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Dramaturgia de relación en Matarile Teatro

El ser humano para «ser» necesita relacionarse con otros seres humanos y con su entorno en general. La culturización, la lengua, los comportamientos y actitudes dependen de las relaciones que vamos estableciendo con otros seres humanos y con nosotras mismas, con nosotros mismos, en nuestra capacidad de desdoblarnos y dialogar en soliloquio.

El psiquiatra Castilla del Pino lo explicaba muy bien: el ser humano está en el mundo, básicamente, para resolver los conflictos que le surgen inevitablemente en las relaciones que se ve obligado a contraer. Porque toda relación, incluso la de un neumático de un coche con el asfalto de una carretera, genera desgaste, roce, conflicto y colisión. Castilla del Pino afirmaba que el conflicto fundamental que anida en la médula de toda relación humana tiene que ver con las pulsiones innatas de libertad, de hacer aquello que nos da la gana, y los compromisos y deberes que toda relación implica.

Si nos paramos a pensarlo un poco, fácilmente, llegaremos a la conclusión de que para estar en perfecto estado de salud necesitamos, indefectiblemente, una serie de contratos relacionales. Nacemos y comenzamos las relaciones maternas y/o paterno filiales, las relaciones de familia. Ahí comenzamos a caminar, a decir las primeras palabras y a configurar el mundo y un tipo de «realidad», ahí comienza a configurarse también nuestra personalidad, nuestra historia, nuestra identidad. Vienen después las primeras relaciones de amistad. Las relaciones académicas, la escuela. Los primeros amores, las relaciones erótico-afectivas. Las relaciones laborales. Etc.

Una persona a la que le fallan las relaciones familiares, maternas y/o paternas, comienza a cojear y a sufrir. Una persona que no tiene amistades, aunque sean muy pocas, acabará enferma. Una persona sin una instrucción académica, aunque sea mínima, también sufrirá los prejuicios derivados, igual que una persona que no tenga relaciones laborales, que no se sienta útil para los demás, en alguna medida, y reciba, a cambio, algún tipo de compensación. Una persona que no tenga relaciones erótico-afectivas, amorosas, acabará por desarrollar alguna patología… En resumen, las relaciones interpersonales, inter-humanas, resultan vitales para la salud, para el crecimiento, para la culturización, para la socialización, etc.

No en balde, Peter Szondi, en su TEORÍA DEL DRAMA MODERNO (1956), señala que toda temática, en el drama, debe formularse en la esfera del «entre». O sea, si quiero abordar el tema de la enfermedad de los celos de manera dramática deberé formularlo a través de relaciones entre personajes, por ejemplo: Otelo, Desdémona y Yago. Si quiero abordar, por ejemplo, el tema de la emancipación de la mujer, podría formularlo, de manera dramática, entre Nora y Helmer.

Una vez que formulo el tema ENTRE personajes, desde la forma mimética del drama, aplicando la lógica física, surgirá, indefectiblemente, el conflicto dramático, la colisión de objetivos o deseos de los personajes, que deberán resolver esa situación de desequilibrio a través de la ACCIÓN (en griego: DRAMA).

Así pues, el DRAMA (la acción) y la DRAMATURGIA (el trabajo o la composición de acciones) del drama para el TEATRO (el lugar de la mirada, donde oír y ver se vuelven un mirar empático y una experiencia viva) se asienta en el «ENTRE», en la reproducción o representación de relaciones. Esas relaciones sin las cuales dejaríamos de ser. (Seguramente si al nacer nos pusiesen en una isla rodeados de pájaros y de simios, quizás no hablaríamos ni adoptaríamos la posición bípeda, quizás cantaríamos y volaríamos como los pájaros y follaríamos como los monos, por las ramas, aunque esto también lo podemos hacer igualmente sin necesidad de estar en una isla desierta alejada de la brutal humanidad).

El problema de la forma paradigmática del DRAMA es que deriva en una imitación ficticia de una supuesta realidad veraz, y para que resulte realista y verosímil (similar a la verdad imitada o representada) la encierra detrás de una cuarta pared invisible en un escenario frontal a la italiana. Esta jerarquía que atenúa la relación directa de las actrices y los actores con las espectadoras y los espectadores, condena a estos últimos al simple rol de mirones, voyeurs, observadores, contempladores… Todo para poder crear esa burbuja mágica en la que se den RELACIONES ENTRE PERSONAJES ficticios.

