Críticas de espectáculos

La douleur/Marguerite Duras

Permanencia del drama

 

Obra: La douleur (El dolor) – Autora: Marguerite Duras – Intérprete: Dominique Blanc – Dirección: Patrice Chéreau y Thierry Thieû Niang – Producción: Elsinor / Les Visiteurs du Soir – Lugar y fecha: Teatro de la Abadía – Del 24 al 28 de Marzo.

 

Soberbia interpretación la de la actriz Dominique Blanc la otra noche en el Teatro de la Abadía. Extraído de un libro de Marguerite Duras, el texto de ‘La douleur’ es un relato autobiográfico de la autora francesa que se centra en unos pocos días, los que van de la Liberación de París al regreso de Robert Antelme, su marido, desde el campo de exterminio de Dachau. Sólo que ella no sabe que está vivo y es presa de la angustia, sola en casa y pegada al teléfono, inquiriendo noticias de sus compañeros resistentes, o deambulando por los centros oficiales de acogida, a donde empiezan a llegar los primeros militares liberados pero todavía ningún deportado. Sin dormir ni comer, ahogado cualquier respiro de esperanza por la certidumbre de un final funesto, viviendo su “huis-clos” particular. Por fin suena el teléfono y llega el hombre o, por ser más precisos, sus deshechos, lo que queda de él. Traído de la mano de sus camaradas, ha logrado escapar del “morirero”, el lugar en donde los soldados americanos que liberaron el campo – ahora refugiados en los puestos de vigilancia y cubiertos con máscaras de gas para espantar el tifus existente – retienen a quienes consideran incurables. Todo para llegar a casa a punto de expirar, casi inconsciente y abrasado por la fiebre. Cadáver viviente reducido a los huesos, sus órganos internos, aún palpitantes, se dejan ver a través de una piel translúcida. Ahora que podría alimentarse, sólo puede tomar unas cucharaditas de sopa al día para evitar que el fino envoltorio de su estómago no aguante y se desgarre. Sus heces borbotean, verdosas y hediondas, como si aún destilasen las sustancias telúricas de las tierras y yerbas del campo de Dachau. Y es que es el propio campo el que invade la casa como un monstruo baboso que la contaminase, expulsando a su vez toda memoria de otro tiempo feliz que pudiese habitarla. Fuera, las cosas vuelven a la normalidad, de Gaulle y sus partidarios ocupan el poder y empiezan a marcar la diferencia, ellos también, entre prisioneros de guerra y deportados (por algo les detendrían los “boches”, piensan algunos). Es tiempo de olvidar Vichy y de llevar a Francia a una nueva “grandeur”.

Pero lo que más fascina en la función – más que esa imagen de devastación que, periódicamente, asume Europa – es la fuerza con que responde la técnica del drama – tan denostado hoy – a la solicitación de la Duras. Porque todo se cuece entre texto y actriz. La utilería es mínima – una mesa y una silla que hacen de casa, y unas sillas más, de centro de acogida en la Gare d´Orsay – pero prescindible. Y es que basta con la expresión, el gesto y la palabra (en sus dos acepciones de texto y voz) de Dominique Blanc. Siendo una actriz de apariencia fría y que controla, puede surgir de su personaje – la escritora que, desesperada, espera a su marido – tanto un caudal volcánico de fuego como una apatía y una dejadez que llevan al desmayo. Milimétricamente dirigida por Patrice Chéreau y Thierry Thieû Niang – de quien viene, tal vez, todo lo que de oriental hay en su juego – hay momentos de la representación en que parece alcanzar la masa crítica y volar por sí misma, fuera de cualquier control o indicación escénica. Aunque el monólogo dura casi hora y media, la obra jamás pierde interés y el público, llevado por la interpretación, mantiene su atención hasta el final irrumpiendo, como no podía ser de otra manera, en un estruendo de aplausos y ovaciones. Su poder de atracción es tan magnético que, por prescindir, podría prescindirse hasta de sobretítulos. Porque, repito, la palabra de Marguerite Duras no está en lo escrito sino que se traduce por entero en el gesto y la voz de Dominique Blanc. Impresionante.

Viene todo esto a cuento de la pretendida defunción del teatro dramático que hoy se postula en tantos medios “post”. El espectáculo que ofrece La douleur es justo lo contrario de lo que se describe en el libro de Hans-Thies Lehmann: una historia escrita por un autor para que los actores, con la ayuda del director, la “representen” sobre la escena con el objeto declarado de que el espectador siga la narración y se la crea, esto es, la tome por real y verdadera. Habría que encasillarlo, por lo tanto, junto a ese teatro tradicional que se viene haciendo, al menos, desde el Romanticismo. Y sin embargo, hay algo en este paseo al borde del abismo de la Blanc que no es fácilmente clasificable. Su modo de actuar no viene de “sentir” el personaje, como lo pediría Stanislavsky, ni de distanciarse de él, como lo exigiría el teatro épico. Procede de muy dentro y se exterioriza con rotundidad, como si la actriz mantuviese un delicado equilibrio entre la biomecánica de Meyerhold y el actor “santo” de Grotowski. Como ya se ha dicho, hay mucho de intérprete oriental en su trabajo, mucho entrenamiento y mucha técnica para conseguir que su comprensión y su vivencia del drama se traslade al espectador sin la intervención espúrea de ninguna comunión sentimental. Y es de esa sabia combinación de su cuerpo y su espíritu, y no de la exteriorización de sus sentimientos o pasiones, de donde nace la emoción que embarga al público. Hay que comprender la barbarie para expresarla, como ella lo hace, sin un grito.

Y ello nos lleva, finalmente, a la conjunción de los teatros. Una pieza como el Stifters Dinge de Heiner Goebbels, en la que no participa ningún actor, crea un mundo poético coherente a partir de la tecnología: iluminación, espacio sonoro, proyecciones, robótica… Teatro “postdramático” a más no poder, intenta articularse en la mente y el imaginario del espectador usando con pericia la tramoya. Y logra conmover su entendimiento. Para alcanzar el mismo fin, Dominique Blanc utiliza otro tipo de recursos técnicos, pero más avanzados todavía en cuanto se refieren a sus propias dotes genéticas y a sus capacidades neuronales, esto es, a la más pura biotecnología. Por vías bien distintas, ambos recurren a su particular tinglado artístico para emocionar al respetable. Pero ninguno intenta calcar la naturaleza humana para restituir su verdad sobre el escenario. Tienen que recurrir al artificio. ¿Cómo no, si están en el teatro?

 

 

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