Velaí! Voici!

Ilusión de realidad

Por lo visto, según algunas investigaciones en neurobiología, las personas intentamos entender lo que acontece a nuestro alrededor y lo que nos sucede a nosotros mismos aplicando la lógica causal. De este modo, convertimos todo lo que (nos) pasa en una historia. Fabulamos. Nos montamos películas. Reducimos eso que solemos llamar «realidad» a una fábula. Necesitamos de esa síntesis para asimilar el mundo. Con esas historias el mundo se nos hace más accesible y los avatares de la vida adquieren un orden que nos salva del caos. Nuestra capacidad para construir esos relatos nos sirve como diagnóstico, aprendizaje y cura. Velahí los mitos y leyendas, historias ejemplares que le valen a las civilizaciones de guía parabólica. Fuentes de conocimiento y reconocimiento, útiles en las encrucijadas de la vida (amistad/enemistad, amor/odio/desamor, salud/enfermedad, querer/temer… En resumen: Eros y Tánatos.)

El arte es otra reducción de la vida, como dice el poeta Lluís Solà, director de la revista de poesía «Reduccions».

En las artes encontramos historias danzadas, cantadas en óperas y canciones, narradas en epopeyas y novelas, rimadas y/o ritmadas a través de la transmutación lírica, presentadas o representadas a través de la acción dramática y de sus diversas modalidades escénicas. Historias en composiciones dramatúrgicas deconstruidas y fragmentadas, como HAMLET MACHINE de Heiner Müller o LA CLASE MUERTA de Tadeusz Kantor.

Cada época, cada artista, va decantando una perspectiva más o menos particular, asociada a una estética, en la que se proyecta su idea (ideología) del mundo.

Y sobre las mismas o parecidas historias se van operando diferentes variaciones, revisiones, adaptaciones y actualizaciones en cada momento y lugar.

Hace unas semanas se pudo ver en el Teatro Valle-Inclán de Madrid, dentro del ciclo «UNA MIRADA AL MUNDO» del CDN, la adaptación de LA SEÑORITA JULIA de August Strindberg, con texto y dirección de CHRISTIANE JATAHY de la Cía. Vértice Teatro (Brasil). Esta nueva aproximación al clásico de Strindberg utiliza, curiosamente, parecidos recursos a los que emplea en su dramaturgia KRISTIN, NACH FRÄULEIN JULIE la británica KATIE MITCHELL, con la Schaubühne am Lehniner Platz de Berlín. Una hibridación de cine y teatro, o más bien una representación teatral donde intervienen las cámaras y su capacidad para acercarnos a cualquier mínima inflexión expresiva y permitirnos entrar dentro de las experiencias que los personajes juegan.

En la obra original, Strindberg, compone la historia de pasión y odio entre la Señorita Julia y su criado Jean, que está comprometido con Cristine, la cocinera de la casa. Un triángulo de tres aristas, sin contar el personaje ausente del Conde, padre de la Señorita Julia.

El autor busca crear la máxima ilusión de realidad con su «pièce bien faite», para lo cual la ciñe a las tres unidades que el neoclasicismo le asignó a la preceptiva aristotélica (espacio, tiempo y acción).

La aventura erótica entre Jean y la Señorita Julia, en la que se interpone el determinismo de clase social y los miedos atávicos, se desarrolla en una continuidad de acción que garantiza la concentración y la inmersión emocional del público. La narratividad de la forma dramática jerarquiza sus elementos compositivos (una línea de acción principal, capitaneada por unos personajes protagonistas) y los ordena de tal manera que se genere esa ilusión de realidad.

En el prólogo, Strindberg, pide proximidad, atención a los detalles y búsqueda de una verosimilitud naturalista.

La directora KATIE MITCHELL, en su adaptación, titulada KRISTIN, NACH FRÄULEIN JULIE, realizaba, a través de la mediación cinematográfica, una representación teatral en la que cualquier mínimo movimiento expresivo facial o corporal de las actrices y actores era captado por la retina del público.

La simultaneidad entre cine y teatro encima del escenario propiciaba la suma del evento espectacular irrepetible, la energía que produce la copresencia de actrices, actores, espectadores, espectadoras, y esa proximidad invasiva de la gran pantalla como sistema de amplificación del gesto y, por tanto, de la emoción.

Katie Mitchell y el videasta Leo Warner garantizaban la continuidad del original en la proyección fílmica, aunque en la representación teatral compartimentasen las secuencias de acción dramática. Así, en el escenario, se afirmaba la dimensión performativa y teatral, mostrando todo su artificio y artesanía, con el trabajo del elenco actoral y de los técnicos moviéndose por la escena y montando y desmontando los sets de rodaje, actuando de manera desdoblada para poder filmar diferentes planos mientras se preparaban otros sucesivos. Entretanto, en las pantallas superiores, se presentaba el desarrollo continuo de la acción, subrayada por el recurso de los primeros planos, contra planos, planos generales o medios, etc.

En este sentido, parecían realizar el ideal apuntado por Strindberg en el prólogo de su obra. Sin embargo, una de las novedades más relevantes era el cambio de perspectiva en la dramaturgia al contarnos la historia de LA SEÑORITA JULIA desde la vivencia de Cristine, la cocinera.

Evidentemente, este cambio de perspectiva introduce una lectura humana, feminista y de clase, mucho más transgresora en este momento que la de la obra original.

El sufrimiento callado y resignado de Cristine mientras asiste a la aventura de su enamorado con la Señorita Julia, desde las limitaciones que le impone su estatus, su educación y sus condicionantes de género, resulta mucho más impresionante y revelador.

