor a la realidad de nuestros días.

Entiendo que no se pueda tener perdón, sino hay arrepentimiento. Y no me gusta hacer sufrir a nadie gratuitamente, pero después de modular mis apreciaciones, mantengo la necesidad de revisar estas circunstancias contractuales y de mercado. Y de paso, mirar qué sucede con estas contaminaciones tan elocuentes entre lo privado y lo público, con coproducciones tan obvias y groseras que lo raro es que no intervenga alguna autoridad reguladora de oficio para estudiar si todo se hace de manera ajustada a derecho. 

En medio de estas disquisiciones sobre las malas costumbres en estructuras de nuestro sistema institucional, aparecen otra vez, casos de abusos, malos tratos, actitudes vejatorias de varios profesores sobre alumnas (no sé si también con alumnos masculinos, perdonen la urgencia) denunciados en el periódico ARA, sucedidos en el Institut del Teatre de Barcelona. Y aparecen nombrados amigos y compañeros desde hace muchos años. En la ESAD de Galicia están en juicio por motivos similares, tres profesores, con uno de ellos estuve en relaciones editoriales. Se conoció hace poco el caso de un profesor en diversas escuelas de Madrid denunciado por unas cuantas alumnas. 

Esto me deja anonadado. Duele. Hasta hace poco existía una suerte de cantinela sobre algunos directores que eran muy exigentes, que gritaban, que ofendían, que anulaban a actrices o actores en sus procesos. Se les excusaba por la edad, por venir de una educación autoritaria, violenta. Todos hemos tenido tiempo para rectificar, para entender que eso no era un método, sino un abuso de autoridad. Muchos iniciamos, acompañados por compañeras, amigos y actitudes de permeabilidad, un camino hacia las relaciones de respeto, de tú a tú, horizontales. Las discusiones son lógicas. Los abusos no.

En cuanto a lo de los abusos sexuales, ahí me cortocircuito. Yo he visto a varias mujeres de relevancia profesional y docente llorar por la actitud de un profesor muy conocido. Nunca se atrevieron a denunciar. Yo no lo voy a hacer, aunque muchos de mis lectores saben a quién me refiero. Estos miedos a denunciar, estas complicidades son las que a mi modo de entender han ido creando una sensación de impunidad. Han sido silencios dolosos. Por eso estas situaciones actuales me dejan sin aliento. Los casos actuales están judicializados, puede existir condena o absolución, pero estoy convencido al cien por cien de que quien denuncia dice la verdad. O su concepción de esos hechos acaecidos en una intimidad buscada, que consideró abuso. 

Hay mucho trabajo para acabar en todos los niveles con estas actitudes que arruinan vidas y vocaciones. Y no caben medias tintas, ni comprensiones circunstanciales. Depurar responsabilidades ya.

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