El Hurgón

Sobre Festivales (VI)

Los festivales son una costumbre que se va incrustando en la conciencia individual a medida que va consolidando su tradición, y cuanto más de ésta posee, más permiso tienen para impactar la ideología de una sociedad y convertirse en un ritual fundamental, del que se desprenden condiciones de cohesión social transitorias, pero efectivas para mantener controlada la temperatura social, como la suspensión de la rutina, la sensación de integración, de igualdad y de cierto sentido de pertenencia, que convierte a quien hace de público en cómplice para ayudar a mantener en un punto bajo las tensiones sociales. Es algo así como la emoción de irracionalidad y olvido de circunstancia social que despierta el futbol, y por lo cual se dedica a su promoción ingente cantidad de dinero, como sucede también con algunos festivales emblemáticos.

Un festival que ya es parte de una tradición adquiere gran nombradía dentro y fuera de su entorno, y es por eso que los festivales nacientes hacen esfuerzos de aparataje y promoción, con la esperanza de compartir algún día ese espacio de prestigio, y ¡qué mejor!, convertirse también en un símbolo de orgullo patrio. De ese forcejeo surge una competencia que desdibuja los objetivos culturales que los han inspirado, porque para sortear la misma se da rienda suelta a lo espectacular, por ser éste un mecanismo ágil de persuasión, que permite convocar público suficiente, y a partir de lo cual un festival puede aspirar a ser una industria cultural, y en consecuencia, lograr importancia social.

Quien asiste a un festival llamado por la obligación moral que le imprime considerarse parte de ese rito, asume actitudes simbólicas con la cuales demuestra su disposición rotunda de ajustarse a un cambio transitorio de conducta, y prepara su ánimo para el acto festivo, con la misma rigurosidad con que lo hace un devoto, quien a las puertas de una celebración religiosa de largo aliento, como una semana santa, por ejemplo, empieza a prepararse haciendo ejercicios anticipados de arrepentimiento, y doblegando sus instintos, para hacer dormir aquellos que pueden entorpecer el proceso de limpieza espiritual que ordena toda preceptiva religiosa antes de un acto de enmienda, para ayudar a evitar con rezos y plegarias que el mundo termine de consumirse en el pecado. Algo similar ocurre, en esencia, con los festivales que consideran entre sus objetivos la redención cultural, durante una o dos semanas, de una sociedad que durante el resto del año acaso sí menciona la palabra cultura.

Quien hace de público en un festival está obligado moralmente a mostrar entusiasmo, porque la magnificencia de un festival crece con éste, y a presentarse ataviado conforme con la ocasión, pues el público y su manera de vestir y de comportarse es otro ingrediente del festival, que éste procura hacer muy visible, para demostrar su impacto, pues cuanto mayor sea el entusiasmo y mucha más la gente que lo expresa, mayor eco publicitario tendrá éste.

La gente viste de acuerdo con el nivel lúdico del festival al que asiste, pues aunque el juego es inherente a la naturaleza viva, las convenciones dicen quién debe asumirlo con medida y quien puede practicarlo hasta el relajo. Si se trata de un festival de música clásica o religiosa, de zarzuela, de literatura, o de cualquiera otra expresión artística relacionada con la meditación, cuya comprensión esté consagrada por la costumbre a espíritus superiores, el asistente, generalmente de aspecto envarado, acude embutido en riguroso traje oscuro, que es el color de las paradojas, porque cuando va en la piel no es confiable, pero si está en un traje, se ve muy serio, además de elegante. Si es un festival de teatro, cuya denominación se pierde en la variedad, cuando éste se vuelve veleidoso, e incluye, para hacerse más notorio, variados atractivos entre los que se cuentan espectáculos circenses, torneos de boxeo y lucha libre, deportes extremos, etc, el público acude sin reparar en su atuendo, pues lo que lleva encima ostenta colores que simbolizan la participación en una fiesta, sin desmedro de éste, es decir, del público, cuyos integrantes subsanan esa apariencia de informalidad desdeñosa, gesticulando y hablando de manera que se disipen las dudas acerca del carácter intelectual de dicha fiesta, simbolizando con ello que no es una fiesta cualquiera, y que está diseñada para gente capaz de festejar y pensar al mismo tiempo.

Los festivales generan, pues, una apariencia de integración, y producen una sensación de fin de conflicto, que los hace muy útiles para intervenir como catalizadores ideológicos y emocionales, y por eso son cada vez más aparatosos y rimbombantes, y cuidan más de los cuántos que de los cuáles, como indicadores del cumplimiento de sus objetivos, porque por encima de todo, ¿cuánto público acude?, es lo que importa saber.

 

 

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