Críticas de espectáculos

Glengarry Glen Ross/David Mamet/Daniel Veronese

Rondando la excelencia

 

De Daniel Veronese casi acabamos de hablar hace unas semanas a propósito de sus fulgurantes montajes de Casa de muñecas y Hedda Gabler en el Festival de Otoño. De pronto, da un salto desde la Cuarta Pared al Español y se enfrenta a otro clásico, éste contemporáneo, el Glengarry Glen Ross de David Mamet.

Como bien saben todos los que vieron en el cine la película homónima, dirigida por James Foley y protagonizada, entre otros, por Al Pacino y Jack Lemmon, la obra no tiene desperdicio. Tampoco es cuestión de contársela ahora a quienes vayan a verla en la gira que empieza en el Teatro Arriaga porque su argumento carece de complejidad alguna, habla por sí solo y se queda grabado para siempre en la memoria del espectador. Sólo decir que el drama, que se estrenó en el National Theatre londinense en 1983 y pasó al cine en 1992, sigue manteniendo toda su vigencia en estas representaciones de 2010. Mérito del autor, sin duda alguna, que supo reflejar la realidad de aquellos tiempos con una claridad meridiana, pero que hay que reconocer también a nuestra época, que ha ido evolucionando desde entonces mirando siempre para atrás.

Porque lo que Mamet nos cuenta a principios de los ochenta, esto es, cuando se agostan las pocas ilusiones que aún quedaban de poder mejorar la sociedad y se abren las primeras heridas de lo que va a ser la sangría neoliberal, nos resulta hoy premonitorio de en qué se ha convertido nuestra democracia “real”. ¡Cuántos de esos Levine, Williamson, Ross o Roma, que entonces pelearon, cuchillo en mano, por mantener el puesto de trabajo, no se habrán convertido, aquí y ahora, en otros tantos Pérez, Fernández, González o López que andan por nuestras calles intentando vender un piso, un coche o una lavadora! ¡Y cuántos más no pueden pegar un ojo por la noche pensando en un despido ineluctable! La maquinaria de la Historia ha funcionado a tope y lo que por entonces fue un aviso se ha convertido hoy en lo normal. Ahí reside la fuerza del teatro, la fuerza del arte en general, en ir explorando el camino y prevenir al que viene detrás. Y de ahí viene el magnetismo de la obra, que atrapa al espectador tal que se sienta y le escupe al exterior hora y veinte minutos después debidamente concienciado de que vive en un mundo al revés.

Lo que vimos en el Español no se suele ver todos los días: un plantel de actores perfectamente conjuntado que se movía por el escenario como si fuese su “habitat” cotidiano. Y no eran dos o tres, como hoy sucede, vaciando su almario o contándonos confidencias de almohada y chistes verdes, sino toda una pléyade de intérpretes intentando remedar lo que ahora ocurre del otro lado de la cuarta pared. Realismo en estado puro, que es la mejor escuela de un actor. El genio del Picasso del Guernica es haber tenido su “época azul”. O por decirlo en términos teatrales, no hay Grotowski sin Stanislavsky. Así que aquí tenemos siete actores (Carlos Hipólito, Ginés García Millán, Alberto Jiménez, Andrés Herrera, Gonzalo de Castro, Jorge Bosch y Alberto Iglesias) que, exceptuando al primero, nunca se distinguieron entre los “grandes” (¿?). Es más, muchos de ellos proceden del cine o la televisión, áreas de actividad no precisamente bien reputadas en lo que concierne a nuestros escenarios. Y sin embargo ahí están, casi desconocidos, entonando sus frases con una dicción perfecta y moviéndose no de una marca a otra, como autómatas, sino con la armonía del gesto que acompaña a la palabra. ¡Como si fuesen actores ingleses, o del anterior Este de Europa!

Ya habrán adivinado ustedes que esto no ocurre por casualidad. Ni esperen que ahora venga a decir que Daniel Veronese es un tipo genial. Lo que ocurre no es más que lo que debería ocurrir todos los días, que nos encontramos ante un texto excelente y unos excelentes profesionales. Y que Veronese los aprovecha a fondo. De muestra, un botón. En la escena final, Shelley Levene (Carlos Hipólito) le está suplicando a John Williamson (Ginés García Millán). No le queda más que arrodillarse de desesperado que está. Williamson le escucha medio vuelto de espaldas y sólo se le vuelve, impávido, al final. Con ese gesto ya queda todo dicho, no le echará una mano, le dejará caer. Tocamos la tragedia con los dedos, el teatro con todo su poder.

No dejen ustedes de ir a verla.

David Ladra

 

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