Para que aparezca, encima del escenario, una realidad dramática ficticia es necesario esconder y hacer desaparecer la realidad escénica. La actriz y el actor, el espacio escénico y la escenografía, desaparecen y se camuflan para que aparezca el castillo de Elsinor y el dubitativo Príncipe Hamlet y Ofelia caminando por la cuerda floja que les traza el destino del dios Shakespeare.

La prestidigitación del drama consiste, en estos casos, en las modulaciones de los estilos teatrales ilusionistas (que buscan crear una ilusión de realidad, dentro de una amplia gama en las declinaciones del realismo). O sea: hacer pasar por verdadero lo falso. O el arte del fingimiento.

Pero antes de ese requintamiento, que hace de la fórmula del drama el canon para el teatro al uso, existió el «predrama» de las dionisíacas y de aquellos rituales donde la magia no consistía en el ilusionismo realista tras una cuarta pared, sino en la comunión danzada, cantada, agitada, de emociones y pensamientos para conjurar miedos y celebrar victorias. El teatro en el que las relaciones inmersivas en el ritual convocaban a una participación más allá de la butaca de una platea frente a un escenario. Y después del canon de la fórmula dramática de base aristotélico-hegeliana, vino lo que Richard Schechner (1978) y Hans-Thies Lehmann (1999) denominarían «teatralidades postdramáticas», en las que la materialidad de la acción escénica se presenta y se afirma y NO se niega para que emerja una ficción representada.

En estas órbitas giran algunas de las propuestas más destacables de la historia del teatro, que ya no se diferencia de la danza y donde se hibridan los géneros, valga de ejemplo CAFÉ MÜLLER de Pina Bausch o la última de Matarile Teatro, EL CUELLO DE LA JIRAFA de Ana Vallés.

MATARILE TEATRO es la compañía decana de lo que podríamos denominar teatro postdramático realizado desde Galicia para el mundo. Curiosamente actúan más por el mundo adelante que por el país gallego. Ironías del destino (o algo más que eso).

En el FITO (Festival Internacional de Teatro de Ourense) estrenaron el 10 de octubre de 2015, en la Antigua Capilla del Campus Universitario de la ciudad de las Burgas su nuevo espectáculo EL CUELLO DE LA JIRAFA, donde dan un paso más en su poética teatral de las relaciones. Esta nueva creación colectiva y colaborativa, dirigida por Ana Vallés, desarrolla aún más, si cabe, la dramaturgia del encuentro, del teatro como encuentro entre actrices, actores y espectadoras y espectadores. El público deja de expectar una intriga fabular, para pasar a ser integrante de una experiencia artística de honda raíz filosófica y lírica.

Es sello de la casa la presencia emocionada del pensamiento, de las reflexiones existenciales y filosóficas, echando mano de citas que, de algún modo, han calado en el elenco, y también de ideas y axiomas de invención original (originados en las experiencias vitales de cada actriz y actor y en la experiencia compartida del proceso de creación y ensayos del espectáculo).

Casi nos podríamos atrever a decir que uno tiene la impresión de que el proceso de creación colectiva y colaborativa de Matarile Teatro, además de producir espectáculos, produce pensamientos y actúa como catalizador, como filtro, de ideas, anécdotas y sensaciones, que se acaban ofreciendo de manera sublimada artísticamente y desde una proximidad anti dogmática y una sencillez compleja que producen el sobrecogimiento de la inteligencia de la recepción (porque Matarile Teatro nos trata de igual a igual, no se sitúa desde arriba, desde quien sabe más y alecciona al que sabe menos. No, para Matarile Teatro somos seres inteligentes y sensibles, o eso nos hacen creer en los juegos que nos proponen).

Es sello de la casa la expansión polisémica de la danza, que aquí coge cuerpo en la coreografía poderosamente atractiva de Mónica García, bestia escénica; en el movimiento siluético y escultural de María Roja, figura de cerámica esmaltada; en el baile humanísimo y vibrante de Ana Vallés y la elegancia natural e intelectual, con un punto loco o alucinado, del profesor actor Enrique Gavilán; en el desafío viril de Óscar Codesido y su propia deconstrucción, cuando pasa del rol de galán al de corista, en un simulacro que lo lleva de lo pretendidamente apolíneo a lo efectivamente dionisíaco, con una flor roja enredada en los cabellos y ofreciendo su fresa fresca al espectador/a (en el estreno me la comí yo, pero no se lo digas a nadie, que a lo mejor, en la próxima función te la comes tú).

