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Teatro ritual en el 68 Festival d’Avignon 2014

Los remotos orígenes del teatro están ligados a manifestaciones rituales y a ceremonias mágicas en las que el ser humano afrontaba los enigmas y misterios de la vida en busca de atenuar el desasosiego y sentir la comunión (lo común) con el entorno.

A través de una utilización extra-ordinaria y extra-cotidiana del cuerpo y de la voz, en danzas y movimientos, cantos y letanías, el ser humano buscaba en el ritual una vía hacia lo trascendente.

El teatro conserva esa vena ritual y nunca se ha desprendido del todo de ella a lo largo de los siglos. A modo de ejemplo, basta con hacer un recorrido panorámico por la dramaturgia de Esquilo plena de rapsodias corales; las obras de la Edad Media con sus procesiones de personajes alegóricos; la dramaturgia del Barroco, con las obras de Shakespeare, por ejemplo, en las que podemos encontrar pasajes de una alta carga esotérica; el drama romántico de Schiller que hace aflorar las atmósferas repletas de enigmáticos sentidos; el drama estático y simbolista, de Maeterlinck o Pessoa, que se basa en los movimientos del ánima… Las visiones de Antonin Artaud sobre un teatro energético y contagioso. El teatro pobre de Grotowski y su concepción del «actor santo». Las experiencias escénicas de Alejandro Jodorowsky, Eugenio Barba, Peter Brook… vinculadas a hacer aparecer sobre el escenario aquello que la lógica y el pragmatismo cotidianos desprecian.

De una manera o de otra, el teatro no solo se ocupa de los conflictos entre voluntades, como ocurre en el drama burgués, sino, sobre todo, de los conflictos intra-subjetivos y sus abismos.

El teatro nunca ha huido, más bien al contrario, de adentrarse en los terrenos de lo desconocido y lo incierto y ahí su vena ritual siempre ha servido de canal abierto hacia horizontes insospechados más allá de la previsibilidad.

En el 68 Festival d’Avignon, una de las líneas de la programación diseñada por Olivier Py, consiste, precisamente, en la revisión de estas propuestas de teatro ritual.

A continuación, analizo tres casos paradigmáticos: I AM de Lemi Ponifasio (Nueva Zelanda), INTÉRIEUR de Maeterlinck/Claude Régy (Japón & Francia) y el MAHABHARATA – NALACHARITAM de Satoshi Miyagi (Japón).

LA PLÁSTICA DEL TEATRO RITUAL DE LEMI PONIFASIO en I AM

El grupo MAU, nombre samoano que significa «afirmación solemne de la verdad de un asunto» y «revolución», de LEMI PONIFASIO, originario de las islas Samoa (Nueva Zelanda) en el Pacífico, compone una dramaturgia escénica en la que confluyen la preeminencia de movimientos corales, danzas, cantos de raíz antropológica (en este caso «Moteatea», que es poesía tradicional maorí recitada por Ria Te Uira Paki), gritos, imprecaciones, estribillos físicos y vocales… Más una cuidadísima ingeniería de efectos escénicos, principalmente utilización de iluminaciones y tratamiento del sonido que dan atmósferas mágicas que rayan en lo fantástico o en lo espectral, así como la concepción del espacio y de la escenografía (que, en este caso, es un muro negro que, hacia el final, se inclina para convertirse en una rampa que evoca una montaña o una pirámide).

Todo esto para producir imágenes de una belleza surreal y sublime, asentada en un teatro ritual en el que el tempo y el movimiento de las masas corales, con profusión de desfiles y procesiones, clama por una recepción más contemplativa y sensitiva que intelectual.

Las actrices y los actores, uniformados en blanco y negro o, en algunos casos, desnudos (como el bailarín musculoso que, como un titán, lucha con el aire o hace una especie de danza de posesión-comunión, en la que va imponiendo sus manos al resto de las figuras hieráticas del coro uniformado. O aquel otro que camina desnudo por la rampa, flotando con la luz de contra, y cae de espaldas, estrepitosamente, para permanecer como un Cristo estampado en esa gigantesca pared inclinada, sobre la que otro actor, desde el proscenio, dispara huevos) están desposeídos de individualidad o de psicología, no parecen personas del común.

Hay una renuncia total a la mímesis realista, que el propio Lemi Ponifasio afirma en una entrevista en la que dice buscar, a través del teatro, una comunicación con lo divino: «Desgraciadamente, los dioses no participan en el teatro porque los hemos excluido. Pienso que pasamos demasiado tiempo intentando reducir el teatro a lo humano haciendo de él solo un espacio de proyección o de representación de eso que llamamos realidad. El teatro, en tanto que espejo, no me interesa nada. Es mucho más útil romper ese espejo para crear miles de reflejos diferentes. Si el mundo se fuese a acabar mañana, ¿qué cuestiones nos deberíamos hacer hoy en día? ¿De qué hablaríamos? Ese momento de la última conversación es el momento del teatro.»

