Críticas de espectáculos

Rock’n’Roll/Tom Stoppard/Teatre Lliure

Presencia de Tom Stoppard en Madrid

 

2. Rock´n´Roll

Dedicado principalmente a la elaboración de guiones para la radio, el cine y la televisión, en los veinticuatro años que separan el estreno de Realidad (1982) del de Rock´n´Roll (2006), su última pieza teatral por el momento, Tom Stoppard no habrá llegado, entre obras originales y adaptaciones, a escribir más de una decena de dramas para la escena. Pero es muy posible que, junto con Rosencrantz y Guildenstern han muerto, su primera obra, entre ellos se encuentren tres de los más estimables de toda su producción. Me estoy refiriendo a Arcadia (1993), La Costa de la Utopía (2002) y, probablemente, este Rock´n´Roll que el Teatre Lliure ha representado estos días en las Naves del Español del Matadero en una traducción de Begoña Barrena dirigida por Álex Rigola.

Rock´n´Roll se estrena el 3 de junio de 2006 en el Royal Court londinense con la presencia del ex-presidente checo Vaclav Havel y la de Mick Jagger, líder de los Rolling Stones. La comparecencia de estas celebridades en aquel acontecimiento nos permite identificar ya de entrada dos de los ejes principales de la acción: por un lado, la crónica del conflicto entre la disidencia y las autoridades de las Repúblicas Socialistas Checa y Eslovaca desde agosto de 1968 hasta las elecciones de junio de 1990, esto es, desde la traumática conclusión de la Primavera de Praga hasta el triunfo definitivo de la llamada Revolución de Terciopelo; y por otro, el papel que los grupos de música “rock” y “underground” jugaron en dicha confrontación congregando a su alrededor a toda una juventud que, aunque se decía apolítica, encontraba en sus grabaciones y conciertos la expresión de un modo de vida, el de sus congéneres de Occidente, más abierto y menos coercitivo que el que a ellos les ofrecía un régimen mucho más austero y autoritario.

La tercera pata de este banco, la otra cara de la moneda, la constituye la bucólica estampa del jardín y la casa que habitan en la ciudad universitaria de Cambridge el profesor Max Morrow y su familia. Allí, en el “mundo libre”, la acción se desarrolla plácidamente, aunque el paso del tiempo no deje de afectar a las tres generaciones de mujeres – Eleanor, Esme, Alice – que rodean a Max. Y allí es donde tiene su templo la palabra y se habla, primero, de política, en cuanto Max es un marxista convencido que tiene a gala seguir militando en el Partido cuando todo el mundo lo abandona pero, también e “in extenso”, de la poesía lírica de Safo, de los psicodélicos paraísos de la era “hippie”, de la revolución cultural y el Mayo de París, del neoliberalismo de la Dama de Hierro y – ¡cómo no! – de “rock and roll”. Porque lo que el LSD dejó de Syd Barrett, el fundador del grupo Pink Floyd, vive retirado en la ciudad y su presencia está siempre latente en esta parte inglesa de la obra desde la canción que, encaramado en la tapia trasera del jardín y acompañándose de una flauta, le dedica a Esme al empezar, haciéndola creer que se encuentra ante el mismísimo dios Pan (ella vuelve un tanto “fumada” de un concierto), hasta que un nuevo encuentro al cabo de los años se lo muestre, saliendo en bici con las bolsas del supermercado, envejecido y derrotado (de hecho, Syd Barrett muere en Cambridge el 7 de julio de 2006 mientras aún se representaba Rock´n´Roll en el Royal Court). Y es que ese jardín de la familia Morrow viene a ser un compendio de la civilización occidental, arrancando del mundo de los clásicos griegos hasta llegar al “rock” más actual.

