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Danza contemporánea y rural. Mikel Aristegui Sin Título

Todo parece indicar que el arte y la naturaleza son dos “realidades” diferenciadas e incluso opuestas. Las artes, según algunos tratados de estética, como sublimación de la “realidad”, como construcción artificial y artificiosa que condensa y embellece lo real, que hace soportable lo insoportable, que cuestiona lo incuestionable, que pone orden en el caos vital o, por el contrario, que transgrede y deconstruye el orden imperante y la norma.

 

Por otro lado, a grandes trazos, estaría la naturaleza, esa concepción mental y, en buena medida, fantasiosa, que asocia lo natural a lo innato, a lo animal, a lo vegetal y mineral, a todos aquellos procesos orgánicos que se escapan de nuestro control y voluntad.

Paradójicamente, resulta curioso cómo llegamos a asociar “lo natural” con “lo lógico” o con “lo normal”, “lo creíble”, “lo esperable”, “lo verosímil”. Pongo un ejemplo muy simple, alguien se marcha de una reunión sin despedirse y eso nos extraña, el primer comentario que se nos viene a la cabeza es del tipo: “Lo natural es que al marcharse se hubiese despedido.” Así pues, la norma, lo normal, las maneras que rigen nuestros comportamientos, acaban por naturalizarse, interiorizarse y hacer que la convención creada (artificial) pase a ser algo natural. Así que, al final, “lo natural”, igual que “la realidad”, no dejan de ser una construcción artificial de nuestra mente y de nuestra voluntad.

Todo esto viene a cuento de que otra de las derivaciones de la oposición natural/artificial-arte, de esa concepción binaria, es la oposición entre la metronormatividad de las artes escénicas y el rural, asociado a lo natural.

Concebimos las artes escénicas, el teatro, la danza, el circo, la ópera, etc. como fenómenos metropolitanos por excelencia, alejados de las pequeñas poblaciones del rural. De esta manera, justificado por las infraestructuras necesarias para el funcionamiento de los espectáculos y de la taquilla, olvidamos, por ejemplo, que el teatro también es un fenómeno artístico de proximidad, en el que no siempre resultan eficaces los auditorios megalómanos y los grandes coliseos. Olvidamos, también, que la danza y el teatro, como performance y ritual de origen mágico, se vinculan, desde hace milenios, con núcleos de población agrícola y/o cazadora.

Esa salida de la urbe hacia la villa, el pueblo o la aldea es marca de algunos festivales internacionales como la MIT Ribadavia (Ourense), Mostra Internacional de Teatro, la MITCF de Cangas do Morrazo (Pontevedra), Mostra Internacional de Teatro Cómico e Festivo, del CITEMOR de Portugal, en Montemor-o-velho o del FETAL de Urones de Castroponce, Festival de Teatro Alternativo, en la provincia de Valladolid.

Recientemente he participado en una experiencia de aproximación de la danza contemporánea al rural gallego, de la mano del coreógrafo y bailarín Mikel Aristegui (San Sebastián, 1968).

La danza contemporánea es, quizás, de todas las danzas posibles, la más creativa y heterodoxa, la que más se conecta con el aquí y ahora, la que más se puede integrar a cualquier tipo de escenario o entorno y la que más libre está en relación a los impulsos expresivos y estéticos, en su capacidad para crear vocabulario o incluso para abolirlo. Frente a ella, por ejemplo, el ballet clásico, la danza española, las diferentes danzas tradicionales, incluso la espectacularidad y virtuosismo de algunos bailes de salón, como puede ser el tango, se mueven dentro de un vocabulario y unos patrones que siempre deben ser reconocibles, su creación vendría a estar limitada por esa especie de códigos coreográficos, constituidos por unos pasos y unos movimientos predeterminados al propio acto de creación.

La danza contemporánea posee las infinitas posibilidades de cruzarse con el teatro y con otras manifestaciones artísticas o no artísticas, y de adaptarse y entrar en simbiosis, no solo anímica sino también coreográfica (formal), con cualquier tipo de entorno y escenario.

Esta ha sido la propuesta de Mikel Aristegui, Sil Producciones – Artes en Movimiento, retomar unas secuencias de una pieza realizada en 1997, Sin título 97/17, junto a su compañera de la Folkwang Hochschule de Essen (Alemania), Marcela San Pedro. En 1997 crean el dúo de 30 minutos Sans titre, a partir de la invitación de la asociación Artistes Face au SIDA, que estrenan en la Sala Patiño de Ginebra, el 1 de diciembre de ese año. En 2017 retoman esa pieza y la completan, ampliando su duración a casi una hora.

Después de su periplo por diversos países, trabajando, de manera independiente, como coreógrafo y bailarín desde 1994, al acabar su periodo de formación en la prestigiosa escuela de Essen (Alemania), y de colaborar con Gilherme Botelho (Alias Cie), Marcela San Pedro, Martina La Bonté, Kylie Walters, Benoît La Chambre, Fabienne Berger, Noemi Lapzeson, Rosella Fiumi, Caterina Inesi, Fearghus O’Conchuir, Fabrice Ramalingom, Sasha Waltz (en cuya compañía trabaja 5 años) y DV8 Physical Theater, luego de trabajar como coreógrafo en Muerte en Venezia de Thomas Ostermeier y de participar en otros proyectos coreográficos para ópera y cine, luego de vivir 16 años en Berlín, Mikel Aristegui se instala en la aldea de Armariz, ayuntamiento de Nogueira de Ramuín (Ourense), en la zona de la Ribeira Sacra del río Sil.

