Críticas de espectáculos

La Tierra/José Ramón Fernández

Tres autores de los 80 en los teatros institucionales

 

Durante este último mes de Diciembre, han coincidido sobre los escenarios institucionales de Madrid las obras de tres autores nuestros ya bien acreditados que se dieron a conocer a mediados de los ochenta. Me estoy refiriendo a La tierra de José Ramón Fernández (1962) que se puso en la sala Francisco Nieva del teatro Valle-Inclán del CDN, al Drácula de Ignacio García May (1965) presentado en la sala principal del mismo teatro, y En la roca de Ernesto Caballero (1957) que se ha estrenado en la sala pequeña del teatro Español. Una buena ocasión para hacer el punto de dónde se encuentran los tres dramaturgos tras unos veinticinco años de faena.

 

 

1/ La tierra de José Ramón Fernández

 

La gente aquí tiene la sangre espesa y mala. Pero hay que joderse porque nos ha tocado este agujero.

Es un drama oscuro el que José Ramón Fernández publicara a finales de 1998 en las páginas de la revista Primer Acto. Un drama rural que no bebe de las fuentes cristalinas de la tragedia mediterránea lorquiana sino de aquellas aguas, mucho más revueltas y ponzoñosas, que afloraron en nuestra escena al comienzo del pasado siglo con autores como Guimerà o Benavente y se perpetuaron, a partir de los años treinta, no tanto en el teatro como en el cine de realizadores como Florián Rey, Nieves Conde, Juan Antonio Bardem o Mario Camus. Y es que hay mucho de guión cinematográfico en aquel texto que entonces nos planteara José Ramón, en donde las acotaciones escénicas y las intervenciones de los personajes forman un conjunto continuo que se manifiesta en escena mediante un encadenamiento de secuencias que recuerda la manera de contar del cine en blanco y negro de los años cincuenta, técnicas de “flash-back” incluidas. No cabe duda de que el autor “ve” su obra como una cinta de celuloide que se proyectara en su cabeza y desea trasladar esa proyección al imaginario del lector sin tener que esperar a que el azar o el sosegado turno del escalafón oficial (once años ha tardado La tierra desde su publicación a ser representada en el teatro de Lavapiés ) doten un presupuesto para ponerla en escena, como si el tiempo transcurriera para la obra de un autor contemporáneo como para la de un Cervantes, un Calderón o un Lope que, habiendo cerrado definitivamente la suya, nada pierden por esperar (los que perdemos somos nosotros por ignorarla).

Pero, ¿qué ve el espectador en esa cinta que tanta congoja le provoca? Una tierra y un cielo siempre a la greña, una pidiendo agua y el otro mudo, encapotado por esas nubes negras de sequía que nunca descargarán donde hagan falta. Y entre el cielo y la tierra, los hombres solos. Desolado paisaje del solar patrio que, tras don Francisco de Goya y Lucientes, nos legaron la retina, la pluma y el pincel de los escritores y artistas del 98 y contra el que luchamos desde entonces en nombre de una pretendida modernidad que nos hace correr detrás de un tren, el del progreso, que siempre nos deja en el andén. Porque esos personajes de La tierra que intentan sobrevivir en ese áspero pueblo de la mitad meridional de España – Pilar, la madre; Miguel, el hijo que quiso ser torero y salió cojo de una capea bajo la luna; María, la hija que se fue a Madrid y vuelve ahora para la comunión de su sobrino; la prima Mercedes, la que se casó con Miguel y lleva la casa tras el percance; el padre, Juan, ya muerto, que viene por las tardes a echar un pito y charlar un rato con su mujer; o ese “santo inocente”, retrasado y ciclópeo, que es el Pozo – están aquí, con nosotros, desde hace mucho tiempo y, a pesar de los goles, los encestes, los “set-points”, las europas o las enrevesadas estadísticas, no parece que nos vayan a dejar en un buen rato. En el fondo, se encuentran bien a gusto en esta tierra de toros, ceremonias, guardias civiles y cadáveres por enterrar como dios manda. Campos cubiertos de encinares, almendros, viñedos y olivares (¡ay, Federico!) donde conviven o conmueren muertos y vivos, fantoches y fantasmas que no nos dejan descansar. Como el de Juan, que cruzaba la comarcal un tanto ido y lo atropelló un coche que no se paró, o el del Pozo, que ofició de chivo expiatorio y fue sacrificado en una “ceremonia” de esas que tanto gustan en los pueblos, o los de esos cientos y cientos de cadáveres que andan por ahí, tirados, en los arcenes de nuestras carreteras. De ese hervor de una tierra mil veces removida nace la angustia que el texto de La tierra provoca en el lector. Texto antiguo, sin duda, que bien podrían haber firmado algunos de nuestros dramaturgos de la generación realista, un Martín Recuerda, un Gómez Arcos, un Mañas… Bien escrito, como procedente de un autor que hace poco – y con la inestimable ayuda de una intérprete enorme – nos hizo comprender qué quería decir “ser o no ser” en Hamlet. Y con algún tachón como se debe: alguna imagen tópica, alguna ingenuidad como pudiera ser el don de lenguas de María o algún exceso de carga literaria en algunos pasajes que, mira tú por dónde, son los que más despuntan por su valor dramático en la función (la vuelta a casa en metro al salir del trabajo, el viernes por la tarde en Madrid). Y todo bien tensado por un halo poético que lo mantiene en pie desde el principio al fin.