La ligazón entre estos tres temas mayores de la composición – Praga, Cambrige y la música “rock” – se hace a través de una especie de “go-between”, un mensajero, Jan, que abandona súbitamente el doctorado dirigido por Morrow para reintegrarse, con una maleta repleta de “long-plays”, a una Checoslovaquia en donde el “socialismo con rostro humano” de Alexander Dubceck está siendo ya sustituido por la “normalización” de Gustáv Husák. Y es precisamente la figura de Jan la que deja entrever un primer cambio entre el Stoppard de Realidad, en donde el dramaturgo, pagado de sí mismo, moldea al personaje principal, Henry, a su imagen y semejanza, y el Stoppard de Rock´n´Roll que, al transcurrir los años, se da cuenta de que el destino de Jan, a quien presta su propia biografía de niño judío y exiliado, bien pudo ser el suyo y se pregunta por qué no lo siguió. En esa simbiosis entre Stoppard y Jan, en ese “pudo ser” que vincula sus vidas, reside la clave que hace de Rock´n´Roll no el panfleto anticomunista que, por los antecedentes del autor, se podría haber esperado sino una indagación mucho más personal en las convicciones y vivencias que llevaron a unos y a otros – “demócratas” liberales y socialistas “reales” – a llevar existencias tan distintas durante aquellos tiempos tan revueltos.

Reflejado en escena mediante el contraste entre la resplandeciente luminosidad del césped de la pradera de Max y los sórdidos parajes de la Checoslovaquia comunista (una imagen estereotipada heredada de Hollywood) hay como un permanente remordimiento en Rock´n´Roll; el del autor, claro está, que se da cuenta ahora de que mientras él vivía libre en el Reino Unido aquí penaba su otra mitad, pero también el de esa vieja Europa dividida que aguantó a pie firme toda la guerra fría sin atreverse a mirar del otro lado. Stoppard lo hace a partir de 1977, año en el que empieza a colaborar con Amnistía Internacional y a escribir toda una serie de obras teatrales y guiones televisivos en defensa de los derechos humanos – Every Good Boy Deserves Favour (1977), Dogg´s Hamlet, Cahoot´s Macbeth (1979) o Squaring the Circle (1984) – que, como si sólo los conculcasen ellas, van siempre dirigidos contra las democracias populares. Y es también en ese año cuando viaja a Checoslovaquia y conoce personalmente a Vaclav Havel, promotor por entonces de la famosa “carta 77” con la que la disidencia checa se dio a conocer en todo el mundo.

Como nos informa el propio autor en su introducción a la edición original de Rock´n´Roll (Faber and Faber, 2006) la historia que va a protagonizar Jan en Praga está íntimamente ligada a la elaboración de dicha carta. Su relación con la sociedad checoslovaca se nos muestra a través de su amistad con Ferdi, que viene a ser un trasunto del propio Havel (Ferdinand Vanek es el nombre del protagonista en tres de sus piezas teatrales). Como se espera de todo disidente concienzado, Ferdi no hace más que pasarle a Jan peticiones y cartas de protesta al gobierno para que las firme, demandas que éste se niega a suscribir en un primer momento tildando la actitud de su amigo de “exhibicionismo moral”, precisamente el término que usaron Vaclav Havel y Milan Kundera en la dura dialéctica que sobre el alcance del compromiso político sostuvieron ambos. Y es que la actitud de Jan en sus primeros tiempos de residencia en Praga resulta, al menos, tan confusa como las razones por las que dejó Cambridge y retornó a Checoslovaquia. Cuando Ferdi le inquiere por esas razones, Jan le contesta: “volví para salvar el rock and roll”, lo que no deja de parecer bastante incongruente si se piensa, además, que lo hizo contra la voluntad del Servicio de Seguridad del Estado, el StB, para quien trabajaba como informador en la ciudad inglesa. Y sin embargo, su decisión posterior de pasar a la acción política es perfectamente coherente con su pasión por la música “rock”, en cuanto será la persecución que sufre su grupo favorito, The Plastic People of the Universe (un grupo tan real como lo fue Syd Barrett), la que le llevará a promover una carta a su favor que, a su vez, presentará a la firma a Ferdi pidiéndole, además, que la dé a conocer entre los intelectuales que frecuenta. Llegados a estas alturas de la función, la verdad sea dicha, esa insistencia de Jan en defender a una banda “underground” cuando la represión de la disidencia estaba en pleno apogeo podría antojársele al espectador un tanto ingenua, cuando no decididamente surrealista.