La impotencia de la joven cocinera, en la versión de Katie Mitchell, frente a los sucesos que alejan a su enamorado, hacen de ella una especie de antiheroína, de perdedora, de Woyzeck, en quien proyectar esa parte dolorosa de perdedores/as que, en un momento o en otro, todas/os, nos vemos obligados a sufrir.

En la adaptación de la Cía. Vértice Teatro, de Brasil, CHRISTIANE JATAHY respeta las perspectivas ideológicas y temáticas que están en el original. Mantiene la hegemonía de sus protagonistas, Jean y la Señorita Julia, relegando a Cristine a un personaje muy secundario (solo presente en escenas cinematográficas pregrabadas). Mantiene la ilusión de realidad en el estilo interpretativo actoral. Sin embargo, la dramaturgia fragmenta la historia, substituyendo la unidad de acción, que se prendía de la continuidad, por una síntesis dramática a base de secuencias en las que la imagen fílmica cuenta tanto o más que la acción verbal.

La representación actoral y la proyección cinematográfica, que utiliza imágenes pregrabadas y otras filmadas en directo, se complementan en el mismo nivel encima del escenario. A veces se produce un contraste dialéctico entre las imágenes fílmicas y la acción escénica, como cuando en dos pantallas vemos, repetida, la discusión en la cocina entre Cristine y Jean, enmarcando, en medio, la acción escénica de la actriz que interpreta a la Señorita Julia mientras se viste y se pone guapa delante de un espejo.

Uno de los recursos más atractivos de este espectáculo de Christiane Jatahy radica en las rupturas de la ficción, de la historia, para, en un juego metateatral, revelársenos la actriz y el actor, dirigiéndose al cámara que se mueve entre ellos por el escenario, o directamente al público. Una afirmación de la performatividad que, no obstante, se ve asimilada a otro plano de ficción.

Hacia el final, después de la escena en la que Jean decapita al pajarito de la Señorita Julia, la actriz que la interpreta, Julia Bernat, monta en cólera, abandona el personaje e increpa directamente a su partenaire, el actor negro Rodrigo dos Santos. Patalea, grita y huye del escenario saliendo a la calle, perseguida por el actor que intenta apaciguarla y por el cámara que, como un reportero, filma y nos ofrece el testimonio, en directo, de ese momento de pretendida realidad.

Vemos a Julia Bernat chillando en una calle de Lavapiés, a Rodrigo dos Santos intentando detenerla, la gente que pasa los mira espantada. En una terraza de un bar cercano un hombre le da una caña de cerveza a la actriz, ella bebe y parece calmarse un poco, entonces decide volver a entrar en el teatro, en el escenario. Viene con el vaso en la mano, nos mira y nos asegura que ha vuelto porque no conoce el camino al hotel donde se hospedan porque si no se hubiese pirado definitivamente.

Ya antes hubo otras interrupciones de la trama de este drama objetivo de Strindberg, cuando alguno de los actores abandonaba el personaje para decirle al cámara: «desliga ja» («corta») o «acción», o para repetir una toma. Recordemos que el «drama absoluto» y su voz objetiva, según Peter Szondi, no acepta nada secundario o ajeno, por tanto no digiere ni la repetición, ni la variación, ni la citación, ya que vendrían a poner en entredicho su carácter primario y romperían esa ilusión de realidad que persigue la ya señalada «voz objetiva».

Con esas interrupciones en el desarrollo continuo de la trama de acción se generan intersticios de distanciamiento.

La mencionada trama, sintetizada y llevada a la pantalla, corre el riesgo de quedar reducida a un «culebrón», a un folletín, por eso estos dispositivos de extrañamiento y esos dos planos de ficción, el de los actores actuando la obra y la propia obra de Strindberg, enriquecen las perspectivas y colaboran en su actualización.

Julia Bernat y Rodrigo dos Santos, en la quiebras, intentan hacernos creer que las rupturas son ciertas, reales, que las interrupciones de la historia se anclan en la imprevisibilidad del aquí y ahora. Intentan situarnos en una especie de presentismo arriesgado, improvisado, de rebelión actoral. Sin embargo, ni con el micrófono en mano dirigiéndose al público (iluminado por cegadoras), ni con los dispositivos escénicos a la vista (trust, focos, cámara, etc.), consiguen sustraerse de la convención de la ficción teatral o entrar en una poética postdramática del caos. Ni la actriz, sentada en el proscenio, contándonos como acaba la obra de Strindberg en vez de representárnosla, consigue generar un momento de realidad.

Estas rupturas del argumento (plot) para afirmar la propia autenticidad del juego (play) quieren, quizás, introducir ese sentido de rebelión y disgusto respecto al devenir de la historia trazada por Strindberg.

Como escribe Stéphane Poliakov en ANATOLI VASSILIEV: L’ART DE LA COMPOSITION: «el juego supone, a menudo, la distancia y el humor, y siempre un recorrido y un reencuentro.» No se trata de una «metafísica» de la verdad sino de la autenticidad de la actriz, del actor, encima del escenario.

Quizás porque el escenario funciona a imagen y semejanza de nuestra mente, para delatar que no hay más realidad(es) que la ilusión que de ella(s) nos hacemos. Que no hay más identidad que la ilusión que de ella nos hacemos. Y que, al final, solo somos el resultado de una dramaturgia más o menos consciente, la historia que, de nosotros y de los demás, componemos.

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