Críticas de espectáculos

La lengua en pedazos/Juan Mayorga

Combate institucional

 

Juan Mayorga, autor y director de «La lengua en pedazos» define la obra como «un combate entre un guardián de la Iglesia y una monja desobediente». No encuentro un sinónimo más certero que combate institucional, porque la pieza es un cuerpo a cuerpo dialéctico dentro del seno de la Iglesia entre dos personajes que se creen poseedores de la verdad.

El texto de Mayorga no plantea la razón, aunque ambos personajes utilicen el razonamiento para defender sus respectivas posiciones. No es cuestión de razón, sino de fe entre una mujer rebelde y el Inquisidor.

«La lengua en pedazos» puede tener varias lecturas, aquí está parte de su grandeza, en la riqueza de matices que cada espectador sea capaz de captar. En síntesis, la obra se desarrolla en una humilde cocina –metáfora conventual marcada por la austeridad– desde donde una mujer intenta reformar la orden religiosa a la que pertenece debido a los desmanes de corrupción. Allí recibe la visita del Inquisidor que intenta primero, atemorizar a la monja, y después convencerla de sus desvaríos. Se trata de una pelea desigual entre un modesto ratón y un fiero león.

De entre las lecturas de este texto, cabe la propiamente humana con un matiz sociológico. Una mujer aparentemente insignificante se enfrenta con absoluta convicción de lo que dice y hacer al poder establecido, a la autoridad. Este aspecto social no solo nos resulta pertinente a escala universal y diacrónica, sino de tremenda actualidad. En el ámbito español nos sirve de reflexión evocando el discurso de una mujer hablando sobre los desahucios en el Parlamento; también nos sugiere unos ciudadanos indefensos que se manifiestan pacíficamente ante un ejército de chalecos antibalas que portan porras. El ejemplo nos permite reflexionar acerca de la convicción y la legalidad establecida, entre la resolución y la razón.

Desde una perspectiva sicológica, tanto el personaje de Teresa que dibuja Mayorga como el histórico de la mística, posiblemente tenga menos importancia. Esta mujer no es más que una esquizofrénica que delira con los ojos abiertos. Aunque quizás todas las personas tengamos un punto esquizoide, cuando sobrepasamos cierto límite, o nos hacen tratar en ambulatorio médico o nos encierran si hay un peligro de agresividad social.

Y la tercera lectura, que es la que hace Juan Mayorga tanto como autor del texto como director de la puesta en escena, es desde el punto de vista religioso. Es decir, el autor presenta a dos personajes creyentes en el cristianismo que dirimen sus cuestiones desde el lado de la fe común a ambos y dentro de la institución eclesial.

Desde esta perspectiva, los dos personajes se entienden con el mismo lenguaje y participan de las mismas ideas filosóficas. No obstante, el Inquisidor desarrolla un discurso autoritario y Teresa un discurso decidido. A pesar de que ambos transitan por la dialéctica, aquí es donde entra Juan Mayorga director.

Una mesa pobre sobre la que hay patatas –el texto que original describía cebollas–, un cuchillo, un cuenco con agua, varios vasos vacíos y una jarra de cristal, dos sillas sencillas en ambas cabeceras de la mesa; el público colocado en U a modo de sala procesal. Se abre la sesión. El Inquisidor hace de fiscal y de juez, Teresa es el reo y el abogado defensor, el público ejerce de jurado colectivo. Se asiste a un juicio por insumisión.

El planteamiento procesal de la puesta en escena hace que el montaje transcurra por una estética clásica tanto en los movimientos escénicos como en la retórica de la palabra. En este sentido, el espectáculo transmite la elegancia de una obra bien conformada y hermosa que consigue atraer al espectador convencido y más convencional.

Con todo, abordamos la interpretación actoral, cuestión que para buena parte del público marca el interés de un espectáculo. No es éste mi caso si se tiene en cuenta la cantidad de líneas que he dedicado al análisis del texto. No obstante, considero que la interpretación de Clara Sanchis y Pedro Miguel Martínez posee una entidad exquisita digna de analizar.

De una parte, hay que tener en cuenta la confluencia del autor y director en la misma persona. Esto nos garantiza que lo que sucede en la escena posee una coherencia suprema. Es decir, los intérpretes han modulado las palabras, los gestos, las acciones, las miradas a la intencionalidad y exactitud del autor/ director.

De aquí se deduce que, los intérpretes han tenido que jugar con la moderación. No han podido, y así han conseguido, exaltarse para enfatizar sus parlamentos. Y es que sorprende un «Inquisidor Martínez» apiadado y justo, que no justiciero y sañudo; sorprende una «Teresa Sanchis» modosa aunque resuelta, falta de audacia, sin arrogancia pero decidida. No es la mujer de rompe y rasga que nos ha transmitido la historia oficial.

La contención de la palabra escrita muestra a una actriz y un actor que desarrollan sus respectivos personajes desde la honradez de los personajes. Mayorga no les da licencia a la grandilocuencia, lo cual exige al intérprete un ejercicio de autorregulación expresiva que se logra con las miradas. Ella, sin llegar a la osadía, mantiene la mirada con la cabeza alta, no siente ni vergüenza ni temor; solo dobla la cerviz un par de veces para reflexionar la respuesta certera. Él, dibuja cierta comprensión.

En «La lengua en pedazos» se asiste a un combate institucional en el que sobresale el triunfo de la honestidad tanto en cuanto al tema planteado por el autor como en el trabajo interpretativo y dirección. El espectáculo rezuma honestidad.

Manuel Sesma Sanz

Obra: La lengua en pedazos. Autor: Juan Mayorga. Intérpretes: Clara Sanchis y Pedro Miguel Martínez. Escenografía y vestuario: Alejandro Andújar. Iluminación: Miguel Ángel Camacho. Espacio sonoro: Jesús Rueda. Compañía: La loca de la casa. Dirección: Juan Mayorga – Teatro Fernán Gómez de Madrid hasta el 3 de marzo.

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