Es sello de la casa que los espectáculos sean, además, poemas lumínicos y sonoros por obra y gracia de Baltasar Patiño, un mago de la luz y de la «sonoplastia» (como dicen los colegas portugueses).

En EL CUELLO DE LA JIRAFA sitúa dos pares de mini cañones de luz a ambos lados del espacio escénico. De esta manera los rayos de luz azulada cruzan la sala, se dibujan en la penumbra, proyectando lunas dobles en los laterales, o contribuyen a dar un volumen a los perfiles de los cuerpos que actúan entre ellos. También incluye un pequeño foco móvil colgado del cuello de una jirafa paradójica, porque aquí la jirafa no sirve para sujetar un micrófono invisible que recoja el sonido, como en los rodajes cinematográficos, sino que sostiene una luz que actuará de manera climática en algunos cuadros del espectáculo, como aquel en el que Mónica García danza semidesnuda teñida de pintura azul cobalto y bañada por la luz celeste de la jirafa.

La jirafa es, así mismo, una constelación fantástica, que no logramos ver en el firmamento, pese a que Enrique Gavilán nos la intenta señalar, con su rayo láser, en el exterior de la Antigua Capilla del Campus Universitario de Ourense, justo antes de entrar en el espectáculo.

Es sello de la casa la creación de bodegones, naturalezas muertas, en los que suelen incluir objetos encontrados con una dimensión simbólica y alegórica más o menos misteriosas, pero siempre impregnados de una delicadeza plástica y una ternura artesanal derivada de la calidad de su composición y elaboración «in situ».

Además, algunas de estas composiciones objetuales y plásticas se relacionan, de manera sutil, con alguno de los temas tratados o con las reflexiones y anécdotas emitidas. Sirva como ejemplo el relato de las obras en la casa de Rodiño (Compostela) de Ana Vallés y Baltasar Patiño, cuando los albañiles encuentran un nido de golondrinas en el hueco de la escalera que estaban arreglando. Baltasar mete la mano y saca un nido con unos huevos diminutos aún calientes, justo en ese momento llega la golondrina. En el espectáculo una de las mini instalaciones incluye un nido y unos huevos de golondrina entre otros objetos.

En EL CUELLO DE LA JIRAFA Baltasar Patiño y Ana Vallés nos ofrecen pequeños bodegones o naturalezas muertas, directamente, en un vis-à-vis.

Nosotras/os estamos sentadas/os, por la parte exterior, a lo largo de una mesa corrida en forma de U. Las actrices y los actores utilizan todo el espacio escénico, que es inclusivo. Actúan dentro de la U que forma la mesa corrida a la que sentamos. Actúan encima de la mesa, utilizándola como mesa y como pasarela. Actúan y transitan por detrás de nosotras/os. Y muchas de las secuencias de acción de este variado puzle teatral son regalos ofrecidos directamente a espectadoras y espectadores concretos, ahora a unas/os, ahora a otras/os y, en algunas escenas memorables, como la del ofrecimiento de bodegones o naturalezas muertas en forma de pequeñas maquetas artísticas, a través de la simultaneidad de encuentros e intercambios con el público.

Ana Vallés ofrece una bandeja en la que tiene, para escoger, huevos de golondrina, un nido, tizas de colores, etc. y según lo que elijas te cuenta una pequeña historia mirándote a los ojos y preguntándote cosas.

Baltasar Patiño ofrece diminutos paisajes oníricos compuestos de viejos libros perforados, libros cofre de los que sale una voz, libros escenario y libros mundo en los que gatean y se yerguen pequeños hombrecitos, muñecos color hueso, árboles minúsculos hechos con trozos de ramas secas. Botellas y probetas de un laboratorio o de una botica que atrapan figuras abstractas o antropomórficas y otros objetos enanos.

Elementos cuya textura estética nos remite, inevitablemente, a un universo próximo, y a la vez lejano, al de Tadeusz Kantor (esa presencia ausente que siempre resuena por algún lado en la poética de Matarile Teatro).

