Un cerebro compartido

¿Entender o no entender?… Percibir

No hace mucho, en la butaca esperando a ver un Pinter en Madrid, escuché casualmente algo tan casposo como que el buen arte es el que no se entiende bien. Chiquitas las chorradas que se escuchan por llevar las orejas puestas. Yo entiendo perfectamente las diatribas del Yago de Otelo o la crueldad y la incomunicación propia de los personajes de El Cuidador. Y que venga alguien a decirme que la escritura de Shakespeare o Pinter no es arte. En fin, sirva la presente como una justificación para hablar de lo que, pienso, debería ser el buen arte: no uno que se entienda o no sino uno que nos sacuda como receptores, uno que percibamos, nos transforme y nos haga reflexionar, aunque sea solo un poquito.

Hablando de teatro y reflexionando sobre la transformación, pienso que existen dos formas de dirigir actores. Por un lado, tenemos a directores que reman a favor de la naturalidad de la intérprete directamente asociada al entendimiento del espectador, y, por lo general, el respeto al texto. A este lado se posicionarían aquellos directores que se arrodillan ante un texto (expresión oída y dicha por un director) Por otro lado, tenemos directores que trabajan con la expresividad y creatividad del intérprete valorando este trabajo por encima del que acerque la dramaturgia al patio de butacas por el camino más transitado del conocimiento racional. Ni que decir tiene que el respeto al intérprete exige que éste participe en las decisiones sobre el personaje que va a defender en la escena con independencia de pautas de dirección. Bien, como en los colores, entre el blanco y el negro hay grises, y entre estas dos tendencias más o menos generalizadas, hay puntos intermedios, pero ¿cuál piensa el lector que sería la dirección del trabajo para hacer reflexionar al público, para hacerle partícipe? Fácil, aquel que le haga percibir. Percibir o no percibir, esa es la cuestión. Entender o no es una reducción de ésta. 

Existen directores y técnicas actorales que se apoyan en desarrollos cercanos a lo conocido con las que se adivina un papel relevante de la dramaturgia escrita frente a la escénica relegando así el descubrimiento del alma del teatro, esto es, lo que existe entre y dentro de las palabras impresas. Los directores que alientan esta línea de creación suelen promover trabajos alejados de la sobreactuación, entendiendo por esta la excesiva expresividad que, asumen, aleja al espectador del argumento dramático. Estos directores tienen miedo a la falsedad que brota del intérprete con esa excesiva construcción del personaje. Por otro lado, diferentes técnicas, diferentes directores, promueven la creación apoyándose en el binomio que forma con el reparto no poniendo fronteras que limiten esta creación como la de la mencionada sobreactuación. Pienso que habría que fomentar este motor de creación frente al binomio que el director forma con el texto, sello de un teatro copiador. ¿Por qué? Pues porque pienso que, en el primero de los casos, la producción se encuentra con espectadores pasivos y en el segundo con espectadores activos con una obligación de participar en la construcción y creación del espectáculo. 

Este último no niega la comprensión, pero no le da la importancia que el primero. ¿Es mejor o peor un montaje así creado? Pues, como ya ha adivinado, ni mejor ni peor, es distinto, es cuestión de lo que queramos/podamos hacer. Si queremos que el espectador participe no nos importará que este se salga de los raíles de lo conocido o que el intérprete sobreactúa, aunque esto no es aval de buen arte. Cualquier director debería buscar que el público se interese e involucre en la comunión teatral devolviendo una visión inclusiva para que el intérprete, una vez que la ha percibido, siga fabricando y no recitando. En aquel fabricar hay percepción. En este recitar hay entender. Para mí, es mejor fabricar.

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