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Romeo Castellucci. Giulio Cesare, Pezzi Staccati, un poema escénico en la BoCA

El teatro como síntesis poética, en el que las acciones, también la verbal, componen imágenes de una alta musicalidad. Imágenes atractivas, sugerentes, reveladoras, inquietantes, enigmáticas.

Romeo Castellucci es uno de esos dramaturgos escénicos cuyo teatro recupera una cierta dimensión trascendental a partir de una composición de acciones de alta intensidad iconográfica.

La BoCA (Biennial of Contemporary Arts) de Portugal, que dirige el dramaturgo y director John Romão, en colaboración con el Teatro Nacional São João (TNSJ), organizaron, alrededor del Día Mundial del Teatro, una Masterclass de Romeo Castellucci, el 28 de marzo de 2017, en el Mosteiro de São Bento da Vitória do Porto, y el 30 y 31 de marzo programaron, en el claustro cubierto de este monasterio, la obra GIULIO CESARE – PEZZI STACCATI (Julio César – piezas sueltas), concebida y dirigida por Romeo Castellucci, con su compañía Societas Raffaello Sanzio.

Previamente, también organizaron un seminario con Alexandra Moreira da Silva, originaria de Viana do Castelo, que es profesora en el Instituto de Estudios de Teatro de la Universidad Sorbone Nouvelle – Paris III, y una de las especialistas en el teatro de Romeo Castellucci, como demuestra en el interesantísimo texto, titulado «O Atlas de Romeo Castellucci e algumas reflexões sobre escalar montanhas», publicado en un cuidado programa de mano por el Departamento de Ediciones del TNSJ.

Giulio Cesare – Pezzi Staccati es un espectáculo conceptual, en el que Castellucci crea un poema escénico sobre la voz encarnada, hecha carne y víscera, herida e hiriente.

Los diferentes cuadros de los que se compone se realizan y suceden de una manera ritualizada, tanto las acciones prácticas, como puede ser el trabajo de organizar los dispositivos escénicos (preparar el endoscopio que penetrará en la cavidad bucal del orador, encenderlo, probarlo, etc.), como las acciones míticas, confeccionadas con una gestualidad de tendencia simbolizadora, aunque, en efecto, se trate, más bien de una coreografía iconográfica, fascinante en su conjugación del movimiento físico y la acción sonora.

En Giulio Cesare – Pezzi Staccati se pueden distinguir cuatro cuadros principales. En el primero sale un actor de túnica blanca y prepara la cámara endoscópica, la desinfecta y la lubrifica, la conecta, enciende el proyector, se abre la túnica y va pasando la cámara por su torso, deteniéndose brevemente en el ombligo, ascendiendo hacia el pecho donde podemos leer «…vskij», en alusión a uno de los padres fundadores del teatro, la cámara sigue mostrándonos, en el círculo que se proyecta en el foro, por encima de la cabeza del actor, los ojos, en un primerísimo plano que los deshumaniza para dejarlos reducidos a órganos, igual que cuando se asoma a los oídos y entra sutilmente en ellos. Finalmente, el endoscopio penetra por los orificios nasales y baja hasta la glotis. Entonces el actor comienza a decir, con impetuosa voz, palabras de Flavio y Marullo, tribunos de la plebe.

La palabra hace audible el movimiento del aparato fonador del actor, que vemos proyectado en el círculo, como una especie de ojo monstruoso en el que los pliegues vocales se tensan, se juntan y vibran. Esa cavidad, recubierta de mucosa y con las cuerdas vocales moviéndose, es como un órgano sexual. El contraste entre el elaborado y brillante discurso retórico y la imagen, entre sexualizada y carnosa, del aparato fonador en acción, suscita una fascinación difícil de explicar.

Esa objetividad, casi científica, de mostrar cómo se produce la palabra en el aparato fonador, en vez de ser algo frío o aséptico, nos resulta algo asombroso, extraño, impúdico en lo que a tamaña desnudez interior se refiere. Porque Castellucci, aquí, nos está mostrando el verdadero interior de la palabra, ese interior que es carne irrigada por capilares sanguíneos y recubierta de mucosa.

Una vez vaciada la escena, que es un espacio enorme, con el suelo blanco, impoluto, y los propios elementos arquitectónicos del claustro de un monasterio, vendría lo que podríamos considerar como segundo cuadro. La entrada de un anciano que viste la túnica roja del sacrificio. Un anciano ajado que viene, muy lentamente, arrastrando los pies. Cada vez que arrastra un pie suena, amplificada, una ráfaga de sonido, aportándole una dimensión estratosférica a cada movimiento.