Además de estos bodegones o instalaciones, María Roja se pinta lunares ante un espejo circular de aumento, sentada a la mesa buscando la complicidad de alguna persona, mientras el profesor Enrique Gavilán nombra, en latín, constelaciones de estrellas señalando con un puntero los lunares de María Roja.

Mónica García arrastra el cuerpo de Óscar Codesido y nos enuncia que lo contrario a la belleza no es la fealdad sino la indiferencia. También nos habla de los últimos momentos de Velázquez, cuando ya no se dedicaba a pintar las cosas que veía sino lo que había entre ellas. Algo en lo que vuelven a resonar, como variaciones sobre un tema central sobre la teoría del teatro de Matarile, en las declaraciones que Ana Vallés realiza en un cuadro anterior cuando dice que el teatro acontece «entre» las personas, está «entre» la expresión y la impresión, es lo que hay «entre» los ecos y los huecos de los cuerpos.

Las reflexiones sobre la percepción y la recepción crecen y se ensanchan en el movimiento de algunas secuencias del espectáculo. También el cuestionamiento alrededor de la solidez de la realidad.

Hace acto de presencia la tensión lírica y filosófica entre el vitalismo presente y su conjunción con la melancolía por lo que parece dejar de ser o de estar para pasar al recuerdo y quedar en el pasado, o con el vértigo o el sueño de lo que vendrá, de lo que será… del futuro.

Enrique Gavilán dice que cuanta más esperanza más miedo. Ana Vallés le pregunta, antes de un baile de pareja: «¿Me seguirás queriendo a pesar de las repeticiones?». Se besan y ella le susurra irónica: «Los besos no me los das como antes.» Y se abre el abismo en este espectador: ¿puede algo volver a producirse igual que antes? Sin embargo, tenemos la sensación de que, a veces, las cosas, algunos sucesos, se repiten.

Resuenan, también, las referencias a Antonin Artaud, actor, loco y muerto. «La locura nos deja perplejos, pero no podemos evitar su fascinación», nos dice Ana Vallés.

Y el humor salta aquí y allá en ese paisaje escénico poblado de fenómenos de realidad escénica. Ana Vallés le quita el ramo de menta que Codesido trae en las manos al comienzo del espectáculo y lo agita en el aire para «airear la menta» y propiciar una escena de mayor visceralidad y locura, en la que Óscar baila y se descamisa.

Óscar anuncia a Pasolini recitando un poema a la belleza de Marilyn Monroe y suena la voz voluptuosa del dramaturgo italiano con un fondo del Adagio de Albinoni que no es de Albinoni.

Bajo EL CUELLO DE LA JIRAFA desfilan una miríada de referencias: el mito de Cronos, en alusión a las devoraciones temporales; la figura alegórica de Caperucita Roja emitiendo sonidos feroces; la evocación espacial de Grotowski en la disposición escénica… un universo hipertextual filosófico y lírico, plástico y coreográfico, que huye de la arrogancia al presentársenos como encuentro, al ofrecérsenos en relación.

De tal manera, la dramaturgia florece y se abre a nosotras/os explícitamente, sin rodeos ni paliativos.

De la relación en el drama o relación dramática, de base aristotélica, a la dramaturgia de la relación y el encuentro en Matarile Teatro, hay un camino que pasa por el teatro de objetos y la danza-teatro. Un camino que va de la ausencia de la representación de una historia o fábula y unos personajes de ficción, al paisaje híbrido en el que se trabaja y se juega sobre la realidad de las ficciones que somos, que creemos ser, que queremos ser.

Matarile Teatro nos lleva al fértil huerto de la realidad de la ficción de la realidad y lo hace de manera inclusiva, invitándonos a estar entre ellas/os, mirándonos, hablándonos, ofreciéndonos sus movimientos, sus bodegones y sus objetos artísticos, sus coreografías, compartiendo la experiencia del teatro. Nos sacan del jardín del fingimiento, del ilusionismo realista, de la jerarquía piramidal que toda historia y toda identidad, en tanto historia, supone (con sus protagonistas y sus secundarios, con sus líneas de acción), para llevarnos al labradío horizontal y material de lo pegado a la tierra, a la carne, a la piel, a las vísceras, a los pensamientos y a las emociones.

Afonso Becerra de Becerreá.

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