No en balde, Lemi Ponifasio, confiesa que el árbol genealógico de su investigación artística se basa en la visión intensa de Heiner Müller, del que incluye, en este espectáculo, el texto de Ofelia de la obra Hamlet Machine, y en la visión de Antonin Artaud, de quien incluye, caligrafiado sobre los altos muros de la Cour d’Honneur du Palais des Papes, el texto Pour en finir avec le jugement de dieu, palabras en las que Artaud manifiesta su rebeldía contra el sistema y contra el poder.

En I AM también se introduce la referencia, en el mismo título, a esa frase recurrente en las pinturas de Colin McCahon (Nueva Zelanda), cuya obra, según Ponifasio, manifiesta una obsesión por la búsqueda de la redención, de la verdad, de la luz, de Dios.

Así pues, la comunidad actoral no nos ofrece una imagen humana sino, más bien, una imagen alegórica, que mezcla lo humano universal y atemporal en su búsqueda de lo divino y en su relación con las fuerzas primigenias de la vida.

Actrices y actores, en esas procesiones comunitarias, o en las danzas marciales de raíz tradicional, son como unos «mediums» de las quejas, lamentos, ansias y luchas de la especie humana universal.

La dramaturgia se compone de cuadros rituales y salmódicos, que se van engarzando unos en otros sin una solución de continuidad lógica, sino por solapamiento, por inserción, in crescendo, de nuevos elementos coreográficos, sonoros y lumínicos, que van entrando, progresivamente, en esos desfiles procesionales que constituyen el grueso del espectáculo.

La distribución de cuadros rituales, de alta densidad estética e impacto emocional, está estratégicamente gestionada a lo largo de la dramaturgia, pasando del ritmo morfológico por repetición y variación débil a clímax visuales y emocionales que, después, siguen un desarrollo decreciente para que emerja otro cuadro in crescendo.

Por ejemplo la escena de la Ofelia de HAMLET MACHINE de Heiner Müller, ejecutada por una actriz transexual, que va rapada y vestida con una túnica de tul blanco que deja ver sus pechos de mujer y su sexo de hombre (la figura mítica, «el chivo expiatorio» del hermafrodita).

La actriz se sienta en una silla negra que recuerda una especie de silla de tortura y, desde allí, emite el texto posdramático de Müller, mientras su voz, grave y andrógina, es ecualizada para ofrecérnosla reverberante como una voz de ultratumba.

El texto se va diciendo desde el hieratismo, bajo una luz estroboscópica.

Al remate entra un hombre musculoso y desnudo que hace de verdugo, en una coreografía estilizada en la que estrangula a la actriz de rostro blanco, tan blanco como el de una bailarina de Butho.

El verdugo acaba su faena poniéndole una rosa roja en la boca a esta Ofelia.

Mientras, una hilera uniformada de negro da las espaldas a la escena, puestos contra el muro. Después del sacrificio de Ofelia se giran, lentamente, al mismo tiempo, y cada miembro de ese coro tiene un tulipán blanco entre las manos, a la altura del pecho.

Entra un soldado con un fusil y con un ramo de tulipanes blancos. Le echa los tulipanes por encima a la figura sedente de Ofelia y le coloca el fusil en las manos, después le escupe un chorro de sangre en la cabeza monda.

A continuación, cada miembro del coro se irá aproximando para escupirle un chorro de sangre sobre la cabeza y la túnica blanca y para depositarle un tulipán blanco encima de las piernas, como quien se lo lanza a un ataúd en la tumba abierta.

El espacio sonoro es como un rugido hondo que nos envuelve.

Algunos espectadores se levantan y abandonan el espectáculo.

Sobre el muro de la Cour d’Honneur du Palais des Papes se proyecta la sombra de una cruz gigantesca. En otro momento una cascada de agua que parece brotar y reventar los muros.

Después de que todos los miembros del coro hayan escupido su sangre y depositado su flor blanca sobre Ofelia-Europa, el soldado empuja la silla en la que sale de la escena la figura sedente, mientras el coro entona cánticos y aplaude maquinalmente, a intervalos, cuando le grita la voz militar de un dirigente.

El muro se inclina y se convierte en una enorme rampa, que evoca el espacio simbólico de una montaña…

Este teatro ritual renuncia, por supuesto, a una intriga fabular o al desarrollo de una historia. Está más allá de la historia y funciona en la intemporalización universalizante y en la procura del mito.