Pero Stoppard no inventa, sigue al pie de la letra el acontecer de los hechos históricos. Porque, interesado por un amigo, Vaclav Havel se entrevista con Ivan Jirous, director artístico y “alma mater” de The Plastic People of the Universe, días antes de que la policía lo detenga y lleve a todos los componentes del grupo a los tribunales bajo la acusación de practicar “actividades subversivas”. Havel se involucra a fondo en el proceso, que resultará siendo un fiasco y finalizará con la puesta en libertad de los acusados, y empieza a preguntarse cómo es posible que un grupo de “rock” totalmente apolítico, como era el caso del de Jirous, termine convirtiéndose en una amenaza para el Estado. ¿O es el “rock” un termómetro que mediría el grado de libertad individual? Así parecería desprenderse del fervor de las multitudes que acuden a los grandes conciertos y su comportamiento casi ritual durante el transcurso de los mismos, como si se crease un universo propio en el que los jóvenes pudieran respirar lejos de las miserias de la vida real. Y eso no les gusta a los regímenes totalitarios, que no ven la necesidad de reunir a las masas si no es para vocear los eslóganes oficiales. De tal modo que, tras escuchar a la banda en algún concierto clandestino, Havel llegó a la conclusión de que, en la música de aquellos melenudos, “había un valor metafísico así como el afán de salvarse”, y entendió que el acoso del régimen a The Plastic People of the Universe era “un ataque del sistema totalitario a la vida en sí, a la propia esencia de la libertad y de la integridad humanas”. Tras aquellas palabras, aparentemente ocasionales, se escondía lo que sería un cambio de considerable importancia en los objetivos finales de la disidencia checa, que pasó de ser la “oposición oficial” al régimen, esto es, de jugar su juego, a comprometerse en la defensa a ultranza de los derechos humanos, una transformación que dará sus frutos trece años más tarde. Y es ese episodio de la banda de Jirous el que incitará a Havel, en septiembre de 1976, a escribir su famosa “carta 77”, que saldrá a la luz en enero de ese año. Contundentes efectos, pues, los de ese “rock and roll” cuya divulgación preconizaba Jan como si se tratase del Evangelio. Ni que decir tiene que esta vez sí firmará la carta que le presente Ferdi, lo que le llevará a prisión por una temporada.

Para mí, esta parte de Praga es la más interesante de la obra – la de Cambridge la encuentro en exceso melodramática – y también la más didáctica para el espectador de nuestro país. Porque lo que Jan cuenta que ocurría en la Checoslovaquia del “socialismo real” era, punto por punto, lo que estaba ocurriendo en la España de Franco: los ubicuos e imprevisibles informadores de la Brigada Político Social, los opositores “oficiales” que a veces se confundían con ellos, el asedio a todo lo “underground” o que saliese de la “normalidad”, la censura siempre presente, y hasta ese intento de descalificación moral del adversario que propiciaba el régimen llevando a Sastre y Buero a tener que emular a Havel y Kundera en su porfía sobre si era “posible” ejercer una oposición efectiva desde el mundo de la cultura. Un paralelismo con los países del Este del que, aunque hoy le cueste reconocerlo a alguno, toda la progresía era consciente, en el convencimiento de que – de perdidos al río – más valía un régimen autoritario fundamentado en los presupuestos teóricos del socialismo que otro que había escogido como divisa “por el Imperio hacia Dios”. Como lo hace el Max de la obra cuando se pregunta “por qué la gente se comporta como si se corriera el peligro de olvidar los crímenes del comunismo, cuando el peligro consiste en que se olviden sus éxitos”. En definitiva, es la precisión con la que Jan-Stoppard describe aquellas circunstancias la que a mí me recuerda las nuestras y me lleva a pensar que, tras ese reconocimiento y a pesar del conservadurismo del autor, hay una buena parte de verdad en el trasunto de este Rock´n´Roll. Y en cualquier caso, siempre es de agradecer que temas como estos, que configuraron el mundo actual, lleguen a poblar nuestros escenarios, habitualmente tan ayunos de ellos.

Da gusto ver al Lliure en escena, trabajando como un solo equipo en la consecución de un único objetivo, el de llevar la obra ante el público con la máxima eficacia y transparencia. Puede que las escenas que suceden en el jardín de Max no sean tan “chejovianas” como las hubiera querido Tom Stoppard, o que las que ocurren en Praga se pasen a veces de sombrías, pero el texto está ahí, servido a la perfección por la puesta en escena de Álex Rigola. No hay individualidades en esta partitura orquestal, pero Rosa Renom (Eleanor), Chantal Aimée (Esme), Lluís Marco (Max) y Joan Carreras (Jan) aprovechan al máximo la ocasión que les brindan sus respectivos papeles.

David Ladra

 

 

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