Críticas de espectáculos

Drácula/Ignacio García May -En La Roca/Ernesto Caballero

Tres autores de los 80 en los teatros institucionales (y 2)

2 / Drácula de Ignacio García May

Lleva razón Ignacio García May cuando, en el programa de mano de su Drácula, que se ha puesto durante el último mes de Diciembre en la sala principal del Valle-Inclán, dice: “… habitamos una sociedad neurótica y aterrorizada, acosada por vampiros espantosos. No llevan capa ni colmillos, ni habitan en castillos lúgubres; se llaman: miedo a no ser suficientemente atractivo, miedo a no tener dinero, miedo a perder el trabajo, miedo a los compromisos, miedo al extranjero, miedo al vecino, miedo a los padres, miedo a los hijos, miedo a la muerte, miedo a la vida”. Así prevenido por una afirmación tan concluyente, el espectador del teatro de Lavapiés se hace a la idea de que, cuando se levante el telón, se va a encontrar con un conde Drácula bien distinto de los que tiene vistos en el cine o leídos en las novelas de Stephenie Meyer. Esto es, con un vampiro contemporáneo, debidamente “sanitized” aunque todavía un tanto “freaky”, que no sólo habría renunciado para siempre a sus atributos más vistosos – la gomina, la capa, los colmillos – sino habría adquirido cierto aire de “maître à penser”, algo así como un mixto de Pierre Bourdieu y BHL. Así al menos cabría deducirlo del entrecomillado anterior.

Pero, muy al contrario, lo que el espectador se encuentra realmente sobre la escena no es más que una adaptación, una transcripción fiel para el teatro, de la novela que en 1897 publicó Bram Stoker sobre el famoso conde transilvano. Y aquí es donde se le rompen todos los esquemas al crítico y, aún conmocionado, se pregunta: ¿qué objeto tiene ahora el llevar el Drácula al teatro? Si reparamos en la fecha de la publicación de la novela, pronto nos damos cuenta de que Stoker y, sobre todo, el mito encarnado por su protagonista el conde Drácula vivieron un momento casi astral al coincidir su alumbramiento con el de una nueva forma de espectáculo que pronto se llamó cinematógrafo (la primera proyección de la Llegada de un tren a la estación de los hermanos Lumière se llevó a cabo en 1895). De modo que, a partir del Nosferatu de Murnau (1922), fue el recién nacido séptimo arte el encargado de difundir entre las masas la figura, genealogía, “atrezzo”, estrafalaria dieta y noctívagas costumbres de los vampiros. De hecho, en el documentado artículo que dedica la Wikipedia a la novela, y aparte de los innumerables musicales a que ha dado lugar la infernal criatura, tan sólo se registra un montaje teatral de la obra en 1924 en Inglaterra, montaje que pasó a Broadway tres años más tarde protagonizado por Bela Lugosi, antes de que el actor llevara el personaje a la gran pantalla en el clásico Dracula de Tod Browning (1931). Ese mismo artículo establece con pelos y señales una interminable filmografía del tema que va desde las producciones de la Universal hasta las de la Hammer (las de Christopher Lee) sin olvidar, por cierto, las no menos entrañables de Jesús (Jess) Franco. En definitiva, ¿cómo comparar una versión teatral que no pretende más que contar la historia al pie de la letra y, como tal, resulta rancia y acartonada con, un poner, el Bram Stoker´s Dracula de Coppola (1992) con la imaginación de su guión, su exuberante fantasía y los sofisticados medios técnicos de que dispone?

Otra cosa sería, claro está, que, como se prometía en el programa, se nos hubiese presentado el drama en alguna forma original, interpretando a través de él, como se suele hacer con los clásicos, la época y la sociedad en que fue escrito y analizando su significado actual. O bien, reinterpretado el mito, trayéndole a nuestro tiempo y desvelando los entresijos de ese “baile de los vampiros” que hoy no dejamos de bailar. Y es que no faltan los ejemplos de reutilización de la leyenda en nuestro teatro contemporáneo. Por no ir más lejos, ahí está una obra como Enfermedad y mujeres modernas. Como una pieza de Elfriede Jelinek (1987) en donde las vampiras protagonistas, enfermeras en una clínica y siempre sintonizadas con la frecuencia de radio de la autopista, son siempre las primeras en llegar al lugar del accidente y servirse un buen aperitivo.

Ignacio García May, premio Lope de Vega 1986 por Alesio, adaptador de un celebrado Viaje al Parnaso cervantino para la CNTC y autor de una versión de El hombre que quiso ser rey de Rudyard Kipling que acaba de tener a rebosar la sala de la Princesa del María Guerrero, no sólo es un destacado dramaturgo sino también un reconocido guionista en el mundo del cine y la televisión. Conociendo ambos medios de primera mano, ¿cómo se ha podido confundir de género de esta manera?