Los diversos cuadros simbólico-alegóricos de la dramaturgia, en un tempo largo y con un arropamiento sonoro y lumínico extraordinarios, elevan la acción hacia el misterio de lo extra-cotidiano.

La comunidad MAU de Lemi Ponifasio presentó su teatro ritual en lugares tan distintos como el Lincoln Center de New York, la Berliner Festspiele de Berlín, el Festival de Edimburgo, el Festival Santiago a Mil de Chile, etc., y en cada ciudad suma a su troupe personas de esos lugares para participar en la ceremonia escénica.

Lo universal y mítico, la hendidura hacia las fuentes primigenias, vinculan gentes de aquí y de allá.

UNA CONCEPCIÓN RELIGIOSA DEL TEATRO

INTÉRIEUR de MAURICE MAETERLINCK, dirigido por CLAUDE RÉGY

El veterano director francés CLAUDE RÉGY acaba de presentar su segunda escenificación sobre INTERIOR de Maeterlinck, la primera fue en 1985. Ahora con actores y actrices de Japón, invitado por Satoshi Miyagi en el Shizuoka Performing Arts Center.

El INTERIOR de Régy se asienta en el estupor y en la contemplación demorados y silenciosos.

El director francés lleva la obra de Maeterlinck hacia una total abstracción, tanto en la deshumanización de los personajes, que aquí son figuras suspendidas en un deambular lento, como en la dicción salmódica de las réplicas, desposeídas de cualquier voluntad realista.

El espacio destaca por su concepción apaisada y oriental, con un suelo de finísima arena blanca y el fondo con un ciclorama, también blanco, que abraza la escena de forma semicircular.

El segundo término del escenario se enmarca con una bambalina superior, también blanca, y una iluminación que diferencia el ámbito de los personajes–figura de la familia que está en el interior de su casa.

El primer término de la escena es como una pasarela o zona intermedia entre ese interior abstracto del fondo y la grada en la que está el público contemplando.

El público contempla igual que contemplan los personajes–figura que se encuentran en el espacio intermedio. Los que describen el acontecimiento funesto que acaba de pasar: la muerte de la niña de la familia, que se ahogó en el río.

Además de testigos, estos personajes–figura intermedios e intermediarios entre la familia y nosotros, también relatan su percepción sobre lo acontecido y sobre lo que ven tras las invisibles ventanas de ese imaginario hogar sobre el que se cierne el trágico suceso.

El montaje de Claude Régy se prende de un movimiento ritual muy lento y sostenido, casi inapreciable en su desarrollo. Solo puntuado cuando el actor mayor, que representa el rol de un abuelo, entra en el espacio del fondo (el del hogar) para anunciarle la noticia funesta a la madre de la niña. Entonces los personajes–figura de la familia (el padre, la madre y las dos hermanas), rompen el deambular lento y parsimonioso y echan a correr para salir de la escena siguiendo el gesto deíctico del anciano.

En la casa imaginaria solo permanece la figura de un niño vestido con una bata blanca, que yace en el suelo níveo durmiendo, igual que ha permanecido durante todo el espectáculo. De modo metafórico–simbólico, el durmiente, evoca la figura de su pequeña hermana difunta, que el texto deja como personaje ausente y cuya presencia pesa, de forma latente, sobre toda la atmósfera de estos seres que parecen almas que vagan en un limbo.

La escenificación japonesa conducida por Claude Régy es muy exigente con la recepción, pues huye de cualquier efectismo teatral, ciñéndose a una descontextualización de la obra de Maeterlinck, para llevarla hacia una abstracción universalizante.

Se trata, en consecuencia, de un teatro muy próximo a una concepción religiosa y trascendental del arte escénico como ceremonia para convocar y hacer patente lo invisible.

Un juego próximo, también, a una cierta noción de poema escénico que intenta apresar lo inefable sin nombrarlo ni agotarlo, para hacerlo reverberar y vibrar como un eco del más allá.

Historia, identidades, hilo narrativo… se diluyen o pasan a un segundo plano. Así las actrices y actores adquieren una presencia totalmente excepcional y fuera de lo cotidiano.

Su movimiento y su dicción no se ponen al servicio de acciones que expresen una voluntad humana, sino que les hacen casi flotar sobre el escenario.

Actuación y movimientos, físicos y vocales, semejan, más bien, responder a una vibración frente a algo oculto, como esas estelas que hace el agua cuando cae en ella una piedra.

HIBRIDACIÓN DE FORMAS TRADICIONALES DE TEATRO ORIENTAL PARA PULSAR UN MITO FUNDACIONAL

MAHABHARATA – NALACHARITAM de Satoshi Miyagi, en la Carrière de Boulbon.