Y sin embargo, el tránsito que lleva de la lectura a la puesta en escena no es todo lo fluido que podría haber sido. Ni que decir tiene que el montaje de Javier G. Yagüe es, como todos los suyos, excelente y que sus intenciones y su visión del drama coinciden plenamente con los propósitos del autor, por lo que habría que preguntarse por las razones que hacen que la representación no termine de encajar del todo con lo prometido por el texto. Lo inmediato sería culpar de esa falta de sintonía a los actores, en cuanto éstos no se adecuaran convenientemente a sus papeles. Pero, aunque la actuación de alguno de ellos fuera mejorable – me estoy refiriendo en especial a las de la pareja Juan-Pilar, en cuanto puede que a ambos les falte una mayor corporeidad y cierta enjundia, y a la del Pozo quien, aún respondiendo al físico de hombretón que describe el autor, podría haberle sacado más partido a su papel simbólico de cabeza de turco (en realidad, él es el toro que se sacrifica en nuestra “fiesta”) – el conjunto coadyuva eficazmente a la comprensión de la obra. Por otra parte, escenografía, movimientos, luces y proyecciones están perfectamente ajustados a las inexistentes condiciones escénicas de la sala Francisco Nieva del teatro Valle-Inclán del CDN (¡un teatro construido de nueva planta!) de modo que tampoco se podrían achacar a fallos de estos elementos los ya mencionados desajustes.

Y es que las posibles discordancias provienen, al menos desde mi punto de vista, de la propia condición de texto-guión de la que se hablaba al principio. Como en el teatro de Valle, en La tierra la didascalia no sólo acompaña al texto que dicen los personajes sino que forma parte entera de él. De ahí viene ese aliento poético del que antes se hablaba. Así, los personajes se mueven en un entorno dramático muy marcado por las propias acotaciones:

Mercedes ofrece a María la punta de una sábana. ¿Me ayudas? / Las mujeres cogen una sábana por sus esquinas y la doblan. / No se les ha quitado el apresto. / María va a unir las dos esquinas de la sábana. Mercedes le corrige. / Así no, por debajo. / Doblan otra sábana en silencio. Mercedes coloca las sábanas cuidadosamente. María, mientras tanto, se apoya en la pared que da al balcón y mira hacia fuera. Hay una mujer sentada abajo, junto al huerto. Una mujer mayor, con el pelo gris, la piel renegrida, las manos tristes. Es Pilar, la madre de María y suegra de Mercedes. Pilar parece estar mirando hacia el balcón. / Mercedes dobla las piezas más pequeñas. / Mercedes dice Hay que bajar dos mantas. / (…) / Nos está mirando. / Hace años que no ve. / A María le empieza a doler el tiempo. (La tierra, Escena 2).

Pareciera que la cámara de Víctor Erice estuviera siguiendo a las tres mujeres a medida que transcurre la escena. De hacerlo, estaría transcribiendo al pie de la letra y sin ningún problema el guión del autor mediante un único plano-secuencia. Pero, ¿cómo llevar esa transcripción no a un medio virtual, como es el cine, sino a otro material como es la escena? Ni más ni menos que “representándola”, me dirían ustedes. Y ahí es cuando surgen los problemas, porque una cosa es el lenguaje de la narración, que es el del cine, y otra muy distinta la textura dramática que conforma el teatro. Porque en vez de ir a cosa hecha, como parecería aquí a primera vista en cuanto la atmósfera del drama ya está especificada en el libreto, para materializarla sobre la escena el director tiene primero que desmontar un todo que ya era autoportante de por sí para reconstruirlo por entero a partir de los materiales del derribo, con el riesgo evidente de que la traza original quede afectada. El escenario pide tersura y concreción – ¿habría que decir realismo? – para que, por ejemplo, el público vaya cogiendo onda de los cambios de época (el “antes” y el “ahora”) con los que se suceden las escenas o no pierda detalle de un desenlace que, de no estar atento, resultaría un tanto atropellado. Una concisión que a veces trabaja un poco en contra del poder alucinógeno del texto. Lo que tampoco quiere decir que no haya momentos en que el tiempo parece suspenderse y volver las aguas a su cauce: las escenas entre las dos primas, el ya citado monólogo del metro, Pozo soñando el cuerpo de María, o el planto de Miguel sobre su tumba: Voy a traer el agua. Voy a dejar que la gente sepa lo que pasó. Voy a dejar que la lluvia te moje la cara.

David Ladra

 

 

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