Claramente el actor anciano representa la efigie del emperador Julio César. Cuando llega al centro del escenario nos mira, parece que va a hablar, pero no articula palabra. En vez de hablar, se limita a ejecutar una especie de danza iconográfica, con gestos deícticos y emblemáticos, utilizando, básicamente sus manos y sus brazos. Cada mínimo movimiento suena muy amplificado. Un movimiento de una mano genera el sonido similar al de un movimiento subterráneo de placas tectónicas en un terremoto. La coreografía de brazos y manos semeja seguir una retórica equivalente a la de un discurso verbal ante un público. La elocuencia retórica de la palabra se substituye, aquí, por un juego de actitudes y gestos, que el peso de la edad certifica.

Un actor hace entrar un caballo negro por uno de los laterales del claustro. Sus herraduras suenan contundentemente en todo el espacio, ante la quietud y el silencio de Julio César. La referencia a la imagen ecuestre de un emperador robusto y con armadura, se substituye aquí por un emperador anciano, sin fuerza en los músculos, vestido tan solo con una túnica roja, color del martirio, lejos ya de su caballo.

Otro actor entra por el lateral opuesto y escribe, en letras blancas, sobre el lomo del caballo negro, tres palabras misteriosas que, en sí mismas, componen un enigma indescifrable. Esta acción caligráfica viene a reforzar esa aura de lo incognoscible.

La coreografía del actor anciano que representa la efigie de Julio César llega a un crescendo de intensidad y velocidad, haciendo girar sus brazos, a la vez que un torbellino sonoro atronador se apodera de todo el espacio.

Un coro de tres actores, vestidos con túnicas blancas, se aproximan por la espalda del anciano y, en el mismo registro gestual estilizado, perpetran el asesinato y la acción simbólica de cerrar la cremallera de la túnica roja de César, hasta cubrirlo entero en la vertical, como si fuese un sarcófago, y llevarlo a la horizontal. Después lo sacan, arrastrando su cuerpo, desde el centro del escenario, por medio del público que se sienta en el suelo delante de la escena.

El tercer cuadro vendría a ser la entrada de un actor de unos sesenta años, vestido como un emperador romano, que se sube a un pedestal blanco con la inscripción «Ars» y hace un gesto de brazos como para empezar un importante discurso dirigido a nosotras/os. Se trata de un actor laringetomizado, con un agujero en su cuello. Representa la efigie de Marco Antonio, reconocible por su famoso discurso fúnebre, en el que nos pide prestados nuestros oídos porque va a hablar por cada una de las heridas mortales que acabó con la vida de Julio César. Ciertamente, la voz parece salir de una herida. Sentimos la dificultad del discurso, sentimos como el significado parece descomponerse en esa voz con una articulación poco clara.

Además del impacto y del contraste semántico, que implica esta presencia, y la sensorialidad del discurso climático de Marco Antonio, hay un gesto que llama mucho la atención, cuando coge una esponja empapada de rojo y se la pasa, frotándola, por delante de su boca.

El posible cuarto cuadro es una escena final con una acción objetual, sin actores. Se trata de una fila horizontal de nueve bombillas que van estallando y extinguiéndose, una a una, a medida que una pequeña hélice, en la base, comienza a girar y a oprimirlas hasta hacerlas añicos.

Las dos o tres primeras bombillas suscitan sorpresa y expectativa, tanto por la diferente naturaleza de esta acción respecto a las anteriores, como por conocer el mecanismo que las hace estallar, y también por el sobresalto de su explosión y el ruido de los cristales. A partir de la tercera bombilla, y hasta la novena y última, la expectativa se fulmina, porque ya sabemos lo que va a pasar, y, por tanto, el futuro queda abolido en tal acción.

El ritual llega a su fin, después de haber convocado elementos de diversa naturaleza, para componer los fragmentos de una batalla que arranca de las bocas. Un paisaje sintético y austero en el que se conjugan actores, endoscopio, aparato fonador real, un caballo negro sobre el que se caligrafían, en blanco, tres palabras mortíferas, extraídas de un capítulo bíblico, una riestra de luminarias que estallan dejando salir un suspiro de humo, una acción sonora que multiplica el efecto de pasos y gestos iconográficos, esculturas y composiciones de trazo pictórico, sugeridas o mostradas directamente… Giulio Cesare – Pezzi Staccati es una pieza misteriosa e inquietante que va más allá de la fábula shakespeariana. Teatro para el asombro deslumbrante.

Afonso Becerra de Becerreá.

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