El MAHABHARATA es un texto que pertenece a la literatura «itihasa» hindú, palabra que en sánscrito significa algo así como «Eso aconteció de verdad». El MAHABHARATA es una inmensa epopeya (250.000 versos en sánscrito) donde se enfrentan dos sagas familiares y donde los dioses se mezclan en la vida de los seres humanos. Una composición antiquísima que data del 2200 antes de Cristo.

Peter Brook presentó un macro-espectáculo sobre el MAHABHARATA, tan mítico, casi, como el propio texto del que parte. En 1985 inauguró con su Mahabharata, precisamente, la Carrière de Boulbon como espacio para el teatro, un enorme agujero pétreo que una cantera le comió a un monte que está en la ribera del Rhône, cerca de la villa de Avignon.

Fue en esta cantera, bajo las estrellas, donde asistimos al NALACHARITAM de Satoshi Miyagi.

El NALACHARITAM es, según el director, una suerte de miniatura de todo el MAHABHARATA. Se trata de un cuento que un monje narra dentro del Mahabharata a un príncipe que lo perdió todo en el juego. En este cuento hay una historia paralela y parabólica en la que el rey Nala pierde su reino jugando y se ve abocado al exilio, teniendo que abandonar a su mujer, la reina Damayanti.

La diferencia entre este cuento, que recibe el nombre de su protagonista, NALACHARITAM, y la epopeya del Mahabharata estriba en que, en el primero, no existe la guerra y sin ella se puede sintetizar, no obstante, la vida de los seres humanos.

SATOSHI MIYAGI y el SPAC, Shizuoka Performing Arts Center, situado al suroeste de Tokio, que fue fundado en 1997 por el emblemático Tadashi Suzuki y que desde el 2007 dirige Satoshi Miyagi, nos presenta un cuento en el que las actrices y actores realizan personajes figura, de aliento alegórico y composición muy plástica, semejantes a estatuas móviles en las que se mezclan formas tradicionales del teatro japonés: kabuki (caras muy maquilladas o con máscaras), bunraku (marionetas manipuladas a la vista del público), Nô (separación de actores actuantes y actores recitadores), kami-shibaï o teatro en papel (un actor cuenta una historia mientras va mostrando imágenes de la misma)…

Una hibridación de formas y técnicas tradicionales que fluye de una manera mágica a lo largo del espectáculo, ofreciendo contrastes sorprendentes y escenas llenas de belleza.

Como atletas, con una precisión alucinante, las actrices y actores ejecutan diversos roles, alternando la agilidad y la comicidad casi circense con la parsimonia ceremonial o con el teatro-fiesta.

La grada del público está circundada por una pasarela elevada donde se realiza la actuación, más concentrada en la media luna frontal a la recepción. Aunque todo el círculo de la pasarela que envuelve al público sea practicable en las carreras, procesiones y persecuciones de los diversos episodios de este cuento fantástico.

Por allí desfilan figuras de una hermosura plástica emocionante, con unos trajes y unas máscaras, o unos maquillajes, que son piezas de arte.

Pero también juegan a componer animales con artefactos de tela y papel que ellos mismos manipulan: elefantes gigantes de los que solo portan la trompa y los cuernos, realizados en papel blanco; un tigre con unos ojos chispeantes, realizado por dos actores acróbatas que van dentro de la bestia; una caravana de camellos que recorre el desierto, realizada con pequeñas marionetas de guante detrás de un bastidor…

En un nivel inferior a esta pasarela circular que envuelve la grada del público, delante de nosotros, hay otra media luna inferior en la que un grupo de músicos efectúa toda la banda sonora del cuento.

Música, iluminación, objetos, caracterización externa de los personajes y actuación, contribuyen a crear un universo onírico de una belleza impresionante, que, sin embargo, produce una sensación de sencillez extrema, incluso de ingenuidad naif.

La historia del NALACHARITAM es un cuento sobre la inmensa fuerza del amor para vencer cualquier adversidad. Los amantes, el príncipe Nala y la reina Damayanti, son separados y deberán pasar muchas pruebas del destino, pero la candela del amor no se extingue nunca por el camino, ni en los momentos de más lejanía, para volver a juntar a los amados.

NALACHARITAM parece probar que lo que el verdadero amor abraza no hay fuerza ni desgracia que lo pueda separar.

Amor y adversidades en el Nalacharitam. La muerte y lo invisible en Intérieur. Las fuerzas ocultas en I Am… El oficio ritual del teatro nos conduce a otras percepciones y dimensiones de la existencia.

Afonso Becerra de Becerreá.

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