 

y 3 / En La Roca de Ernesto Caballero

Excelente olfato dramático el que ha mostrado Ernesto Caballero al elegir el tema de En La Roca, el texto que, bajo la dirección de Ignacio García, han estado representando dos jóvenes actores, Chema León y Eloy Azorín, en la sala pequeña del Español hasta la pasada semana. Se trata de lo que los ingleses llaman un “two-hander”, esto es, una confrontación de dos intérpretes que debe captar la atención del respetable nada más empezar, mantenerle expectante a lo largo de toda la función y no darle respiro hasta el final. Un género ya clásico que, para convertirse en un gran éxito comercial, tiene que cumplir con ciertas reglas, siendo las fundamentales la habilidad que demuestre el autor en el manejo de la tensión dramática, un director de escena que la ponga en relieve y no interfiera, y dos actores, preferentemente conocidos, que se partan el pecho interpretándola. El tema parecería lo de menos, ya que de aplicarse la receta que se acaba de dar, valdría tanto para exponer la difícil convivencia de dos solterones (La extraña pareja de Neil Simon), una discusión filosófica (El encuentro de Descartes con Pascal joven de Jean-Claude Brisville) o, como en este caso, la velada que reúne a dos viejos amigos en el hotel La Roca del Peñón en plena guerra civil española.

Pero, aunque a veces nos parezca accesorio si lo comparamos con la destreza del autor y el subyugante juego de los actores, el tema tiene una gran importancia en cuanto constituye el material base de donde surge todo lo demás y, como en la buena cocina, no hay plato de gusto en el teatro que no provenga de una buena materia prima. Y la de En La Roca es excelente porque esos viejos amigos que se encuentran de noche en el bar de un hotel de Gibraltar son Harold Adrian “Kim” Philby y Guy Burguess, antiguos compañeros del Trinity College en Cambridge y espías al servicio de Su Majestad Británica que trabajan en realidad para los rusos. Y porque lo que Guy viene a decirle a Kim es que el Politburó ha decidido que tiene que matar a Franco. Una historia que de por sí ya es oro puro.

Consciente de que tiene en las manos un argumento excepcional, Ernesto Caballero lo trabaja con mimo, perfila los caracteres de Kim y Guy de manera que adquieran una identidad propia sobre la escena (Kim, el militante que duda, Guy, el intelectual hedonista), va trenzando la acción dramática de modo que ambos protagonistas alternen momentos depresivos y arrebatos para mantener así la tensión, dosifica hábilmente los golpes de efecto (de pronto aparece una pistola, ¿acabará la obra sin que se dispare?) y escribe un diálogo productivo, de frases cortas e incisivas que sólo se remansa en alguna soflama o algún recuerdo. En definitiva, un texto funcional que responde sin fisuras a la intriga que nos quiere contar.

Una intriga, la de dos de los componentes de los “cinco de Cambridge”, que nos lleva a un momento álgido del siglo XX, la guerra de España como ensayo general de la Segunda Guerra Mundial, un enfrentamiento entre dos ideologías, comunismo y fascismo, que por el momento se ha resuelto a favor de una “tercera vía”, el capitalismo salvaje que hoy nos asfixia. Aún con sus vacilaciones e incertidumbres, Guy y Kim están plenamente comprometidos en esa lucha partidista que, en el momento de la acción, dispone el curso de sus vidas. Y es esa componente ideológica, conjugada con las circunstancias históricas que van a poner a prueba su amistad, la que les convierte en seres humanos y hace sus personajes verosímiles y dignos de pisar un escenario. Son hombres que se mueven en un contexto histórico que les determina, un asunto no muy frecuente en nuestro teatro contemporáneo, que suele restringirse al minucioso estudio de los avatares domésticos de unas cuantas almitas. Ni que decir tiene que el autor no es inmune a la propaganda conservadora que nos invade (ya se sabe, los comunistas son como los fascistas y hay que mantener la equidistancia) pero alguna que otra deriva en este sentido no contamina en demasía ni la verdad de sus personajes ni su comportamiento ante la situación en que se encuentran.

Por lo general son perros viejos los que se suelen enfrentar en estas gestas histriónicas, en las que se distinguieron en su día monstruos sagrados como la Espert, Adolfo Marsillach, Concha Velasco o José Sacristán, pero la responsabilidad en este caso recae en dos actores jóvenes, Chema León y Eloy Azorín, que parten con la gran ventaja de que sus físicos se corresponden con los de los papeles que tienen que encarnar (o con la idea que nos hacemos de ellos, lo que dice mucho en su favor). Ambos han pasado por la RESAD, han hecho cine y son habituales de las series de televisión, por lo que habrá que reconocerles conocimientos y oficio. Y representan la función como a tres metros de la primera fila de butacas, esto es, a pelo y totalmente expuestos a que cualquier error se magnifique. Aún con ese factor en su contra, puede decirse que su interpretación es muy notable, aunque a veces resulten ligeramente afectados y envarado alguno de sus gestos. Si girasen la obra durante un tiempo, la terminarían haciendo magistral. El factótum de tan buen resultado no deja de ser su director, Ignacio García, quien inspirándose en el cine negro y sin caer en ninguna estridencia se consagra de lleno a sus actores, marcándoles siempre los movimientos más apropiados y llevándoles de la mano en cuanto a la composición de sus personajes.

Un solo fallo desde mi punto de vista, el epílogo en el que, dando un salto en el tiempo hasta nuestra época, los protagonistas nos cuentan lo que fue de ellos desde aquella entrevista. No sólo innecesario, me parece, sino que impide que la obra se termine en un momento casi mágico, el de la despedida de los dos amigos en el bar del hotel, que ambos actores bordan primorosamente tras el ruido y la furia del clímax final.

David Ladra

 

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