En febrero de 2020 retoma junto a Masako Hattori la pieza Sin título 97/17 y la presenta en el Auditorio Municipal de Ourense y el 8 de diciembre, con la ayuda de la AGADIC, Axencia Galega das Industrias Culturais, de la Xunta de Galicia, la reactiva para adaptarla al contexto rural.

Para esta experiencia, además de su partenaire en la danza, Masako Hattori, Mikel cuenta con la visión dramatúrgica de Noelia Toledano, la ayuda en la producción y distribución de Manu Lago, la complicidad de la Asociación Vecinal de Armariz y de su presidente David (Finca Tellada), que le ceden la antigua escuela rural de Armariz para una residencia artística, con el cura del pueblo que le deja la casa rectoral, para realizar en su patio interior la pieza de danza, y la iglesia de San Cristovo, del siglo XII, para una actividad de visita al monumento y de reflexión sobre el paso del tiempo y la enfermedad, que no solo afecta a las personas, sino también a los entornos y a los edificios.

Arístegui se puso en contacto conmigo para pedirme si le podía hacer un trabajo de acompañamiento y mediación respecto a la danza contemporánea en el rural. Acepté el reto y le propuse dos actividades posibles, una de carácter físico, una especie de breve taller de 30 minutos de movimiento, guiado por él, para sensibilizar el cuerpo con el arte de la danza y respecto a la pieza Sin título 97/17, que gira entorno a los cuidados, el paso del tiempo, la enfermedad y el amor, en su más amplia significación. Y otra actividad, guiada por mí, de sensibilización y reflexión más intelectual y también emotiva, no olvidemos, como afirmaba Bertolt Brecht, que el pensamiento emociona y que la emoción también presupone la actividad cognitiva. Mi taller consistía, básicamente, en formular tres cuestiones en torno a la experiencia de ver la pieza en ese jardín interior de la casa rectoral, en el que la piedra, los arbustos y los árboles condicionaban y afectaban el movimiento y la expresión y en el que el público, unas cincuenta personas de Armariz y de otras localidades, estábamos en un espacio elevado, rodeando y abrazando a la bailarina y al bailarín. Tres cuestiones básicas para reflexionar y para escribir y/o dibujar y pintar. Una sobre las sensaciones, emociones y pensamientos. Otra sobre las imágenes o los movimientos que se nos quedaron grabados en la mente. Y la última sobre el título que cada persona le pondría a esta experiencia y a esta pieza Sin título. Para cada cuestión había unos minutos de silencio y reflexión personal y un papel para que cada quien escribiese, dibujase o colorease aquello que cada cuestión formulada les suscitaba, de tal manera que nadie se viese en el brete de tener que responder de inmediato o de exponerse frente el resto del grupo. La escritura o la expresión plástica, esta última, si cuadra, más ligada al inconsciente y a esa manera de exteriorizar primera, de cuando éramos niñas/os y aún apenas sabíamos escribir, servían, para, después, mostrar lo dibujado o leer lo escrito y compartirlo. Fue genial observar que, pese a lo conceptual y críptico que se le supone a la danza contemporánea, todas las apreciaciones, escritas o plásticas, nos resultaban reconocibles, todas coincidían en lo fundamental y lo ampliaban.

Las dos actividades, el taller de movimiento y el taller de reflexión y pensamiento, se realizaban en las dos plantas de la antigua escuela rural de Armariz, después de haber asistido a la pieza de danza, en el patio interior de la casa rectoral, y de la caminata hasta la antigua iglesia de San Cristovo. Los cuidados, el paso del tiempo, la enfermedad… las relaciones amorosas, en su sentido más amplio y otros temas existenciales emergían de la danza y se conectaban con la pequeña iglesia del siglo XII, medio abandonada, con la piedra desgastada por la humedad y la policromía mural tapada por escayola y moho.

La danza contemporánea nos convocaba en torno al movimiento expresivo y existencial de Masako y Mikel, en torno a la simbiosis con el paisaje rural, con el contraste entre la exuberancia vegetal y la decrepitud del monumento románico. La danza, como arte, sublima y convierte en fiesta, en ritual comunitario, lo que toca y lo que mueve, en este caso asuntos importantes para el ser humano, como son la salud, los cuidados, el paso del tiempo y las relaciones, en un momento especialmente complicado. En este sentido, la danza de Arístegui es particularmente indicada, ya que no se trata de una danza espectacular que nos capture y nos entretenga por sus efectos (efectismos), sino que nos conecta e impresiona por su capacidad de irradiar afectos.

Sin título 97/17, en su versión para ese entorno rural, entre claros y nublados, entre que llueve y escampa y hace frío, es más una danza de afectos que de efectos. Una celebración del amor y de la vida, en la que se volcó una buena parte de la gente de Armariz, no solo como espectadoras y participantes en la experiencia artística, sino también en la preparación de una comida de convivencia, que coronó la jornada matinal. Una comida en la que supimos guardar la distancia sanitaria entre no convivientes, y en la que, pese a esa distancia física y sanitaria, nos sentimos afectivamente próximos y unidos. Velahí la capacidad de las artes para crear conciencia y para unir en lo diverso e incluso en lo adverso. Velahí como naturaleza y arte confluyen en lo humano.

Otros artículos relacionados:

HerDanza”, publicado el 7 de septiembre de 2020 (análisis, entre otras propuestas de danza, de Ouveo de Mikel Aristegui).  

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